lunes, 30 de noviembre de 2009

Esta noche


- Olvidé que quería olvidarte- dijo ella.
- ¿Y por qué bebes una copa conmigo ahora?- preguntó él.
- Porque necesito acordarme del por qué.

En el bar de los ausentes, las nostalgias brincaban por las mesas a la orden del día. En el rincón bajo un débil foco de luz, un pianista tocaba con sus dedos ágiles y delgados. La pareja entre los escasos clientes guardó silencio escuchando la balada, saboreando el trago entre sus labios y sin decirse nada. Ambos se miraron, los recuerdos de una vida lejana brotaron del subsuelo como vapores de un géiser quemando sus pieles, dejándolos con la carne viva. El hombre se puso de pie y la invitó a bailar estirando su mano hacia ella. La mujer vaciló pero finalmente se la estrechó, desafiante. Danzaron lento, al ritmo que aquel músico les imponía. Sólo él manejaba las historias sucedidas al interior de ese antro.

- ¿Ya te acordaste?- le susurró cerca del oído. Ella negó con la cabeza mientras bailaban. Poco a poco, la cercanía de sus rostros se volvió un beso cadencioso que enmudeció sus pensamientos y reproches. Él acaparó su boca, ella dejó que la ocupara con propiedad. Al separarse se miraron sumidos en una nube de confusión más espesa que el humo de los cigarrillos. La música cambió y esa vez una conocida tonada de Frank Sinatra invadió los oídos. La mujer sonrió.

- Creo que no quiero acordarme esta noche.
- Entonces pediré otra ronda… y seguiremos siendo unos extraños que jamás se lastimaron- nunca antes se había escuchado “Strangers in the night” tan bien como en ese momento.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Equivocación


Pasó por delante de mis ojos y quedé perdida. Había extraviado los puntos cardinales como una borracha y detuve mi bicicleta a la fuerza, rechinando las llantas. Volteé. Su espalda me resultó familiar, su altura, su cabello, y apreté el manubrio con mis manos enguantadas de manera involuntaria. Paso a paso se alejaba de mí sin poder moverme desde donde estaba. Mi estómago se transformó en un espacio atestado de aves despavoridas y el sudor en mi rostro se secó dando protagonismo a la palidez. Sin embargo, no eras tú… no eras tú, la persona que descubrió en mí la terrible posesividad y el odio a las despedidas. Mis ánimos se derrumbaron al comprenderlo. Te confundí, te traspapelé igual que una novata al confundir una obra de arte con una copia o un diamante con un cristal ordinario. Me decepcioné tanto que creí haber retrocedido mil años. La gente pasaba por mi lado molesta por estorbar su camino, pero fue sólo un automóvil que con su aguda bocina me devolvió a la realidad de saberme a mitad de la calle. Esos rebuscados momentos en donde crees encontrarte con “ese” alguien en una ciudad acelerada, sin tiempo de mirarnos a la cara, pueden congelar el ritmo de la vida y revelarnos reacciones impensadas. Nunca imaginé que sintiera el corazón albergado en mi garganta. Observé el vehículo frente a mí con ojos lejanos e irónicamente sonreí: “Si por esta necia equivocación he de morir arrollada, que por lo menos lo haga un BMW”, me dije y seguí pedaleando.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Sin red de seguridad


Su hermosa figura volaba por los aires bajo el grito ahogado de la multitud. En las alturas, la veía aferrarse al trapecio con una habilidad impresionante y me sobrecogía junto con el público por temor de que por un segundo fallara en su precisión. Aquella noche el circo estaba lleno y la miraba realizar sus acrobacias desde las bambalinas de nuestros vestidores. Estaba maravillado, mucho más enamorado. El traje ceñido a su cuerpo me aumentó el deseo de viajar por sus curvas sin frenos. Me acaloré tanto que tuve que remover de mi cabeza la peluca amarilla de mi disfraz de payaso. Me mantuve allí, escondido, esperando que terminara pronto para felicitarla y a la vez jamás, porque así podía observarla a mi antojo. Se balanceaba grácilmente. Una, dos, tres… y se soltaba del columpio para girar en su propio eje y alcanzar las manos del otro trapecista que la esperaba colgando de cabeza. Quise ser yo quien la recibiera, quise ser yo el que ganara su confianza de aquella manera. Me vi caer en el abismo del amor y sin red para salvar mi vida.


- Es realmente buena ¿verdad?- me comentó el animador, detenido a un lado mío y mirando el espectáculo. Yo asentí encajando la nariz roja sobre la mía.
- Excelente- enfaticé.
- Su marido tampoco lo hace nada de mal… - agregó como un dardo envenenado directo al corazón. Volví a asentir sin hablar. La acrobacia terminó, la pareja estaba de pie en lo alto, saludando a la gente con largos aspavientos. Se besaron breve en los labios y bajé la mirada hacia mis inflados zapatos verdes.


Era mi turno de entrar. Según el itinerario que se veía algo difuso en mi memoria, decía que luego del trapecio venía el show de los payasos. Suspiré y busqué en mi interior la comedia consumida por el drama. Me fue imposible hallarla. De pronto, la mujer que amaba se acercaba a bambalinas brillando gracias a las lentejuelas y su belleza. Me puse nervioso al segundo. Lo único que se me ocurrió fue aplaudirle como un idiota. Ella me sonrió y eso me hizo ignorar el hecho de que caminaba de la mano con su pareja. “Suerte”, me dijo al pasar. Murmuré un Gracias tan empalagoso que me asqueé yo mismo. Una lágrima cayó de mis ojos embarrando un poco mi maquillaje. Me importó un carajo y me calcé la peluca de nuevo en la cabeza. Esa noche recibiría pastelazos.

Efectos de domingo


Ya estoy aquí otra vez, apoyada contra la pared, deslizándome poco a poco hasta quedar sentada en el piso de cerámica. Abrazo mis piernas estrechamente dirigiendo mi mirada hacia las fotografías de color sepia desperdigadas ante mí. Una lluvia detenida de momentos en los que vi felicidad, esos destellos tan fugaces en los que todo parece perfecto y alcanzable. Sonrío imaginando la broma que me hizo gracia en ese instante y desordeno mi cabello por tener algo que hacer con las manos. Miro el reloj colgado sobre el televisor apagado notando que los segundos arrastran cadenas y por tanto hacen un ruido insoportable al pasar. Necesito un trago para adolecer el escándalo de estar sola.


Mierda. La madrugada de domingo se siente. El clima de octubre aún no se estabiliza y el viento corre moviendo el vidrio en mis ventanas. La típica tristeza que ataca al final del fin de semana comienza a hacer estragos en mi cabeza. Lanzo el calendario lejos sin querer saber que se acerca el lunes, que navidad se huele cerca y el año se acaba. Me encuentro suspirando cortado, como si mis pulmones ya estuvieran llenos de aire. El libro de Isabel reposa a mi lado a medio terminar, lo sé… tengo un compromiso con Zarité y su historia en la “Isla Bajo el Mar”, pero esta nostalgia inexplicable me tiene amarrada al computador digitando mis desvaríos.


Creo que las murallas de la habitación se achican gradualmente… ¿La planta del rincón estaba tan cerca esta mañana?... ¿El sofá cobró vida y caminó hacia mí? ¿Me volví loca? Yo creo que sí, pero me da pereza buscar la cordura que de seguro está entre el montón de ropa sucia tirada en el cesto. Quiero té, pero la taza está pegada a la mesa. He olvidado lavar la loza y ya las hormigas comienzan su peregrinación eterna por mi cocina. Las dejo comer, yo no tengo hambre.