domingo, 4 de julio de 2021

La Mimo

 

Ella pintó su rostro de blanco y maquilló sus ojos con movimientos erráticos. El temblor en sus manos la hizo desconocerse, no era la primera vez que mostraba al mundo su arte mudo, pero aquel día, donde el ambiente estaba caldeado y el sol de octubre parecía enojado, sintió que sería su última función y estaba nerviosa tras su nariz roja. Al salir a las calles, mezclada entre la masa de gente que transformaba su dolor y su rabia en cantos estremecedores, ella dio giros en punta de pies para bailar la pena, como una bailarina herida o un arlequín perdido. 

La fuerza policial, protegida tras sus escudos trizados y empañados, sólo veía una mancha amarilla desagradable, una llama provocadora que debía extinguirse rápidamente. La joven continuó su acto y al cerrar sus ojos una lágrima negra dibujó un camino hasta su mentón. La manifestación explotó, las carreras sin rumbo consiguieron confundirla y una docena de manos fuertes la redujeron para detenerla y arrestarla. La artista rompió su mutismo sabiendo que nunca más volvería a hablar. Gritó: ¡Justicia y Libertad!


viernes, 14 de agosto de 2020

 

Estamos hechas de tierra, de mar, de algas y de flores, el viento nos alborota el cabello y el cielo nos enmarca en un paisaje que es nuestro lienzo. Somos la rudeza de la tormenta y la suavidad del rocío, el recurso de amor inagotable de un planeta en eterno conflicto.

En la corteza de nuestra piel exigida se revela la historia del mundo, nuestros surcos son líneas escritas a fuego por el destino que nada las borra, nada las cubre. Eres belleza, soy belleza, somos belleza. La creación de la naturaleza no debe ser modesta, por la cresta. Somos dolor y placer, somos odio y demencia, somos olas que se recogen y revientan ante un sexo que también queremos. De la vida bebemos y de la vida nos embriagamos, estallamos en orgasmos que por ser tan perfectos son recordados.

Que tiemblen aquellos que nos cortan para su propio huerto, somos libres de crecer locas, que tiemble la muerte si nos acecha, que tiemble la sequía y la miseria, porque estamos hechas de tierra y la fuerza nos brota por los poros no solo en primavera.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Por ti



-        - Y si miras la injusticia a la cara, si la descubres serpenteando entre las piernas de la gente buscando a quien atacar, a quien envolver en su abrazo frío para exprimirle hasta su último aliento, te arrancará los ojos de un movimiento letal y certero…

Cuando la niña oyó a su hermano mayor contar esa parte de la historia, se cubrió la cabeza con la sábana para luego soltar un leve grito. El joven se rio y la buscó entre las cobijas para abrazarla con fuerza. Siempre compartían historias de terror en Halloween y cada vez que lo hacían, la pequeña terminaba durmiendo con él a causa del miedo.

Ese año, la fiesta era diferente. La niña sabía que algo pasaba. Aquel Halloween se respiraba mucho más tenso, más oscuro y tenebroso. Un viento frío corría con fuerza arrancando los adornos de calabaza que ella había colgado en el jardín. Dentro de la casa, sus padres hablaban entre ellos sobre cosas que no lograba entender y miraban la televisión con angustia. Su hermano era el más molesto cuando veía las noticias. Reclamaba a voz en cuello contra la fuerza policial, sobre los abusos que cometían con total impunidad y agitaba las manos en busca de respuestas a su sinfín de preguntas. La niña lo admiraba cuando se ponía vehemente. Siempre fue apasionado y comprometido. Esperaba algún día ser como él al crecer.

A los días siguientes, la niña se enteró que sus clases habían sido suspendidas por seguridad, también las de su hermano en la Universidad. Quiso preguntar más sobre lo que sucedía, pero sentía que podían enojarse con ella por meterse en asuntos de grandes. Una noche, mientras dormía, tuvo sueños extraños sobre un gran basilisco, como el que leyó en Harry Potter, que se comía los ojos de la gente que se atrevía a encararla. Se agitaba en su cama hasta que el miedo pudo más y la despertó de un salto. Respiró profundo y se quedó mirando el techo con una sensación inexplicable de ansiedad.

De pronto, el sonido del celular de su madre rompió el silencio nocturno como también lo hizo su grito desgarrador. La niña se levantó de golpe y corrió hacia la habitación de sus padres para saber qué había pasado. Nunca había escuchado a mamá gritar de esa manera. Al llegar al umbral de la puerta, los vio vestirse con prisa. Ellos, al verla ahí, descalza y en pijamas, la mandaron a abrigarse con rapidez porque debían salir de inmediato. Ella obedeció sin entender qué ocurría. Al pasar por la habitación de su hermano, él no estaba en su cama, es más, no estaba ni siquiera deshecha. Aquello le apretó el estómago.

Su padre sacó el auto hacia el pasaje y al momento de abordar, apretó el acelerador causando que las llantas chillaran sobre el asfalto. La niña vio las calles de la ciudad pasar a toda velocidad por su ventanilla. Notó una que otra fogata en las esquinas, gente conversando en las veredas, otras corriendo, algunas sirenas sonando a lo lejos. Había algo desolador flotando en el ambiente. Al cabo de unos minutos, llegaron a un hospital estacionando en las afueras sin ningún cuidado. La niña, sujeta en su silla de seguridad, vio cómo su padre trataba de soltar las correas con manos nerviosas. Una vez liberada, los tres corrieron hacia el interior del edificio lo cual le aceleró más su corazón infantil.

Ya en Urgencias, los adultos preguntaron a una recepcionista por su hijo mayor casi a gritos. La niña, a esas alturas, ya sintió inmensas ganas de llorar. Su madre le dijo que estuviera tranquila, que todo estaba bien. Mentira. Fueron palabras vacías y estúpidas. La pequeña no era ninguna tonta. ¿Dónde está mi hermano?, preguntó con los ojos llenos de lágrimas. Los hicieron caminar por un pasillo que conectaba varias habitaciones hasta ingresar en la indicada. Ahí estaba el joven, semisentado con un gran parche sobre su ojo izquierdo. La mujer restó la distancia a paso veloz y encerró a su hijo en un abrazo tan fuerte que lo hizo gemir del dolor. Una de las enfermeras de turno les explicó la gravedad de la herida y los infructuosos intentos del doctor a cargo por salvar su globo ocular.

-      -  Lo siento mucho. El ataque que lo causó fue “letal y certero”- dijo la profesional. Los padres rompieron a llorar. La niña, quien estuvo atenta a cada palabra, recordó la historia de Halloween y se acercó a su hermano tomando su mano.
-       - ¿Por qué tenías que mirar al monstruo Injusticia a la cara? Te robó tu ojito… - le susurró con el mentón tembloroso. El joven la miró con su ojo bueno y le sonrió.
-       -   Lo hice por ti. Y volvería a hacerlo.



miércoles, 26 de diciembre de 2018





Maldito destino


San Felipe, Chile, enero de 1958



Con su rostro golpeado, labios sangrantes y ojos llorosos, Carmen había ido a constatar lesiones al Juzgado del Crimen de San Felipe. Dentro del ajetreo de la oficina y con el calor sofocante de ese enero infernal, la mujer se mostraba lánguida, a punto de desfallecer. Un oficial de turno se apiadó de ella y le sirvió un vaso de agua mientras esperaba en un rincón olvidado junto a un helecho medio muerto.

Carmen se miraba las manos temblorosas. No podía recordar cuándo se había ido todo al carajo en su vida. Tenía recién veinticuatro años y sentía que había vivido por lo menos cincuenta de pura pena y desesperación. Cerró sus ojos y junto con sus lágrimas cayeron a su regazo recuerdos nefastos. Su matrimonio, su horrendo compromiso con José cuando aún era una niña. Esa asquerosa noche de bodas donde, sin ningún cuidado, la había desflorado como quien destapa un caño y sigue bombeando. Tenía apenas catorce años y, año tras año, dio a luz sin control hasta tener a su octavo hijo en condiciones paupérrimas. Su cuerpo se había convertido en un estropajo que a nadie le importaba.

Desde uno de los despachos, un joven oficial asomó su cabeza para llamar a Carmen e invitarla a pasar. Ya era pan de cada día ese tipo de denuncias en aquel lugar. Tenían alrededor de cien acumuladas, todas por lesiones provocadas por maridos autoritarios y ninguna solución en el corto plazo. La denunciante ingresó con timidez y tomó asiento tan lentamente que parecía flotar en el ambiente. Una vez acomodada, Carmen alzó su mentón raspado como quien espera una sentencia de muerte. El oficial, al verla, quedó paralizado por unos segundos. Le costó reconocerla, sus rasgos infantiles habían sido pulidos y ahora estaba frente a una mujer de rostro ovalado y cuello elegante. El relámpago de la memoria le atravesó la cabeza de lado a lado. Aquella muchacha era hija de unos inquilinos de su padre en la hacienda, debían de tener más o menos la misma edad y la recordó corriendo por entre las huertas como una pequeña gacela. Esa comparativa lo hizo ponerse nervioso, se removió en su sitio y carraspeó para volver al presente de manera brusca.

-       -Buenas tardes, soy el oficial Javier Villablanca- dijo con voz contenida - ¿Puede decirme su nombre para el registro, por favor?
-        - Carmen Salinas- respondió la afectada, desprovista de emociones. Él ya lo sabía.
-      -Viene a realizar una denuncia, ¿no es así? - inquirió Javier, escribiendo con mayor velocidad. Carmen asintió en silencio y tragó saliva que le supo a metal.

El joven se sorprendió a sí mismo al no olvidar esa voz angelical que poco había cambiado. Aquellas tardes de primavera, durante la cosecha de los primeros frutos aromáticos, la niña Carmen cantaba tocando su guitarra. Él, montado sobre un caballo junto a su padre, la escuchaba desde la distancia sintiendo que su sonrisa no podía ser más ancha y plena. Le encantaba esa chica y era su secreto. Cada vez que la observaba oculto de miradas entrometidas, le parecía lo más bello que jamás había visto. Graciosa, talentosa, llena de vida.

-       -Si quieres, llévatela a los matorrales – le había dicho su padre guiñándole un ojo – Esa potranca ya está en edad de merecer.

Esa sugerencia había asqueado a Javier y sintió pena al saber qué clase de patrón había sido su viejo. Tal vez tenía decenas de hermanos bastardos muertos de hambre por el pueblo, mientras él tuvo una excelente educación y gozaba de un empleo bien remunerado. Sacudió la cabeza en un esfuerzo de olvidar esa escena y suspiró para concentrarse en lo que Carmen tenía que decir.

-        -Mi esposo se llama José Ahumada, es un trabajador agrícola - comenzó ella, hablando con el típico acento de campo que enternece hasta las puteadas. - Nos casamos hace diez años. Tenemos ocho hijos.
-        -Disculpe, señora Salinas, ¿escuché bien? ¿Dijo ocho?
-    -Me escuchó bien- aseveró la chica. Al sonreír irónicamente, su labio inferior volvió a sangrar desde la comisura izquierda. Javier le apuró un pañuelo limpio. Ella lo aceptó y continuó: - No fue por haberlo deseado, señor Villablanca, fui forzada a tener relaciones cuando él quería, estando enferma, dolorida, incluso recién parida… a él no le importa más que su propio placer. Después de dar a luz a mi último hijo, el doctor del pueblo habló con nosotros y, a pesar de que José se opusiera rotundamente, él insistió en esterilizarme debido a mi estado físico. Luego de eso, si mi vida ya era un infierno, todo empeoró aún más.

Javier la observaba con atención. Notó que sus dedos femeninos se mostraban algo amoratados y todavía callosos por la guitarra que alguna vez tocó tan hermosamente. Lamentó la condición en la que se encontraba, lamentó haberla perdido de vista tantos años, lamentó que el concepto de amor en ella hubiera sido ultrajado. Sin quererlo, la rabia lo llevó a empuñar las manos al punto de volver blancos sus nudillos. Carmen siguió con su relato.

-      -José se volvió loco después de mi operación. Comenzó a beber más, a imaginar más cosas, a golpearme con mayor fuerza. Me gritó en la cara que me había esterilizado para andar culeando con otros hombres sin preocupaciones, que quizás cuántos de los críos que teníamos no eran suyos, que era solo una puta… en fin. – el joven oficial del Juzgado anotó todo con una letra casi ilegible. Sentía que su pluma se había vuelto una espada y algo despertó en su interior, algo tan profundamente dormido que lo estremeció cual dragón a una caverna.
-        -¿Estos golpes fueron propinados por su esposo el día de hoy?
      -No, anoche. Volvió tan borracho y aburrido, que se entretuvo buscando infidelidades mías cuando sólo las hay suyas- aquella afirmación resignada de Carmen entristeció a Javier. Él intentaba mantenerse profesional, inalterable e imparcial, pero con todas esas mariposas en llamas pululando en su interior, sabía que le resultaría una tarea imposible.
-         - ¿Usted le dijo algo sobre sus infidelidades?
-        - Sí, me quejé de las que compartían la cama con él. Le pregunté por qué tenía el derecho de mirar y estar con otras, mientras yo cumplía con mi papel de esposa. - Javier imaginó la respuesta del esposo como si estuviera escuchándolo – Me dijo que era una inútil ya que no podía darle más hijos, y que: “por ser hombre, no tengo nada que perder. Tú eres mujer, puedes perderlo todo”. – Y cuánta razón tenía al decir eso. El esposo era el rey del Rancho, nada más. El prestigio del hombre y del huaso aumentaba con las relaciones extraconyugales, pero si la esposa era infiel, quedaba totalmente desamparada y juzgada ante la ley.
-        -Después de golpearla, ¿qué sucedió?
-         -Se fue al bar a seguir tomando, supongo.
-       - ¿Todavía no vuelve a la casa? – Carmen se encogió de hombros y extravió su mirada en dirección a la ventana del despacho.

Algo en su semblante había cambiado. Su ceño, antes sumiso y tímido, se había endurecido marcando cada ángulo de su rostro. El oficial reparó en el cambio, pero se limitó a seguir escribiendo la denuncia lo más fiel posible a lo relatado. Tomó los datos del esposo y envió una patrulla en su búsqueda. Carmen se mantuvo con el mentón erguido, parecía una niña regañada por el director de la escuela. Javier apretó ligeramente los dientes al comprender un detalle: “Dudo que haya ido siquiera a la escuela”, pensó.

Le agradeció su honestidad ayudándola a ponerse de pie. Le hizo saber que lo encontrarían y que al menos podría encarcelarlo un par de noches por asalto y obligarlo tal vez a pagar una multa, pero no podía ordenarle que abandonara el hogar. Carmen dejó caer sus hombros mostrándose decepcionada. Miró al joven por primera vez directo a los ojos en un gesto indescriptible. Javier no pudo evitar el rubor en sus mejillas. Quiso pedirle perdón ante el hecho de tener las manos atadas, pedirle perdón porque estaba seguro de que después del encarcelamiento, José se ensañaría más con ella y la vería por el pueblo nuevamente maltratada.

-     -Le avisaré una vez encontremos a su marido, ¿está bien? – dijo casi en un susurro. Carmen ni siquiera se mostró interesada en eso. Le agradeció tan secamente que sonó a insulto, y salió del Juzgado perdiéndose entre la gente y el polvo.


****


A la mañana siguiente, los golpes en la puerta principal de su casa sacaron a Javier de un sueño incómodo, lleno de imágenes torcidas y desagradables. Con la modorra de una noche de mierda, abrió bruscamente para ver en su umbral a dos agentes faltos de aliento. Ya tenía la experiencia suficiente como para adivinar que sus caras eran fiel reflejo de malas noticias.

-        - ¿Qué pasa?
-        -Necesitamos que venga con nosotros, don Javier- dijo uno de ellos. El aludido asintió. Entró unos momentos para vestirse y salió a toda prisa siguiendo a los agentes hasta el carro en dirección oeste.

En las cercanías de la taberna del pueblo, a varias calles del Juzgado del Crimen, un grupo de curiosos miraba con morbosidad un bulto que interrumpía la corriente del agua de una acequia. Javier Villablanca, al llegar, se abrió paso entre los presentes ordenando alejarse de allí para evaluar la situación. Para su horror, un cuerpo de espaldas estaba atravesado en la zanja como si fuera un perturbador puente. El joven oficial lo reconoció como muchos de los que estaban allí. Cómo olvidar a ese hombre de cara curtida y ojeras prominentes, cómo olvidar a ese hombre si fue él quien sacó a Carmen de su hacienda con promesas huevonas de cuidado, fidelidad y estabilidad. Era José Ahumada, parecía un muñeco de trapo mal sentado. Su cabeza estaba inclinada hacia un lado y Javier notó una línea morada atravesando el cuello, como si lo hubieran ahorcado.

-       - Comuniquen al Laboratorio de Medicina Técnica en Santiago, que vengan cuánto antes – dijo finalmente el joven. - ¡Y ustedes, manga de zánganos, aléjense de aquí o pasarán la noche en el calabozo!

Tras la orden, los curiosos se replegaron y se fueron en distintas direcciones, pero no cabía ninguna duda que repartirían la escabrosa noticia y volverían acompañados en poco rato. Una vez solo, Javier barrió el lugar con la mirada. Trató de caminar despacio entre las hojas, no quería borrar ninguna evidencia que pudiera ser importante para los especialistas. Dedicó largos minutos a la observación de ese cuerpo flaco. Notó que una cierta satisfacción le calmó la rabia. El destino se había encargado de hacerle pagar a ese imbécil todas sus faltas.

Cuando se disponía a dirigirse al domicilio de Carmen Salinas para informarle del hallazgo, algo en el agua le llamó la atención. Si bien la corriente no era muy lenta, el agua no estaba turbia por lo que logró distinguir una especie de alambre grueso atajado en una piedra. Javier caminó hasta el objeto y lo sacó con cuidado para verlo de cerca. Al darse cuenta de lo que era, no pudo evitar enrollarlo con torpeza y guardarlo en el bolsillo de su saco.

-       -  ¿Todo bien, don Javier? – le preguntó de pronto uno de los policías más jóvenes. El aludido llegó a saltar.
-        - Sí, sí, que se apuren los del Laboratorio. Yo me ocuparé de avisarle a la familia para el reconocimiento del cuerpo. – su respuesta se oyó más ruda y nerviosa de lo necesario. Sin más que agregar, Javier giró sobre sus talones y se dirigió hasta el Juzgado para encerrarse en su despacho.

La noche tardaba en llegar gracias a ese verano resplandeciente que llenaba el cielo y calentaba el aire. El pueblo poco a poco guardaba silencio en las casas, pero en las cantinas aumentaba el ruido y las peleas absurdas. Estaba en boca de todos la muerte de José Ahumada. Era lo más perturbador que había sucedido en ese pueblo tan chico. Muchos especulaban que había sido un ajuste de cuentas debido a sus problemas de dinero, otros le echaban la culpa a una simple pelea de borrachos; sin embargo, algunos sospechaban de la esposa o de alguna de sus amantes como un arrebato de celos. “Ya saben lo que dicen: las mujeres las carga el diablo”, bromeaba un viejo campesino desdentado, al tiempo que empinaba el codo bebiendo de su vino.

Javier estaba sentado en su escritorio de trabajo con una torre de denuncias frente a él. Las había extraído todas desde su archivador y con gran pesar contó más de las que esperaba. Muchas mujeres, muchos maltratos, muchos abusos que la ley ignoraba porque estaba fuera de su alcance, lo que pasaba entre las cuatro paredes de un matrimonio no tenía por qué incumbir al resto, así eran las cosas. Recordó la declaración de una mujer mayor y la resignación ante su destino: “Mi abuelo golpeaba a mi abuela, mi padre a mi madre y mi marido a mí. Así es la vida de la mujer de campo”. Javier cerró sus ojos con fuerza. No podía aceptarlo. Con un movimiento distraído, extrajo desde su bolsillo el largo objeto encontrado en la acequia. Lo observó con paciencia notando pequeñas marcas rojas de sangre que el agua no pudo barrer. No le cupo duda que era el arma homicida.

Ya entrada la medianoche, cuando el suave rocío salpicaba la hierba, Javier condujo su vehículo hasta el domicilio de Carmen Salinas. Agradeció que aquellas calles rurales no contaran con alumbrado público, sólo el interior de las casas tenía luz y en algunos casos eran velas. El joven estacionó frente a la humilde morada, comprendiendo que no era lugar para criar ocho hijos. Sintió en carne propia la pobreza y la desesperanza. Frente a la puerta, golpeó tres veces y después inhaló profundo sin saber muy bien qué decir ni hacer.

-        - ¿Quién es? - preguntó la muchacha desde el interior.
-      - Javier Villablanca- respondió el recién llegado. Pasaron unos segundos para que Carmen abriera y lo dejara pasar. Javier paseó la mirada rápidamente por el lugar. Una pequeña sala que hacía de comedor y cocina a la vez, una mesa con cuatro débiles sillas que de seguro turnaban a la hora de comer, un par de velas en el centro que iluminaban escasamente el interior y dos ollas ennegrecidas colgaban en una pared. Una vez más, la realidad abofeteó a Javier en pleno rostro.
-         -Ya sé lo que viene a decirme- dijo Carmen rompiendo la pausa. – José está muerto ¿no?
-         -¿Cómo se enteró?
-        - Pueblo chico… - aludió ella viéndose mucho más niña a la luz tenue.
-        - ¿Cómo se siente?
-        - ¿Y cómo espera? Deshecha, por supuesto – dijo, pero por supuesto que Javier no le creyó. No veía nada de eso en su expresión. Observó sus manos y reparó que las tenía metidas en los bolsillos de su delantal sucio. Su voz como oficial del Juzgado del Crimen le hablaba de manera firme a los oídos, que cumpliera con su deber. La voz del niño enamorado de la campesina, en cambio, le gritaba al corazón otra cosa.
-       -No tienes para qué mentirme, Carmen – esa informalidad repentina llevó a la chica a fruncir el ceño. Javier endureció su expresión. – Sé lo que pasó aquí. Sé que estabas desesperada y no encontraste otra solución.
-        - No sé de qué habla…
-       -Muéstrame tu guitarra – no se lo pidió, se lo ordenó. Carmen perdió los colores del rostro, incluso sus moretones parecían haber desaparecido.
-     - ¿Cómo sabe que tengo una? – Javier le dijo que la conocía desde pequeña, que era hijo del dueño de la hacienda en donde sus padres habían trabajado y vivido como inquilinos. Nunca le permitieron acercarse a ella, pero sí la observaba desde lejos y la escuchaba cantar con deleite porque tenía una voz preciosa, como la de un ángel. La muchacha se conmovió, pero en ningún momento bajó la guardia. - ¿Qué es lo que quiere? ¿Meterme presa?
-    - Yo no, pero la policía no tardará en sospechar de ti. – Carmen levantó su mentón con esa tozudez que caracterizaba a la mujer chilena. Si tenían que venir por ella, le pondría el pecho a las balas. Javier perdió la calma y sacó de su bolsillo las tres cuerdas de guitarra enlazadas que halló en la acequia para enseñárselas. – Por favor, Carmen, dime la verdad…
-     - ¿Qué quiere que le diga? ¿Que fui yo? – no gritó, pero no hubo necesidad. La solidez de sus palabras y su entonación dejaron en claro que estaba enfurecida y que tuvo que aprender a moderar la voz para no despertar a los hijos. - ¿Quiere que le diga que fui yo quien luego de ser golpeada pensó en cómo matarlo? ¿Que después de la pateadura mi marido siguió bebiendo hasta quedar tirado en ese sillón? ¿Que esperé un buen rato hasta que no se pudiera el culo y le saqué las cuerdas más gruesas a mi guitarra para ahorcarlo? ¿Que las entrelacé para que no se cortaran mientras le apretaba el cuello con rabia? – Javier estaba paralizado, temblaba tanto como ella. Carmen barrió una lágrima que caía por su mejilla como quien se espanta una mosca molesta de la cara. Continuó. - ¿Quiere que le diga que le pedí a una amiga, tan golpeada y humillada como yo, que me ayudara a sacar el cuerpo de aquí para dejarlo en la zanja porque pesaba como bestia? ¿Quiere que le diga que tiré las cuerdas al agua con la esperanza de que la corriente se las llevara? ¿Quiere que le diga que lo maté, pero solo porque… él me mató primero? – en ese punto, Carmen rompió a llorar. Javier tuvo que sujetarla porque parecía que iba a desvanecerse. La abrazó con torpeza y sintió el aroma a humo y jabón de su cabello. No tuvo que pensarlo dos veces.
-    - Dame la guitarra. La quemaré. – la joven se alejó de él para mirarlo a los ojos. – Dámela, por favor. Déjame ayudarte.
-      - ¿Por qué haría eso?
-      - Porque no mereces esta vida. No mereces lo que viene. Irás a la cárcel por esto y no importarán tus razones. La ley no te amparará, Carmen. No lo hará. – el argumento de Javier se oyó como una súplica. Ella, rendida y por completo desvalida, se deshizo de los brazos del oficial y caminó hacia el cuarto principal cerrado por una cortina. Al poco rato, salió del interior con el instrumento entre sus manos. Efectivamente le faltaban las tres cuerdas. Javier la recibió y en cambio le entregó algunos billetes. – Puedes decir que la vendiste, si alguien te pregunta. – Carmen asintió de forma obediente. El joven oficial se disponía a retirarse cuando la mano de ella lo retuvo de la muñeca.
-     - ¿Por qué me ayuda? - Javier no quería volver a mirarla a los ojos, esos ojos de un color impreciso, tan marrones como dorados, tan oscuros como cristalinos. Se sentía absurdamente responsable por su suerte de mierda. Suspiró sin poder responderle. - ¿Lo hace para reparar lo que le hizo su padre a mi madre? – aquella pregunta casi lo lleva a caer de espaldas. Se volvió a Carmen lentamente. – Sí, yo también lo recuerdo. Usted sabía que su taita era un patrón violador y no hizo nada.
-     - No quise creerlo. No importa ya… - la chica frunció el ceño antes de arremeter.
-     -Imagino que el hecho de que yo sea su bastarda tampoco importa ¿verdad? – Javier creyó que había escuchado mal. El silencio que cayó sobre ellos fue tan absoluto como si hubieran quedado sordos de un segundo a otro. No tuvo el coraje de negar aquella afirmación, el rostro de Carmen dejaba claro que no estaba mintiendo. Javier quiso vomitar su impotencia. Se sintió infinitamente traicionado, conservando un recuerdo de amor sin sentido alguno. De pronto, el llanto de un bebé rompió la pesada pausa. – Debo atenderlo... – dijo la muchacha girando hacia la habitación. En ese momento fue Javier quien la retuvo de la muñeca.
-     - Entonces con mayor razón te ayudaré - fue lo último que le dijo antes de salir por la puerta con la maldita guitarra apretada en su mano y el corazón completamente hecho pedazos.



FIN.



Relato inspirado en las entrevistas de mujeres agredidas en San Felipe, Chile, entre los años 1958 y 1988.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Sobre el tejado


Con ya seis vidas gastadas, sigo sintiendo por las noches los mismos deseos de jugar con aquella enorme bola de estambre sobre mi cabeza. Ya no corro por los tejados como antes pero aún percibo el invierno cuando viene en camino gracias al frío diferente en mis patas. 
He amado mucho, he odiado otro tanto, como a esa gente hedionda a malas intenciones o a los perros que por su soberbia me han costado un par de vidas. En ésta me ha ido relativamente bien, he comido y bebido cuando lo necesito, he recibo caricias algunas veces pero prefiero mantener las manos humanas lejos de mí. Desde las alturas puedo verlo todo y sé que la desconfianza es lo más seguro que nos queda más allá del hambre.


Soy un gato viejo, me duele la espalda al saltar y para qué decir al aterrizar, sin embargo, por las noches me siento una pantera. Ágil y poderoso. La frescura de la brisa me enciende los instintos, mi oído se agudiza, la penumbra me oculta de ojos perversos y soy libre imaginando que puedo atravesar el mundo en sólo tres zancadas. La bola de estambre gigante siempre me acompaña en esas aventuras, hoy especialmente más que nunca y me dedico a mirarla ideando la forma de llegar a ella. Me pregunto si alguien más querrá hacerlo, porque no hay nada mejor que sentirse dueño de algo tan hermoso, sentirse un rey aunque te echen a escobazos, ser amado aunque en realidad en la quinta vida dejaron de hacerlo. Merezco esa bola de estambre y algún día jugaré con ella porque es mía.

jueves, 1 de septiembre de 2016

La que se va y la que se queda


Conviértete en un Diente de León, libera al viento tus sueños y esperanzas y persíguelos uno a uno con hambre voraz. No existe mayor combustible en la vida que el valor ni mayor estimulante que el miedo, dos puntos opuestos que en equilibrio perfecto encumbrarán tu vuelo. Para caminos pedregosos ya está el conocido, ese mil veces recorrido y que al mirar hacia el frente es monótono, sin color, sin aventura, sin emoción. Toma la autopista, toma las curvas desconocidas que revelan paisajes indescriptibles y llena tu espíritu de riquezas ajenas al dinero. Vuela a la voluntad de la brisa primaveral que te vio nacer y florece como nueva en tierras fértiles... pero no te olvides de volver, que regresar hacia dónde partiste no es retroceder, sino que comparar a la que fuiste con la que ha llegado y yo, como faro del fin del mundo, estaré en punta de pies esperando... sé libre pero nunca abandones mis brazos.


Para mi hermana.


miércoles, 9 de marzo de 2016

Piel de dragón


25 de marzo de 1911

El calor del hacinamiento y el aire viciado que flotaba sobre las cabezas, mantenían a las cientos de mujeres con una expresión lánguida y acalorada en el rostro. Luego de la ordenanza de los dueños de la fábrica de cerrar las puertas del taller con llave para prevenir robos, muchas de las trabajadoras se preguntaba cómo saldrían de ahí en el caso de una emergencia. De sol a sol, cosían prendas en una letanía silenciosa de miedo e incertidumbre. Donatella Abbati, una joven italiana de enormes ojos verdes, pasaba la tela por la aguja recordando su gloriosa patria. Habían pasado meses desde que había llegado a América pero sentía que eran años irrecuperables. Malditas sanguijuelas del poder y del pueblo, pensaba con asco. Tantas guerras, tanta miseria se vivía en el viejo continente que no había nada más qué hacer que escapar, coger un poco de ropa, un puñado de billetes y el primer barco que zarpara hacia occidente. Así lo hizo ella, agitando un pañuelo blanco hacia sus padres quienes la miraban desde el muelle con dolorosa añoranza.

-¡Sigue trabajando!- al verla con la mirada perdida y la aguja detenida, uno de los capataces le espetó en un inglés que ella no entendía. Donatella supo que la regañaba por la pausa.

-Deberías al menos abrir una ventana con tu culo gigante, hijo de puta- rumió ella entre dientes en su italiano irreverente. La chica sentada a un lado de ella rió por lo bajo pero se corrigió al instante cosiendo más aprisa. El gringo volvió sobre sus pasos, supo que se había burlado de él y golpeó la mesa de las mujeres con su garrote haciendo temblar los fardos de ropa. El resto de las trabajadoras bajaron más sus cabezas y continuaron con su labor en completo silencio.

Así eran las deplorables condiciones de trabajo en la fábrica Triangle Shirtwaist de la ciudad de Nueva York. Con quinientos empleados, en su mayoría mujeres inmigrantes de países de Europa del Este e Italia, donde trabajaban en jornadas de nueve horas diarias más siete que se cumplían los días sábados. Todas vulnerables, con sueños rotos y esperanzas remendadas como las ropas que vestían. Ojos tristes y viejos, manos cansadas, voces que se extinguieron a mitad de sus gargantas por tragarse tanto el orgullo. Sin embargo, Donatella era fuerte, ordenada en su dinero y ahorraba gran parte de su sueldo miserable para algún día ir por su familia. Todo el mundo hablaba de la gran América y sus oportunidades y ese era su momento, pero le estaba costando mucho esfuerzo mantenerse callada y obediente.

-Hola, soy Gaetana Cadalo- una mañana, antes de la jornada laboral, la tímida chica que se sentaba a un lado de Donatella la saludó. La joven la reconoció gracias al episodio con el capataz un par de días atrás.- No habíamos hablado, no sabía que eras italiana. Yo soy de Roma.- escuchar su idioma en otra persona, conmovió a la joven de ojos verdes y le estrechó la mano junto con dos besos sonoros en ambas mejillas.

-Mi nombre es Donatella Abbati, vengo de Nápoles- dijo con seguridad y la mejor de sus sonrisas. 

La fábrica estaba ubicada en diferentes pisos, octavo, noveno y décimo de un inmueble en toda la esquina noroeste de Greene Street. Mientras subían, varias compañeras de trabajo se les unieron con el mismo paso cansino y derrotado, como una procesión hacia lo inevitable. Cerca de Gaetana, Donatella escuchaba idiomas entre las demás mujeres que no pudo reconocer. Por ejemplo, quedó fascinada con la fuerte entonación de Marina Sokolov, una mujer de treinta años proveniente de Rusia, quien siempre cosía con fervor y cumplía un número superior de prendas. Era excelente trabajadora, lamentaba que nadie se lo reconociera. Al cruzar las pesadas puertas de entrada, el aroma a encierro fue un golpe en sus narices. La humedad del género se impregnaba en las paredes como si fuese una capa extra de pintura. Tres capataces conversaban con aires de grandeza mientras que las muchachas avanzaban por el ancho pasillo hacia sus puestos de trabajo, entre ellos estaba el gordo arrogante que le llamó la atención y Donatella pasó por su lado con el mentón alzado. El hombre, haciendo alarde de su ventaja, le levantó la falda con el garrote al tiempo que ella le daba la espalda. La joven italiana lo increpó sin importarle que no le entendiera y que no debía levantarle la voz de esa manera. No pudo evitarlo, era de Nápoles y el fuerte carácter venía en sus venas.

Los capataces se largaron a reír al ver que su colega fue reprendido por una mujer y el agraviado no dudó en ponerla en su lugar. Gaetana, quien se mantuvo a su lado en todo ese rato, la cogió del codo para que Donatella siguiera su camino y lo olvidara. Ella hizo caso omiso quedándose plantada sin moverse. El hombre le dio una última calada al cigarrillo que fumaba y acercó su cara colorada al de la chica quien no retrocedió un solo paso.

-¿Quién mierda te crees que eres?- le dijo y arrojó el cigarro hacia un rincón oscuro del taller. Hizo el ademán de tocarle el rostro con sugerencia, pero Donatella le apartó la mano de un movimiento.

-Te tocó una zorrita agresiva, ¿eh?- se burlaron los compañeros. El aludido, rojo de la rabia que iba en incremento, la tomó de las solapas de su blusa y la empujó lejos derribándola con su fuerza de gorila descerebrado. Las demás hicieron un sonido de asombro pero no quisieron intervenir o la pasarían peor. Ahí no existía ningún respeto por ellas y ganarse el odio de los capataces no ayudaría a mejorar las cosas.

Donatella, tras incorporarse y sacudirse dignamente su ropa, se ubicó en su puesto y apretó la mandíbula como si quisiera moler rocas. Qué ganas de tenerlo enfrente, a solas y en la libertad de un barrio de Nápoles, bien que le daba una tunda como aprendió de sus dos hermanos mayores. Eres valiente, le susurró de pronto Gaetana mientras enhebraba la aguja con destreza. Donatella sonrió, inmediatamente le tomó aprecio a esa niña que por su mirada inocente no debía tener más de dieciocho años. Eso la enterneció.

El día iba normal, el mismo compás tedioso, las mismas caras de cansancio. Los capataces se ausentaron unos minutos los cuales servían para relajar un poco el ambiente. Una que otra conversación se escuchaba pero muy a lo lejos. Donatella, por su parte, le contaba a Gaetana su vida en Italia y sus ambiciones en América. Estaba segura que tarde o temprano, el género femenino tendría un rol importante en el mundo moderno. Sólo había que perseverar y no dejarse disminuir por nadie.

De repente, entre el típico aroma a humedad de la tela y hacinamiento humano, un claro olor a chamuscado fue volviéndose cada vez más intenso. Donatella detuvo su costura y alzó su nariz aguileña para identificar su origen. Sin embargo, cuando se dio cuenta, un resplandor que provenía de un rincón del taller iluminó el lugar. Fuego. Llamas que lamían los fardos de ropa comenzaron a trepar por las paredes con su fuerza incontrolable. Todos los empleados se pusieron de pie alejándose del sitio hacia las puertas pesadas de la entrada. Estaban cerradas con llave como era habitual. La joven italiana cogió a su amiga del brazo para llevarla lejos del fuego que seguía su camino imperdonable. Unos trataron de apagarlo con golpes pero aquello no hacía más que avivarlo en todas direcciones.

Desesperadas, las mujeres gritaban por ayuda. Los pocos hombres que operaban ahí, trataban de abrir las puertas con lo que tuvieran a mano. El calor fue en aumento, como un aliento de infierno que ardía en la piel. Gaetana comenzó a llorar y Donatella trato de conservar la calma para poder pensar en algo.

-¡Cúbranse con la tela más gruesa!- ordenó a voz en cuello, las italianas le hicieron caso primero mientras que los demás las imitaron.

El incendio devoró todo material como una delicia combustible. Una marea de fuego se esparció por el techo ocupando también los pisos superiores. Un grupo de trabajadores búlgaros rompieron las ventanas para dejar entrar oxígeno y el humo salía en tropel. Donatella sentía la garganta en carne viva y sus hermosos ojos verdes estallando en lágrimas causadas por el hollín. El calor se volvió tan insoportable, los gritos tan ensordecedores, que muchas optaron por lanzarse al vacío con tal de no morir abrasadas. Gaetana se tapaba la boca viendo cómo una chica rusa, con quien compartió alguna vez su merienda, se tiró por una ventana cerrada haciéndose mil pedazos.

-¡Abran! ¡Abran, malditos! ¡Fuego!- vociferaban todos. Donatella tuvo el impulso sobreviviente de salir por las ventanas también sin importar la altura, pero se aferró a la última gota de cordura que le quedaba. Al otro lado del taller distinguió a una mujer atrapada por las llamas en una esquina. La muchacha corrió hacia ella, atravesó el fuego como su tuviera la piel de dragón y la cubrió con su propia manta. La cogió de los hombros y la guió casi a ciegas corriendo hasta el grupo que se parapetaba contra las puertas.

Fue horrible ver cómo había personas que se quemaban sin poder ayudarles, ver cómo en la desesperación seguían lanzándose al vacío. Donatella cerró sus ojos y rezó con todas las fuerzas de su fe. Recordó a su abuela, tan devota que no había domingo sin que fuera a misa, ni regaño en el que no citara algún pasaje de la biblia. Pensó en ella, en sus padres, en sus hermanos y sin percatarse, apretaba fuerte la mano de Gaetana, quien miraba las ventanas como una hipnotizada.

-¡Gaetana! ¡Ni lo pienses! ¡Saldremos de aquí! ¡Abrirán las puertas!- le ordenó pero la chica no le hizo caso. Perdida en el dolor y el terror, se zafó de su mano, corrió hacia una ventana y se perdió entre el humo para no volver jamás.- ¡NOO!- gritó Donatella y cayó de rodillas debido al esfuerzo y la tos. Su ahogo fue tal que sentía los pulmones heridos y una piedra caliente en el pecho. Ya tumbada en el piso, fue escuchando cada vez más lejos ese infierno del que nunca debió ser parte. Después, sólo silencio…


El frescor de ese 25 de marzo acarició la piel quemada de Donatella. No supo cómo ni cuándo la sacaron de ahí, sólo supo que nunca había visto el cielo más hermoso. Poco a poco, su mente se aclaraba como si también estuviera invadida de humo. Trató de sentarse pero un tipo, al parecer bombero, le impidió que lo hiciera. El aire se sentía en sus heridas como lamidas de ácido, notó que su cabello estaba chamuscado en varias partes y sus piernas con quemaduras serias por haber ayudado a una de sus compañeras. Se le vino el recuerdo de Gaetana corriendo hacia la ventana y rompió a llorar. Sus lágrimas se encargaron de limpiar un poco la ceniza de su cara. Decenas de cuerpos tirados en la calle, unos cubiertos, otros aún no. Mujeres, muchas mujeres que habían luchado por salir adelante. La gente corría de aquí para allá, bomberos, policías y mirones. El fuego en las alturas aún no terminaba de extinguirse, todo era un completo caos. Donatella volvió a reposar su cabeza en el asfalto y la giró para ver a lo lejos a los tres capateces de la fábrica fumando como si hubiera sido sólo un mal día. El maldito que la agredió se veía algo preocupado. De seguro estaba pensando en que quedaría sin trabajo.


En conmemoración a aquellas mujeres luchadoras.