viernes, 6 de diciembre de 2013

Anywhere but here



-Hola, Johann- saludé a mi hermano con mi voz rasposa y desaliñada. No había dormido en toda la semana.

-¿Qué haces aquí? Deberías estar cuidando de nuestra madre…- a lo lejos, oímos un bombazo que ya se habían hecho habituales en Berlín, al igual que los disparos y los gritos. Bajé mi cabeza tratando de no soltar un sollozo.

-He venido a hablar contigo… necesito de tu ayuda…

Me había enamorado de una judía, una joven que despertó en mí hasta las más intensas emociones. Estaba envuelto de ella, de su cabello, de su piel, de su sonrisa, de su luz, me pareció curioso que ninguno de mis hermanos se diera cuenta que no estaba lleno de una vida que ya no me pertenecía, le pertenecía a ella, a Alexandra. La conocí entre los embistes de la guerra, en medio de la basura, de las balas, de la sangre. Fui en su rescate tanto como ella del mío. Me distinguió de los demás alemanes temerosos, furiosos, desconcertados, asustados y de los desalmados. No todos éramos iguales, no todos éramos ciegos ni deshonestos. Alexandra y yo nos enamoramos inevitablemente, nos besamos por primera vez en algún callejón clandestino huyendo de todos, sintiendo el sabor de la pólvora en sus labios pero aun así, un almíbar celestial para este pobre mortal. No me importaron sus raíces ni las mías, sólo buscaba ramas, ramas largas para irnos por ellas hasta salir de Alemania.

Mi hermano mayor, Gerhart, era un uniformado de alto rango en el ejército y estaba moviendo hasta la piedra más ínfima para encontrarnos. Yo era una deshonra y debía pagar con sangre mi ofensa hacia la misma. Cuando su escuadra irrumpió en nuestra casa para sacarme a patadas y matarme frente a todo el vecindario para dar una lección, no dudé en escapar lanzándome por la ventana de mi cuarto que estaba en el segundo piso. Caí y no me importó el dolor punzante que sentí en mis rodillas ni los cortes de vidrio en mi cara. Corrí, corrí, llegué hasta el escondite en donde Alexandra me esperaba y de la mano nos aventuramos a salir al exterior a buscarte a ti…

-Necesito de tu ayuda… y de tu bendición- Johann me escuchó del otro lado del confesionario, viendo a través de la tela oscura su rostro contorsionado por la sorpresa y el espanto.

-¡Thomas! ¡Ya vienen!- me llamó Alexandra desde la puerta de entrada y apuré la reacción y respuesta de mi hermano. Él, elevando su mentón unos centímetros, salió del cubículo, buscó entre los bolsillos de su sotana y lanzó hacia mí las llaves de su querido Volkswagen.

-Lo quiero de vuelta cuando todo esto termine… ahora, váyanse- nos ordenó, y abrazándolo con fuerza, me despedí de él para salir de la parroquia. El vehículo estaba estacionado a pocos metros y lo abordamos con presteza. Aceleré y sin importarme atropellar a unos cuantos soldados, enfilamos hacia las afueras de la ciudad. Destino: cualquier parte menos aquí.


miércoles, 4 de diciembre de 2013

Regalos suicidas



Hoy encontré algunos regalos de navidad que me habías obsequiado en el pasado, ese pasado que me abofetea la cara cada vez que me levanto de la cama. Estaban en mi habitación, sí, en alguna parte que no vi y que ahora saltan histéricos y trepan por mis paredes como seres de otro mundo. Uno de ellos se ahorcó, otro se encendió fuego y quiso quemarse a lo bonzo. Traté de salvarlos y con el último me lastimé las manos. Me recriminé la estúpida insistencia por rescatarlos, por querer mantenerlos creyendo con eso todavía te conservo. Quizás los regalos tienen una ordenanza tuya para auto aniquilarse, para desaparecer de mi vida y así no dejar rastro alguno de tu existencia. Si será así de bestial y sanguinario, entonces me alegro mucho de que nunca me regalaras un perro o un gato. 

jueves, 7 de noviembre de 2013

De amor y otros conflictos - II



Francisco y yo surcábamos los cielos como dos aves rapaces. Él pasaba por mi lado realizando alguna maniobra temeraria y presuntuosa, y por mi parte hacía lo mismo y en lo posible mucho mejor porque no aguantaba que me venciera en las alturas. Ambos nos autodenominábamos los mejores pilotos de la Fuerza Aérea y vivíamos en constante competencia. Las nubes obesas de Punta Arenas siempre amenazaban con lluvia, pero desde la cabina de mi avión parecían algodones inofensivos que invitaban a atravesarlas. Siempre me gustó volar luego de las cinco de la tarde. El sol se escurría hacia el horizonte y sus últimos rayos refulgían testarudos atravesando el vidrio de mi cabina.

-Ya estás con tus atardeceres mamones- escuchaba a Francisco burlarse por el radio.

Él me conocía como nadie. Podía observarme sólo unos segundos para adivinar qué significaba el gesto que dibujaba en mi cara y darme justo en la herida. Bueno, yo también lo conocía muy bien. Creo que esa fue una de las cosas que me hicieron amarlo, saberlo como la palma de mi mano y que al mismo tiempo me sorprendiera tanto. Sí, me enamoré de él y aun luchando contra ese perturbador sentimiento, aun tratando de extirparlo para ponerlo bajo un microscopio y analizarlo, lo negué hasta estallar en llanto entre sus mismos brazos. Francisco me sostuvo, serio, con su ceño fruncido y manos seguras. Recuerdo que me abandoné como un niño creyendo que se desprendía la carne de mis huesos, y lo único que daba vueltas en mi cabeza era el rostro de mis padres llegando a marearme.

-Gabriel, mírame…- me pidió y yo, con mi rostro mojado en lágrimas, hice el mayor esfuerzo de mi vida por obedecerlo- Todo está bien, tranquilo.- susurró, y sumergidos en una tensa pausa me besó con cierta timidez, Mi pecho pudo explotar en ese mismo momento porque sentía mis pulmones y mi corazón tan gigantescos que no cabían entre mis costillas. No recuerdo muy bien lo que sucedió después, ni siquiera recuerdo por cuánto tiempo nos besamos, quizás fue sólo un segundo, un roce. Francisco me contó después que lo empujé con fuerza alejándolo de mí y eché a correr calle abajo como un desquiciado.

Las cosas se complicaron, nuestra relación de compañeros se complicó, lo sé, pero no podía estar lejos de él por más que lo intentara. Dejé de llamarlo debido a la vergüenza y al miedo, lo evitaba en los pasillos de la Base, cambié horarios y rutinas pero nada de eso sirvió. Comencé a necesitarlo como al aire. Fingir ante todo el mundo que sólo éramos colegas resultó ser una tortura que tuvimos que aprender a manejar, porque Francisco también cayó en ese pozo confuso. Éramos los intachables dentro de la cuarta Brigada Área y que todos se enteraran de nuestra relación, fuera de lo estrictamente profesional, sería el fin de nuestras carreras. Era cosa de ver las noticias y la reacción de ciertas instituciones al descubrir a sus subordinados en actos indecorosos para sus valores morales.

-Miren a esos huevones…- reclamaba mi superior hacia la televisión una tarde- ¿Cómo es posible que manchen así su uniforme?- en las noticias, pasaban el reportaje de unos miembros del ejército descubiertos en su condición sexual. Los comentarios continuaron.

-Esos maricones no tienen vergüenza- dijo uno que reconocí de la otra escuadra. Sonreí irónicamente ante su descaro. Él hablando de maricones cuando todos sabían que cagaba a su mujer con otra. Me mordí la lengua para no lanzar algún improperio. Francisco estaba cerca de mí con los brazos cruzados contra el pecho. Serio. Noté su mirada fija en mí pero evité volverme hacia él o me vendría abajo.

-¿Qué te parece esta mierda, Martínez? ¡Hasta qué punto hemos llegado!- me preguntó otro compañero. Yo sentí que la garganta se me secó de un chasquido. Traté de verme lo más tranquilo e indiferente ante su mirada expectante aunque bajo mi uniforme de vuelo, sudaba como un cerdo. El miedo me superó.

-Deberían echarlos cagando a todos- dije por caer bien y poco después de callar, el sonido de la puerta cerrándose a mis espaldas me advirtió que Francisco había salido. Me excusé con alguna mentira, salí de la oficina y fui tras él sin encontrarlo en lo inmediato. No supe qué miedo fue peor, el ser descubierto o el perderlo. Cuando lo vi, a mitad de camino hacia el estacionamiento, lo detuve del brazo. Francisco se zafó de mi mano con brusquedad.

-¿”Deberían echarlos cagando a todos”? ¿Es una broma?

-No supe qué responder…

-¡Si no sabes qué decir, entonces cierra el hocico!- refutó y me empujó provocando que con mi espalda golpeara otro auto cercano. La alarma lanzó un breve sonido. Siguió caminando hasta llegar a su vehículo introduciendo la llave en el seguro para abrirlo.

-¿Y qué esperabas que dijera? ¿Ah? ¿Que los apoyo cuando tú mismo escuchaste que hasta el jefe no los tolera? ¡Se hubiera provocado una discusión desagradable…! - Francisco me miraba con ojos agudos como estiletes, sentí que me había perforado la cabeza. Dejó la puerta abierta y se acercó un par de pasos hacia mí.

-¿Qué esperaba que dijeras? Te recuerdo, Gabriel, que te enamoraste de un huevón, de mí… esperaba que dijeras cualquier cosa menos esa mierda.- habiendo dicho eso, giró sobre sus talones, abordó el auto y se fue sin que pudiera articular una sola palabra para detenerlo.

Luego de esa discusión, nuestra primera discusión después del primer beso, porque antes de eso discutíamos por todo, fui hasta su departamento con la cabeza revuelta y el corazón dolorido. Golpeé dos veces la puerta y al abrir nos quedamos mirando sin decirnos nada. No sé qué cara de culo habría tenido o qué ojos enrojecidos llevaba en mis cuencas, porque Francisco a los pocos segundos me instó a acercarme a él y me abrazó fuerte, ahí mismo en el umbral. Nos recostamos en su sofá y me acariciaba el cabello sintiendo que también acariciaba mis pensamientos. Juro que para mí cada roce que proviniera de él era capaz de sanarme hasta las quemaduras en la piel.

Hicimos el amor por primera vez esa noche, con fervor e impaciencia, a manotazos, a mordiscos, y en cada fricción, en cada beso depositado en nuestras bocas, el mundo carecía más y más de sentido, de tiempo, de espacio. Nos envolvíamos los cuerpos restando todo vacío posible entre nuestros ángulos. Yo me refugiaba en sus espacios, él seguía mis líneas aprendiéndome de memoria. Le pedí perdón por ser tan condenadamente cobarde mientras mordía mi cuello susurrándome que todo estaría bien. Quise convencerme de ello, quise hacer de sus palabras un argumento propio estrechándolo vigorosamente contra mi pecho. Nos dormidos sumergidos entre las sábanas respirando con la misma cadencia y tranquilidad, sintiendo que las horas eran prácticamente segundos derramados por el suelo, como nuestros uniformes desde donde las medallas soltaban destellos.

viernes, 25 de octubre de 2013

Mal olor


Vi como caía un compañero en la esquina, luego otro en el parque, otro cerca del quiosco de la señora amable que nos da frituras y otros dos en la banca donde dormía el señor con olor a uva rancia. Tuve miedo. No sabía qué estaba sucediendo. Retrocedí porque mi instinto me gritaba a los oídos que me fuera. Un frío muy extraño me recorrió todo el lomo. Las piedrecillas bajo mis patas se volvieron pequeñas agujas y a cierta distancia vi a una niña que me miraba con pena y horror. Vete, sálvate, le escuché decirme claramente y creí que me había vuelto loco. Con toda la fuerza que me quedaba corrí lejos. Los humanos son malos, me dije, y traté de esquivarlos.

Cerca de la calle de los pescados, así la identifico yo porque huele a pescado, dejé de correr y sentí una sed horrible. Tomé agua desde un charco en la vereda y refresqué mi lengua percibiendo el sabor a tierra. Un gemido salió de mi hocico sin planearlo, el olor a muerte seguía flotando en el aire y traté de distraer mi nariz con otro compañero que no conocía. Olía a pelo mojado.

-No vayas al parque- le dije- los humanos huelen a lodo podrido.

-Mala señal- contestó, mientras se rascaba tras la oreja.

-Será mejor que avises a los que puedas y estén alerta. No somos bienvenidos y nos están matando a todos- el compañero se fue y una señora me echó de donde estaba a escobazos. Caminé entre los puestos de comida y la panza me gruñó fuerte. El susto me había hecho olvidar por un rato el hambre que siempre me acompaña. 

De pronto, una voz que me pareció familiar me hizo levantar las orejas. Toma, come, escuché. Era la niña que vi en el parque. Tenía un trozo de masa con carne y no quise acércame. Ella al parecer entendió y arrojó la comida al suelo. El hambre me hizo dejar a un lado mi orgullo y comí. Era salado, ligeramente metálico y blando. No me tengas miedo, dijo y volví a pensar que me había vuelto loco. Quiso tocarme, pero no la dejé. En toda mi existencia, jamás he dejado que un humano me toque. Le di la espalda y me fui camino a la calle de las frutas. La acidez de la muerte seguía en el aire.



Dedicado a la matanza de perros callejeros en San Joaquín, Santiago, 2008.

jueves, 24 de octubre de 2013

Piedras en el camino



A ciento veinte kilómetros por hora… ¿Por qué llevaba tanta prisa? ¿Hacia dónde iba? ¿Por qué discutíamos con Andrea? ¿De dónde salió la piedra? ¿Dejaré de escuchar en algún momento ese escándalo de vidrios y huesos rotos que por las noches me despierta? ¿Qué hice yo luego? No lo recuerdo. Sólo luces, frío, abandono, miedo y rabia. Su voz ronca a mi lado enmudeció la mía, sus labios entreabiertos liberaban suspiros de agonía que me sonaban a gritos, el parabrisas estaba despedazado y una piedra ensangrentada yacía en el piso del auto. Dolor, sólo dolor.

Después de esa noche creo que morí un poco. Personas me hablaban pero mis oídos estaban inundados de lágrimas porque sólo escuchaba murmullo de agua. Un canal desembocándome justo en el corazón. Las autoridades me preguntaban mierdas que no sabía contestar, pero ellos insistían en que sí, ¿acaso me había vuelto transparente y veían respuestas ocultas? ¡No sabía nada, maldita sea! Poco a poco fue disipándose la niebla en mi mente y desde un espacio vacío en el que estaba, me vi de repente en la autopista, en algún kilómetro determinado, a poca distancia de un paso nivel.

-Alguien lanzó una piedra a su vehículo desde la altura, señor- me informó un oficial mientras los paramédicos se llevaban a mi esposa con el cráneo destrozado. Creo que caí de rodillas porque cada vez que evoco ese momento, viene acompañado de un breve dolor en mis rótulas. La prensa no tardó en llegar y cuando vi mi rostro por la pantalla balbuceando sobre lo ocurrido esa noche, supe de inmediato cómo me vería a los ochenta años. Mi piel se había roto tal cual lo hizo el vidrio de mi auto.

Fuimos noticia por toda una semana. En mi casa la gente iba y venía, las palmadas en mi espalda me tenían la piel enrojecida y mi perro me seguía para todos lados. Yo caminaba perdido, por primera vez solo desde que la había conocido. Andrea fue internada de urgencia y con su coma se llevó nuestras conversaciones al limbo durante semanas. Las fotografías de nuestra boda celebrada el año pasado, me miraban desde las paredes como ventanas a un universo paralelo. Sintiéndome microscópico, me refugié en la clínica esperando noticias como un lobo hambriento. Merodeé tantas veces sus pasillos que parecía un enfermo siquiátrico. Flaco y extraviado.  

-Vete a casa un rato, hijo. Cualquier cosa que sepa, te llamo- decía mi madre, preocupada por los círculos oscuros alrededor de mis ojos.
-Quiero estar aquí cuando despierte- me negaba, terco hasta el final.

Andrea despertó un sábado por la tarde y yo estaba a su lado, con su mano lánguida entrelazada con la mía. Llovía afuera y hacía frío. Fui tan feliz que lloré entre los brazos de una de las enfermeras de turno. Me acerqué a mi esposa y ella me miró perdida hasta que fijó lentamente sus ojos castaños en mí. La saludé y mordí mis ganas de llenarla de besos. Su cabeza estaba sumergida en vendajes y algodones que aumentaban el doble su tamaño. Sin embargo, las semanas siguientes de nula reacción se transformaron en meses. Las noticias en la televisión habían cambiado. Creo que sucedieron las eliminatorias para el Mundial, una elección Municipal, bajó el precio del dólar, subió la bencina… no estoy muy seguro. Lo único que tenía en la cabeza era que el doctor me había pedido fuerza ante la posibilidad de que mi esposa no volviera jamás.

Por otro lado, mi abogado me hablaba de burocracias asquerosas, trámites, demandas y papeleos que no estaba en condiciones de llevar a cabo. Mi cabeza se había vaciado de todo tipo de pensamiento fuera de la clínica. Creo que me dijo que el responsable había sido un chico de catorce años, menor de edad y por tanto, inimputable. La impotencia que me invadió mantuvo mis lágrimas a raya y calientes como la lava. ¿Cómo era posible que cosas así ocurrieran sin culpa alguna? ¿Qué mierda quería lograr ese pendejo? ¿Dónde estaba Dios que no detuvo esa roca? ¿Dónde está Dios que no lo condena? ¿Dónde está? Apreté mis dientes y me encerré en la habitación con Andrea. Lugar que se había vuelto mi hogar.

Celebré el Año Nuevo con mi cabeza apoyada en el regazo de ella. El verano fue un sol pasajero por la ventana y las hojas del otoño me saludaron en su corto viaje hasta el pavimento. No fue sino hasta su cumpleaños a mitad del invierno que Andrea volvió a abrir los ojos y movió un poco sus labios, como si quisiera comunicarme algo. Para mí fue un acontecimiento tal que vomité en el baño de la emoción. Acerqué mi oído a su boca, deseoso de escuchar su voz otra vez. Esperé ansioso casi una hora, la miré de frente adivinando su expresión. Leí su ceño, las líneas de sus facciones, la luz en su mirada. Fue inevitable. Habló lento, entrecortado, bajo y desafinado, pero aún así, le entendí bien y solté el llanto.

-Eres joven… Vive por ti… vive por mí. Te amo…- y después de eso, sólo silencio.

jueves, 3 de octubre de 2013

Wrong answer



Looks like I’m gonna do everything myself, maybe I could use some help but hell, if you want something done right, you gotta do it yourself…

La canción resonaba en sus tímpanos como una arenga elevada por sus pulsaciones. Mientras giraba la velocidad con su mano duramente empuñaba, su motocicleta Ducati Diavel rugía en la oscuridad cual pantera en cacería. Francisca se internó en la ciudad cortando el viento, la niebla de invierno la escondía de los cuervos sintiéndose libre y a la vez protegida por un velo natural. Cegada por la rabia y la impotencia, dobló en una curva cerrada sin disminuir su carrera. Patinó un segundo sobre el asfalto pero logró controlar la máquina a tiempo. La canción seguía con las patadas en sus tímpanos volviéndola imprudente.

Las calles de Santiago estaban húmedas, una suave capa de rocío brillaba a la luz de los postes y a lo lejos, la torre Entel parecía un periscopio vigilante y siniestro. Francisca ni sentía el frío reinante, su sangre se había vuelto de mercurio y sin darse cuenta, su respiración- normalmente suave- en ásperos gruñidos. La doblar desde José María Caro hacia Purísima, los adoquines de esa calle antigua hicieron vibrar su motocicleta. La joven se detuvo a media cuadra y desmontó de un salto. Sus piernas temblaban, sus huesos parecían de repente hechos de algodón egipcio. Sin quitarse el casco, volteó su cabeza hacia la parte trasera de su vehículo para comprobar que todavía tiraba de ese bulto al cual miraba con asco. Caminó hacia él escuchándose los tacones de sus botas golpear el asfalto como balazos. Un hombre gemía dolorido y sangrante, agradecido de que ese trayecto del infierno al fin hubiera tenido pausa. La cadena que lo apretaba por la altura del torso le impedía respirar profundamente.

Francisca sentía que no cabía en su chaqueta de cuero. Tenía los pulmones tan inflados de ira que bien podía irse flotando a la deriva en cualquier minuto. Se acercó al hombre y lo tomó por las solapas de su camisa hecha jirones. Lo miró de cerca provocando que él viera su propio reflejo en el visor del casco y lo empañara con su aliento. Era tanto lo que la joven tenía que decirle que las palabras se acumulaban tras sus dientes. No pudo traducir sus pensamientos ni mucho menos sus puteadas a un castellano entendible. Tragó saliva reparando que no servía de nada, tenía la boca seca.

-Así que te dejaron en libertad por falta de méritos- habló ella por fin.

-El juez… es… el que decide- dijo el hombre con extrema dificultad.

-Y yo decido hacer justicia real, ¿o te arrepientes de haberle robado la inocencia a mi pequeña?- el aludido no hizo más que mirarla con displicencia y escupir saliva sanguinolenta hacia el visor de su casco. Francisca se incorporó despacio y limpió el desprecio con el puño de su chaqueta.-Respuesta equivocada- y bajo un desplante felino, volvió a montar su motocicleta y derrapó cerca de la cara de su víctima para seguir recorriendo los barrios de Santiago, tirando de ese bulto que gritaba de vez en cuando.

lunes, 30 de septiembre de 2013

El que habla, habla, habla...


La verborrea se contagia así que he decidido ponerme en cuarentena por el bien de los que me rodean. Las palabras salen de mi boca como agua de una cascada, no hay represa, no hay ni sacos de arena para detener su flujo y arrasan con todo. Me miro al espejo y veo cómo el hablar me ha creado más arrugas en el rostro hasta pintarme el pelo. Cuando solía escribir por lo menos lo hacía en silencio sin perturbar a nadie, sin atropellar con impulsos de pendejo y me mantenía joven, incluso divertido. Me he perdido de buenas historias, de saludos cordiales, de argumentos válidos por no dejar de hablar. Me he perdido de la serenidad de mi apartamento mientras pregunto porqué me he convertido en un viejo odioso, en un huevón que sólo sabe de monólogos. Muchos ya prefieren evitarme, como mi mujer por ejemplo, grité su nombre para que me hiciera compañía y ni siquiera me ha respondido. Aunque me parece que se marchó, creo que algo dijo sobre abandonarme pero la interrumpí antes de escuchar un portazo.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Jinrikisha





Mi nombre es Tai, que significa sublime, divino, poderoso… sin embargo jamás me sentí de esa forma sino hasta tenerla cerca, al alcance de un roce. Al verla en compañía de ese soldado americano, riendo, coqueteando, murmurándose intimidades al oído, no pude más que bajar la mirada y apretar mis dientes con impotencia. Un dolor cansino y muy conocido se adueñó de cada parte de mi cuerpo haciéndome temblar. No tenía derecho alguno de ponerme así, lo sabía, después de todo qué tenía yo para ofrecerle a ella si al mirarme los pies sucios y descalzos la realidad me abofeteó la cara devolviéndome a mi lugar.  

Ambos subieron a mi humilde transporte de dos ruedas con el cual me ganaba la vida como un caballo. Ninguno volteó hacia mí para hacerme saber que existía, tal vez no y eso explicaría muchas cosas. El americano me balbuceó algunas palabras en su jerga sucia y metió unos dólares en el bolsillo flojo de mi camisa. Llevé mis ojos de viejo hacia la pareja sin poder evitar posarlos unos segundos en ella. Mi cabeza dio vueltas de manera vertiginosa, como si un tornado me hubiera cogido a la fuerza por el pescuezo y me hiciera retroceder en el tiempo quince años atrás, cuando la vi por primera vez siendo apenas unos niños… cuando la vida era mucho más sencilla en ese pequeño pueblo pesquero que era Yokohama.

Su nombre era Hikari, y como luz que significaba ella era puro resplandor. Su rostro parecía lavado por siglos y siglos de llantos de luna, su boca prevalecía como una flor erótica perfumando mis sentidos y al sonreír, con gloriosa propiedad, pude darme cuenta que en la tierra sí habitaban seres celestiales, que sí se mezclan entre los pecadores y nos cambian la vida. Tomé los sujetadores del carro uno a uno más para afirmarme al mundo que otra cosa, me incorporé sintiendo el peso de la pareja más ligero que el de mi alma y comencé a caminar, primero derrotado, tirando de mi mala fortuna, para luego ir más rápido siguiendo el ritmo de mis latidos.

Había conocido a Hikari en un barrio humilde, donde una pedregosa avenida albergaba decenas de desvencijadas viviendas de pescadores. Entre esas redes pestilentes y vapores de cocina que condensaban el aire, la vi una mañana, sentada en la tierra jugando con piedras. A mis cortos diez años de vida sentí el indomable deseo de protegerla, de defenderla, de desmontar ahí mismo mi bicicleta y abrazarla. No sé cuánto tiempo me quedé paralizado, sin poder mover una sola extremidad de mi desnutrido cuerpo hasta que el zarandeo de mi padre me hizo aterrizar desde las nubes. ¿Qué pasa contigo, muchacho?, me ladró sin tomarle atención alguna. Después de aquel día, llegaba tarde a casa cada vez que salía a los mandados. Me quedaba a una distancia prudente mirando a esa niña de manos delicadas y cabello liso como lienzos. No quería intervenir en sus juegos solitarios de pura vergüenza. A pesar de su vestido desteñido parecía hija de un rey y eso me intimidaba, me mantenía al margen dolorosamente.

-¡Hikari! ¡Ven a aquí!- la llamó quien parecía ser su madre. Ella corrió al llamado y fue tomada del brazo con más brusquedad de la que hubiera deseado presenciar. Eso volvió mi sangre de arena.

Durante las noches repetía su nombre iluminando mi diminuto cuarto, imaginando compartir con ella, sentir su completa curiosidad en mí y sólo en mí. Una tarde, mientras pedaleaba camino a mi casa, la encontré a un costado del camino y me saludó. Aquello logró superar el sonido del oleaje en mis oídos. Comenzó a hablarme, así sin más. Me robó un trozo de mi entereza sólo escuchar su voz llena de matices. Mi corazón se deshizo al extremo de hacerme perder el equilibrio. Nos hicimos amigos tan rápido y con tal convicción que me sentí dueño de los rayos. Hubiera dado la vida por ella, de eso estoy seguro.

Corríamos por las laberínticas calles de Yokohama de la mano como si fuéramos los amos de todo a nuestro alrededor. Los pescadores nos veían al amanecer espantando a las aves posadas en la escasa playa y nos sonreían con sus bocas desdentadas. Nunca fui más feliz que en esos maravillosos días de verano. No obstante, una mañana, la casa de Hikari estaba vacía. Llamé a su puerta como había hecho mi costumbre pero nadie salió. Me quedé allí por horas hasta que una señora me dijo que se habían largado. Mis oídos no quisieron escucharlo ni mi cabeza aceptarlo, por lo que volví al día siguiente, luego al siguiente y así durante todo un año tenazmente. De nada sirvió. Ella se había ido y dejado a un niño con el corazón tan herido como el de un amante antiguo.

Recuerdo que enfermé de amor. No comía, no atendía, no sonreía al punto de atrofiarse algunos músculos de mi cara angulosa. Mi madre trató de sanarme a punta de medicinas y sahumerios que una anciana del barrio hacía con total efectividad. Nada de eso resultó. Mi pecho sangraba por dentro, nadie lo entendía, nadie lo sabía. El tiempo pasó, las semanas arañaban el año y tuve que levantarme de a pedazos porque una voz en mi interior me ordenaba como un sargento: Levántate, ahora, me gritaba y contra todas mis ganas salí a la vida a dar la cara. Con mi origen humilde seguir mis sueños era un lujo el cual no podía darme, tenía que lucrar de alguna manera y llevar dinero a casa. Dejé los estudios a temprana edad, trabajé en todo lo que rindieran mis manos hasta que al pasar del tiempo pude ahorrar para comprarme un carro. Tiré de él desde los veinte años. Trasladando turistas y gente rica por caminos que me herían los pies y el orgullo. 

Ahora, llevar al amor de mi vida con un idiota occidental me hizo sentir un animal. Apuré mis pasos llegando a correr, como si quisiera escapar de ellos pero resultaba estúpido e inútil. Hikari se había vuelto una geisha hermosa, una figura tan inalcanzable y majestuosa que quise vomitar mi pobreza. Escuché a mis espaldas un par de besos del soldado que provocó la erupción de mi rabia. Ni siquiera tenía cuidado con los baches, yo sólo corría sin pensar. De pronto, el tipo me graznó algo que supuse era una orden de detenerme. Obedecí, él descendió unos segundos caminando hacia un pequeño negocio para comprar alguna mierda y yo, como poseído por el demonio, aproveché ese precioso instante para plantar nuevamente la carrera con Hikari sola en el carro. Escuché su hermosa voz pidiéndome explicaciones sobre qué carajos estaba haciendo. No contesté, sólo escapaba. Mi agilidad y conocimiento de las calles de Yokohama me convirtieron en un bólido, no sentía el dolor de mis callosidades, ni el choque de algunos descuidados que pasaba a llevar. Giré en una esquina concurrida y me perdí entre la gente tan exitosamente que pensé haber desaparecido. Al frenar a merced del puerto, el aire marino me devolvió la compostura y sentí la falta de aliento y el cansancio como un garrotazo en todo el cuerpo. Temblaba, resoplaba, sudaba y lloraba. Hikari, tras su perfecto maquillaje, me miraba con el ceño fruncido sin entender absolutamente nada. Sin embargo, su expresión fue cediendo de a poco al reconocerme a la luz de los faroles.

-¿Tai?- preguntó, entrecortado. Yo sólo me clave en su mirada de pupilas audaces.- ¿Eres tú?

-Hola, Hikari- respondí, deseando estar tan pulcro como ella.

-Pero… ¿Por qué no dijiste nada antes?

-¿Saludarías al sujeto del Jinrikisha?- dije yo, señalando mi carro y aludiendo a mi aspecto. Ella no dijo nada, sólo me miró con una luz diferente, como si miles de palabras se amontonaran contra sus labios sin saber cómo darles el paso.

-Te he extrañado- me confesó.

-Y yo amado- solté sin medir consecuencias. Hikari abrió más sus ojos, no de sorpresa ante mi revelación sino ante mi agresiva honestidad. – Te veo bien, acompañada de occidentales con poder.


-Tú no entiendes- me dijo, sonando ofendida y triste. Me arrepentí de inmediato de lo dicho. Maldito mortal tan imperfecto. Quise tocar su rostro, oler su cabello, sentir su respiración. Me aproximé un paso, reduciendo la distancia infame que nos separaba y tomé una de sus manos suavemente. Hikari dejó entrever lágrimas subversivas al delineado. Me observó unos instantes que me parecieron tan breves como un latido y sonrió. El tiempo sin vernos se había quemado por entero. De repente, unos pasos estrepitosos nos alertaron. Era el soldado acompañado por dos camaradas con la misma vestimenta. Gritó, me apuntó con su brazo estirado y fueron en mi caza como tres perros rabiosos. - ¡Vete, Tai! ¡Ahora!- yo me negué, Hikari me empujó. Sentí mis músculos tensarse listos para la pelea pero ella, me cogió de la solapa de mi camisa andrajosa un segundo haciendo una pausa. – También te he amado. Por favor, vete- me dijo y mi estómago se fue a vivir a mi espalda. Como provisto de alas de Ícaro, antes que llegaran los americanos, volé hacia la orilla del muelle y me lancé al agua de cabeza. El agua salada me hizo doler los pies, pero el de mi alma no se le comparaba. Juré buscarla para amarla lejos sin represalias

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Avanzar




Cuando dio su opinión en aquel debate sin sentido supo que la había cagado de entrada. Si bien sabía las técnicas para no pelear al discutir, Amparo no pudo controlar esa mezcla de hastío con aguda tristeza creciente en su pecho. ¿Cómo era posible que el pasado venciera al presente de un sólo chasquido? ¿Que ese tipo de diferencias hicieran mella en las miradas amigas volviéndolas de acero? Estaba aburrida de esas conversaciones basadas en políticas setenteras, errores de hombres cegados y la mierda de un país que no conoció porque aún ni la habían gestado. Dejó el vaso de ron con coca cola sobre la mesa, apagó el resto de su cigarrillo con total elegancia y se incorporó para no seguir escuchando huevadas.

-¡No puedo creer que pienses así! ¿Y te llamas a ti misma artista?- le gritó su amigo antes de que saliera del bar. Quiso voltear para gritarle un par de puteadas pero prefirió alzar el mentón y salir a la agradable brisa de la noche veraniega.


Estaba cansada de etiquetas que ni siquiera entendía. Sólo había opinado, nada más. Estaba harta de vivir protestas en Santiago, ciudad la cual ya tenía heridas supurantes por descontentos actuales como para además insistir en abrir viejas cicatrices. Amparo tenía veinticinco años de edad, para el tema específico que discutían los jóvenes de su generación ni existían todavía. ¿Para qué seguir ese círculo vicioso? ¿Para qué alimentarse de influencias, de ideales prestados? Quería avanzar, quería pelear cosas de su propia época, luchar por la escasez del agua, los incendios forestales, la delincuencia, la perversión sexual y los malditos hijos de puta que roban con corbata. ¿Hablar del pasado cuando debo prestar atención a mi presente? Váyanse a la mierda, pensó ella. Volver a ese bar significaba retroceder, fomentar esas pelotudeces resentidas que no hacen más que anclar los barcos en la bahía o engrapar el sol al horizonte. Prefirió avanzar, subirse a un taxi en la Alameda y pintar alguna idea en su departamento de cuarenta metros cuadrados. No era mucho, pero se había esforzado por él y era suyo. 

martes, 3 de septiembre de 2013

Esencia


Hay palabras que vuelan por la vida, incluso en tu diaria rutina y se estrellan contra ti como una gigantesca señalética de tránsito. Esas palabras te penetran por los poros ocupando tu garganta, tu torrente sanguíneo y aceleran tu corazón sedado de conformismo. Te sumerges en trabajo, en horarios, en responsabilidades renunciando a esa esencia salvaje que todos llevamos dentro, esa que nadie puede gobernar mucho menos doblegar. Aquellas palabras las vi rayadas frente a mí en un autobús rumbo a la oficina. Me dejaron ensimismada, cabreada, mirando al tiempo pasar por la ventana con sus minutos preciosos arrastrados igual que tarros, viendo a la gente caminar a un ritmo, de un mismo gesto y de un mismo color confundiéndose con el impreciso tono que vive entremedio de la primavera y el invierno. Sin ser ni de aquí, ni de allá no entendemos que somos de acá, del centro del pecho, en donde reside todo lo que es bueno, todo lo que es puro y sin musgos. Hoy mi viaje en autobús tuvo mucho más sentido y aunque llegué atrasada de mi boca no salió ni una puteada.

lunes, 12 de agosto de 2013

Fuga



Había dejado las ventanas abiertas y algunas fotos de su muralla habían escapado. Tanto que las trató de retener allí, orgullosas, brillantes, fieles, que en un solo descuido se filtraron fuera de su vida como agua en un canal. Tal vez se sentían prisioneras, tal vez no eran felices inmortalizando momentos pasados y decidieron emprender su rumbo hacia otros mucho más importantes, más significativos. La joven miró los espacios vacíos que quedaron en su muro un buen rato sintiéndolos como agujeros en su propio pecho. Sintió frío, sintió un hielo muy similar al del sol de agosto sobre su cabeza y se abrigó con un suéter color invierno. Se preguntó si alguna vez esas fotografías volverían a ella, si encontrarían el camino de regreso… sin embargo, una nueva pregunta le disparó en la sien esparciendo sus convicciones por la habitación, ¿Quería realmente que volvieran? - La respuesta negativa que brotó de sus entrañas, la llevó a levantar el mentón, comprar cuadros de Guns N Roses y colgarlos como sustitutos. Juntó las ventanas sin olvidar cerrarlas por dentro.

miércoles, 24 de julio de 2013

Festejo



Tenía la fuerza de muchas mujeres en una mirada. Sus pechos eran firmes y prueba fidedigna de que no era necesario el metal para una armadura perfecta. Había luchado, bajado la guardia y vuelto a alzarla. Había practicado el sexo con y sin amor aprendiendo que el corazón es el principal músculo a involucrar. Las caricias eran mucho más tersas y elocuentes en una piel deseada, el cansancio se sacudía mejor durmiendo sobre un pecho amado. Había permitido que el placer banal inundara sus ojos volviéndola ciega, engañada, una genio encerrada en una botella reforzada. Suficiente de tanta mierda, suficiente de llenar las venas de responsabilidad y culpas cuando la felicidad reside en los impulsos naturales, en el verdadero anhelo que muere con la infancia. 
Era joven, era hermosa, era amiga, madre, hija y no la esponja de reproche y semen que rebota entre paredes.  
Adiós para aquellos malditos, debía marcharse. Llegaba tarde a la fiesta de bienvenida a su vida desde ahora en adelante.

lunes, 22 de julio de 2013

Déjame ir


Sólo tenía empacados su cepillo de dientes y un par de jeans en esa maleta de ilusiones. Con su guitarra colgando de su hombro, la joven dio un último vistazo a su departamento tipo estudio antes de dejarlo. Sólo dos años vivió allí pero sintió que había pasado la mitad de su existencia en él y una sensación de nostalgia le mordió el pecho. Miró hacia uno de sus muros sonriendo de medio lado. Semi desnudo, todavía tenía pegadas algunas fotografías que había tomado tanto de la ciudad como de su gente, sus amigos, su familia, esa persona especial. No quiso retirarlas, representaban una fracción de su alma y como migajas de pan las dejó para encontrar el camino de regreso.

El taxi tardó muy poco hasta el aeropuerto. La joven descendió del vehículo y respiró hondo la mezcla de aire puro y contaminado. Una ligera lágrima se derramó por su mejilla. Sintió pena al recordar que un Adiós quedó pendiente, que un Adiós quedó enredado en unos labios amados y un Cuídate murió entre brazos ausentes; pero nada qué hacer. No todos amaban de la misma manera. Alzó el mentón, distribuyó mejor el peso de sus decisiones y casi empujando su cuerpo cruzó la mampara de vidrio hacia la sala de embarque.

Recordó los momentos amargos, los llantos vertidos y sus cantos sin emoción como una forma de fustigarse y seguir avanzando. Tenía que largarse, tenía que mandarse a sí misma lejos y reencontrar las raíces de su esencia sin irse por las ramas. Debía apretar los dientes y mientras dejar sus objetos de metal en el canasto para cruzar el registro de rutina. Sin problema alguno, recibió sus pertenencias de vuelta, cogió su guitarra desde la huincha y se dispuso a caminar cuando escuchó su nombre a sus espaldas. Era él, aquella persona que dejó prendida en el muro semidesnudo de su departamento. Verlo allí la llevó a fruncir el entrecejo. ¿Había algo más por decir? ¿Había más dolor que infringir? ¿Quedaba algún golpe escondido bajo su manga?

-¡No te vayas! ¡Te amo!- gritó él sorteando la seguridad con más torpeza que destreza. Sin embargo, al cruzar el umbral sonó una bulliciosa alarma y los guardias lo detuvieron a viva fuerza frenando su intención. La joven al ver la escena, sonrió con ironía.

-Ya ves. Un corazón duro y frío como el tuyo suele sonar en el detector de metales- dijo, impasible, y siguió su camino ignorando las promesas vacías de una voz sin identidad para ella.

jueves, 4 de julio de 2013

Fue por tu sonrisa...


Mientras muevo la fotografía en el líquido revelador mi mente viaja hasta tu rostro estrellándome en sus detalles. Caigo irremediablemente en los abismos de tus facciones y el recuerdo tridimensional de tu boca me detiene la sangre. Fue por tu sonrisa que empecé a ver el mundo a través de una lente. Fue tu sonrisa la que me distrajo de todo paisaje y pensar que los colores ya no son suficientes. Me convertí en una trapecista de tus labios sin red de seguridad, una extraviada en la blancura de tus dientes quedando encandilada, cegada en ese resplandor de ángel caído. La comisura de tus labios guarda mis tentaciones bajo llave, cuando se elevan, empequeñecen tus ojos y encumbran mi anhelo de aferrarme a ellos como un naufrago.

Recordé la vida corriendo tranquila esa tarde en el litoral central, donde las gaviotas dejaban que las lamidas del mar le extendieran la cena al tiempo que la vela gigante del sol se apagaba en el horizonte. El cielo estaba rasgado de cicatrices sangrantes y el sonido del oleaje parecían sollozos. Mi cámara colgaba de mi cuello y aburrida de retratar manoseados ocasos, buscaba una inspiración mayor, algo diferente. Reía con mis amigos de panza en la arena, fumando y dejando que el humo se salara con la brisa permanente. En uno de los celulares sonaba la guitarra eléctrica de una banda que me gustaba y tarareé un par de líneas cuando por la orilla de la playa apareciste tú. Ibas con tu perro, soltaste su correa y éste fue directo al agua a espantar a las aves. Sonreíste y fue ahí donde la arena para mí se volvió espuma. Manejada por una fuerza superior llevé mi cámara al rostro y te enfoqué  a distancia. Me viste, noté el rubor en tus mejillas y miles de mariposas en llamas revolotearon en mis entrañas. Valiente, me puse de pie y fui a encararte, a reclamarte con qué derecho habías tocado así mi corazón y por qué mierda tenías la sonrisa más bella que había visto. Esa tarde tomé mi más perfecta fotografía y ahora, con tus brazos rodeándome la cintura y tu respiración en mi cuello, no me canso de fotografiarte ni de preguntarte lo mismo. 


martes, 25 de junio de 2013

Escape al verdadero dolor


La odiaba. La odiaba porque había logrado desnudarlo, vulnerarlo, exponerlo como nadie. Esa mirada asesina suya entraba por la cuenca de sus ojos hasta su cerebro ocupando cada rincón, cada ángulo de ese laberinto de desvaríos. Sí, la odiaba porque besaba exquisito, porque lo mordía en ese punto irreverente donde se rompía todo tipo de límites y se elevaban las pulsaciones hasta provocar un caos cardiaco. Ahora el frío aumentaba y las sábanas de su cama vacía la hacían parecer un mar muerto. El joven cogió su vieja patineta y se largó calle abajo rogando encontrar un bache en el asfalto y romperse algún hueso. Cualquier dolor físico sería bienvenido para aminorar el invisible que atenazaba el de su pecho… su maldito pecho que por lo amplio recibía todo balazo.

Se detuvo en alguna parte de esa ciudad sin dueño. Alguien le habló muy de cerca pero no escuchó, alguien lo intimidó pero no respondió,  alguien lo empujó con fuerza arrojándolo al suelo mojado por la lluvia pero ni siquiera se defendió. Recibió una que otra patada que agradeció, es más, los invitaba a seguir con un ademán de su mano. Su billetera, su reloj y su patineta desaparecieron en una loca carrera de hienas, pero aún así, derribado bajo una lluvia que recomenzaba, el joven sonrió ligeramente tras sus frescas heridas. Por lo menos esos nuevos dolores lo distrajeron del más grande que era saber que realmente no la odiaba para nada.

lunes, 17 de junio de 2013

Who cares



¿Quién le importa si haces algo bueno, algo malo, algo sin importancia o algo relevante? ¿A quién le importa si vas o vienes, si llegas o te vas? ¿A quién le importa si te caes en la calle o te roban al pasar? ¿A quién le importa si lloras en la vereda mientras llueve en la ciudad? ¿A quién le importa si sonríes de mentira o lo haces de verdad? ¿A quién le importa si crees en Dios, o crees que es pura invención? ¿A quién le importa si te ahogas con un trozo de carne o te tiras de un puente colgante? ¿A quién le importa si huyes de alguien o persigues algo? ¿A quién le importa si sientes tristeza o felicidad en el alma? ¿A quién le importa si te dañas o te dañan? ¿A quién le importa tu sangre brotando de una herida o un hueso roto saliendo de tu piel? ¿A quién le importa que no puedas lograr un sueño? ¿A quién le importa que por las noches te cagues de miedo? ¿A quién le importa que putees la injusticia o cometas un delito? ¿A quién le importa si amas u odias? ¿A quién le importa que tu almohada esté mojada por las lágrimas? ¿A quién le importa que algo te importe? ¿A quién le importa que leas esto? ¿A quién puta le importa que escriba esto?

viernes, 14 de junio de 2013

Proyecto - Praga 1920





Después de haber luchado por tanto tiempo, la joven se echó a llorar desgarradamente. Fue como transitar por calles desiertas, sin direcciones ni señales, sin algo concreto, mundano o realista que le plantara los pies sobre la tierra más allá de sus propios ideales. Creer en algo resultaba sencillo, mantenerlo era lo realmente complicado y eso la flagelaba dejando sus pensamientos en carne viva. Aún así, ella porfiaba, perseveraba, rescribía el destino a puño y letra de su convicción, sin importarle reprimendas o estúpidas descalificaciones.

En la frialdad de su celda, podía sentir el sabor fuerte y metálico de la sangre en su garganta, recordándole severamente lo que significaba estar viva, gozando de una nueva bocanada de aire en sus pulmones, de un nuevo latido en su apasionado corazón. La humedad le masticaba los huesos creyendo que ésa era su verdadera enemiga. Temblaba con violencia, maldecía a regañadientes, sentía la viscosidad de los fluidos de sus opresores entre las piernas luego de una terrible sesión de sometimiento. Sin embargo, no gritó. Ni siquiera supo cuánto tiempo jugaron con ella como si fuese una muñeca de trapo, manoseándola, penetrándola, rezándole palabras indecorosas al oído hiriendo más que los mismos golpes en su rostro. Pudo mantener los ojos abiertos, irreverentes, valientes, hasta burlones… y aquello logró ofenderlos directamente, sin tener la necesidad de abrir su boca.

La muchacha, sonriendo de manera frívola, recordó que aquel mismo día era su vigésimo octavo cumpleaños. Una broma del destino tan cruel que ya ni la palabra tenía sentido en su mente. Se felicitó a sí misma en silencio, recordando años anteriores con igual melancolía que una anciana. A sus ojos, parecía que había pasado muchísimo tiempo y no se había detenido a apreciar la belleza de lo cotidiano por buscar lo extraordinario. De pronto, el sonido oxidado de la puerta la sobresaltó. Tenía los ojos vendados, por lo que movía su cabeza despacio en dirección a los ruidos cercanos. El pánico la abrigó pero no se permitió demostrarlo. Venían a buscarla, quizás para una nueva sesión de martirio con el fin de que revelara lo que querían saber: “¿Dónde están tus amigas feministas?, ¡Dinos o seguiremos aquí toda la noche si es necesario!”, escupían esos malnacidos, manteniéndose ella con los labios sellados. Sin embargo, ya no tenía la fuerza para soportarlo de nuevo, no podía, no quería… la sangre que brotaba de sus labios, de su nariz, de su vagina, teñía de rojo el piso mugriento quitándole las energías, por lo tanto, oír los pasos secos de un uniformado sólo consiguió que gimiera cansada.

-         No… por favor… - dijo con su voz herida al sentir unas manos quitándole el vendaje y tratando de incorporarla.
-         Tranquila- susurró alguien, limpiándole un poco la suciedad del rostro con su mano- voy a sacarte de aquí.

Aquello fue muy confuso. La muchacha creyó haber oído mal, creyó estar agonizando y delirando como los moribundos. Completamente lánguida, el desconocido la obligó a posar uno de sus brazos alrededor del cuello para apoyarse en él y caminar, pero al ver que una línea de sangre seguía cayéndole por las piernas y que las rodillas no lograban sostenerle el peso, optó por cargarla. La fetidez del lugar era asquerosa. Muchos de los retenidos allí, torturados y atormentados, defecaban del miedo y la pestilencia impregnaba el ambiente. Ese lugar parecía un verdadero infierno.

La palidez y el decaimiento de la cautiva, hizo que el extraño apurara sus pasos. Cada gota de saliva sanguinolenta que caía por esos labios, le soplaba al oído que no debía perder tiempo. Sí… sus compañeros se habían excedido y su corazón se ahogó en pesadumbre. Estaba tan condenado como ellos al permitir que la torturaran así. Con suma cautela, miró por los funestos pasillos para advertir la presencia de alguien antes de salir de la celda pero no divisó a nadie. El jadeo que se oía de la prisionera, constante y sutil, alarmaron al uniformado y trató de mantenerla consciente.

-         ¿Cómo te llamas?- la chica abrió su boca pero tardó en responder.
-         Ivania… - dijo como violín desafinado- Ivania… Nápravník.
-         Lindo nombre, Ivania- respondió el hombre, apartándole el cabello del rostro con dificultad.
-         Debo llegar a Praga- musitó ella- Mirka… ¿Dónde está Mirka?
-         Descuida, te llevaré con tus amigas. Ahora debes mantenerte despierta, ¿de acuerdo?

Acomodándola entre sus brazos, comenzó a correr por las sombras para no ser descubierto. Podía oír las risas de algunos hijos de perra que jugaban naipes y otros platicando con un cigarrillo cerca de las otras celdas. Ese edificio no era más que un matadero de la fuerza corrupta que envenenaba la ciudad, haciendo justicia por su propia mano nauseabunda. Un grupo de hombres que se creía superior al resto de los ciudadanos y dictaban sus propias leyes con impunidad.

Ese año de 1920, la carne fresca resultaba ser el clan subversivo de mujeres en busca de su derecho a sufragio. Sobre todo Ivania Nápravník, la cabecilla del movimiento y una subversiva ante la autoridad. Él sabía quien era ella, la conocía, sabía de su fortaleza y del poder de sus convicciones. Una rebelde detestada por los conservadores y deseada infinitamente por los machistas para doblegarla con dureza. Muchos de ellos estaban en contra de sus exigencias, pensaban que una mujer no tenía la capacidad intelectual ni el derecho civil de intervenir en un proceso tan importante como el político. Sus deberes son el hogar y los hijos, determinaban sin siquiera escucharlas.

En las afueras del primer patio, un automóvil Ford esperaba al uniformado estacionado en la penumbra. Descendió un par de escaleras angostas y retorcidas para luego sentir la brisa nocturna como una bofetada de cordura. El policía abrió la portezuela del copiloto y depositó allí a Ivania con sumo cuidado. Cerró despacio, rodeó el vehículo y el grito de alguien indiscreto lo delató.

-         ¿Qué crees que estás haciendo?- vociferó uno de sus compañeros, éste pero no le hizo caso. Abordó el camión girando la llave con rapidez. El motor rugió ahogado sin dar partida inmediata.
-         Maldita sea- dijo el joven insistiendo.

Por todo el recinto se escuchaban los gritos de los opresores para dar aviso de un traidor. Desde los ventanucos del tercer piso, numerosas armas apuntaban hacia el patio escampado. Cuando ya habían cargado y apoyado la culata en sus hombros, el auto gruñó con la garganta despejada y las ruedas patinaron en el fango antes de avanzar en su frenética huida. Las balas disparadas aterrizaron en la tierra, otras por el costado pero sin hacer mella alguna. En el portón principal, tres hombres se apostaron frente a él apuntando al fugitivo como soldados alemanes de fusilamiento. Al muchacho no le importó, recorrió el terreno a gran velocidad y a pocos metros de la salida, presionó el pedal a fondo atropellando a dos de ellos y atravesando el portón como si fuese una cortina de humo…



Ivania tuvo un sueño hermoso. Centenares de mujeres celebrando en las calles, abrazándose entre carcajadas, orgullosas de su condición y agradecidas con la vida… lo habían conseguido, habían logrado dar su opinión ante un gobierno activo y tomadas en cuenta, habían logrado reducir la diferencia entre amar y servir, que muchas veces confundía a los machos en casa. Entre la multitud, la joven veía un rostro franco, de fresca sonrisa  y ojos transparentes. Ella corría hacia él para encerrarlo en un abrazo lacerante, de esos que depende la vida, que traducen todo sin palabras.

Con su vista ligeramente borrosa, reparó que estaba en una habitación blanca, bien iluminada y perfumada a medicamentos. Oía a distancia las carreras de las enfermeras como una música regocijante. La suavidad de la cama en la que estaba acostada, abrazaba su cuerpo después de todo el castigo que había resistido. Una voz grave llegaba a sus oídos, una voz placentera hablando algo que no lograba entender muy bien. Alzó un poco la cabeza para ver de quién se trataba pero parecía que un velo turbio le nublaba la vista. Era un hombre, de eso estaba segura, y luego de mirarla unos segundos se fue sin decir nada más.

-         ¿Dónde estoy?- preguntó Ivania con la voz aún rasgada.
-         Tranquila, niña… estás en el hospital de la ciudad- dijo una de las enfermeras.
-         ¿Qué sucedió?
-         Has aguantado un buen castigo, de eso no hay duda.
-         ¿Cómo llegué hasta aquí?
-         Un policía te trajo… acaba de irse.
-         Debo hablar con él… agradecerle…- la muchacha trató de incorporarse pero la interna la detuvo.
-         Ya se fue, niña. Tienes que descansar.

Con el agotamiento de haber de corrido miles de kilómetros, Ivania volvió a posar su cabeza en la almohada. Lentamente, imágenes de esa noche comenzaron a llegar como un letargo a su recuerdo. Un cuarto lóbrego, iluminado sólo por una desnuda bombilla colgando del techo como un ahorcado, hombres uniformados, riendo, bromeando entre ellos mientras que la golpeaban en el rostro, atada a una silla con el cuerpo totalmente descubierto. Un frío intenso lamía su piel provocando que un estremecimiento la sacudiera con fuerza… ¿Cómo fue que llegó hasta allí? Trató de hacer memoria, trató de precisar el momento en que estúpidamente dejó que la atraparan hasta que dio en el clavo. Mirka le había advertido, su mejor amiga le había aconsejado quedarse en el cuartel de reunión esa noche pero no obedeció. Luego de una larga tarde de debates y estadísticas, Ivania caminaba por las calles desiertas de Praga en dirección a su hogar. Después de algunas cuadras, el motor de un vehículo a sus espaldas y las luces de unos focos sobre ella la hicieron detenerse. Desde el interior descendieron unos hombres que la cogieron por los brazos luego de cubrir su cabeza con una inmunda capucha negra, sin darle tiempo de escapar. No importaron los golpes ni las patadas que propinaba ciegamente, esos desconocidos eran mucho más fornidos.

-         ¿Dónde están tus amigas feministas?- le preguntaban dentro de ese cuarto.
-         No lo sé- respondía ella con terquedad. Una bofetada salvaje le cruzó la cara.
-         ¿¡Dónde están!?
-         No lo sé- repitió bajo el mismo tono sosegado. Otra bofetada más que, a diferencia de la anterior, la hizo caer con la silla al suelo.
-         ¿Crees que estamos cansados? Podemos seguir así toda la noche- Ivania, a pesar de la herida en sus labios, sonrió.
-         Creo que son unos idiotas… ¿Pueden seguir así toda la vida?- ese comentario sarcástico los ofendió tanto, que uno de ellos volvió a enderezar la silla y la desató, mascullando palabras incoherentes para la joven.
-         Ahora hablarás, maldita cómica- escupió el hombre, levantándola con un sólo brazo para llevarla hasta una mesa y recostarla allí…

Cuando llegó a ese punto del recuerdo, la muchacha rompió en llanto. Su valor se resquebrajó como pintura seca que se desconcha de un techo. Ya no podía mantenerse serena, metódica, indeleble… se derrumbó en esa cama blanca gimiendo dolorosamente. Acarició sus piernas invadidas de hematomas, las juntó con rabia, detestando como muchas otras veces el ser mujer… ser una maldita mujer frágil. Apretó su mandíbula aporreada repudiando la primitiva forma de dominar que tenía el hombre. Imponiendo fuerza, obligando, golpeando, ¿Dónde habían quedado las discusiones, la comunicación, las palabras? ¿Por qué para ellos una embestida sin permiso podía más que un argumento bien fundado?


Fue entonces, cuando, atormentada por esos rostros confusos, vio a Mirka llegar corriendo para encerrarla entre sus brazos. La muchacha se entregó a su caricia, pensando en lo mucho que la había extrañado, a ella y a las demás luchadoras de su grupo. La recién llegada trató con todas sus fuerzas de no llorar. La acunó sobre su pecho al igual que una niña para mecerla levemente en silencio… en total y completo silencio.