jueves, 29 de enero de 2009

Sorpresivo enemigo


Ese día quería ser ciego y no ver lo que mis ojos asombrados me revelaban. El humo gris de las bombas y el fuego crepitante de las casas incendiadas me asfixiaban las intenciones de respirar libremente. Estaba completamente abandonado a mi desconcierto, negándome ante la cruda realidad que se desplegaba orgullosa frente a mí. Entre tosidos y arcadas, la mano de unos de mis compañeros de batallón me cogió por la solapa de mi chaqueta y corrimos a merced del camino pedregoso. Podía sentir lo filoso de las piedras aún calzando las botas de reglamento. No lograba convencerme de cómo algunos niños de aquel lugar, caminaban con los pies desnudos, llorando algún muerto a causa de esa guerra desatada. Creo que con eso último me respondí sin pretenderlo. Resultaba lógico. Ellos sentían un mayor dolor que piedras agudas clavándose en la piel.


Mi compañero y yo, seguimos nuestra carrera sin disminuir la velocidad en ningún momento. Escuchaba el silbido de las balas pasar por nuestro lado como abejas, el impacto de ellas sobre la tierra y el ruido hueco y repetitivo de las metralletas a la distancia. Estábamos siendo el blanco favorito de nuestros enemigos, aunque la adrenalina nos mejoró los reflejos y conseguimos salir ilesos de la línea de tiro. Nos atrincheramos en una fosa cavada a orillas de la ruta y apuntamos las armas hacia el bando contrario. Descargué todas mis municiones con la esperanza de no haberlas malgastado… ¿Esperanza? Esa palabra tan incongruente me causó una sonrisa irónica mientras sentía el golpe de mis disparos contra el hombro. ¿Cómo podía hablar de esperanza? Era como hablar de paz, de tolerancia… estaba tan sumergido en la lucha que había olvidado mis valores y prioridades. Miraba entre el polvo flotante del ambiente, cómo soldados de ambos extremos se destruían con un odio tangible, incluso palpable. Tuve miedo de enfrentarme cara a cara con la muerte en manos de quien jamás había visto y nada sabíamos uno del otro. Quién sabe si mi ejecutor disparaba con las convicciones claras, si lo hacía a voluntad propia o seguía algún mandato.


El escándalo de los bombazos me resonaba en los oídos y no lograba escuchar bien. Mi compañero algo me dijo pero no supe de qué se trataba hasta que un disparo le atravesó la garganta. Estremecido por el torrente de sangre que brotaba desde la arteria, me obligué a cubrir el agujero con la palma de mi mano viendo cómo por entre mis dedos la vida de él se escapaba velozmente. Su esfuerzo instintivo por respirar, lo sacudían de forma violenta al tiempo que yo, desesperado, gritaba por el médico del escuadrón. Nadie acudió en nuestra ayuda. Mi compañero me ofreció una última mirada lagrimosa y asustada hasta que en una profunda exhalación abandonó esa guerra para siempre.


Con los dientes apretados, cogí mi fusil entre las manos y apunté hacia delante disparando ciegamente. El gatillo resbalaba de mi dedo aceitoso por la sangre fresca, fallando un par de veces en mis aciertos. Pude distinguir a alguien armado entre el humo y dirigí mi rabia hacia él. Lo impacté tres veces en medio del pecho sin imaginarme jamás que me causaría una sincera alegría el hacerlo. Estaba poseído. De pronto, el silencio se apoderó de todo el lugar. El fuego cruzado había terminado y me atreví a salir de la trinchera para ver a mi víctima de cerca.


Caminé varias zancadas antes de llegar a destino, tenía el arma apretada y lista por si me llevaba una sorpresa desagradable, distinguiendo finalmente el cuerpo inerte derribado en el suelo. Mi mente se turbó al verlo. Quise retroceder pero estaba plantado en la tierra como un árbol de profundas raíces. Solté el fusil creyendo que ardía en mis manos y me quité el casco, derrotado. No lograba convencerme de lo que estaba viendo, todo en mi interior se vino abajo como un maldito castillo de naipes. Comprendí que sí me había llevado una sorpresa después de todo. Con mucho esfuerzo, logré moverme mecánicamente hacia un rincón y dejarme caer allí para llorar tranquilo al pequeño niño armado que había matado.

El eterno protagonista


¿Cuánto tiempo había pasado desde aquel último abrazo?...
Su memoria, por muy prodigiosa que fuera por sobre otras, ya lo había olvidado por culpa de tanta trivialidad inútil al alcance de la mano. Qué fastidio era eso. Sin embargo, sus brazos jamás olvidaron las dimensiones de ese cuerpo femenino ni el aroma de su cabello, necesitaba estar cerca de ella una vez más o se volvería loco de pura añoranza. Desesperado e impetuoso, esa tarde invadió el departamento en donde vivía su amada hallándolo tan vacío como su pecho de hombre demandante. La llamó a viva voz por todas las habitaciones, irrumpió por cada uno de los espacios cotidianos que ella llenaba y al no encontrarla, bajó estrepitosamente las escaleras del edificio para seguir buscándola.


¿Cuándo la había perdido?... Supuso que nunca la tuvo completamente. Siempre estuvo en pugna con la mentalidad de esa joven compleja y soñadora, amarrada en su escritorio cubierto de papeles e historias. No podía retenerla, no podía asegurarla a su lado sabiendo que su espíritu vagaba por fantasías que insistentemente trataba de imponer y prescindir así de la realidad. El muchacho estaba dolido en el orgullo… ¿Acaso era tan mala la realidad con él que necesitaba construir un universo paralelo sólo para escribirlo? ¿Podía llamarse vida a eso?... Aquel juego literario lo había desplazado de la cama por las noches. Las letras seducían a su amante más que sus besos urgentes, más que sus abrazos y encuentros candentes; estaba celoso, celoso de sus creaciones, de sus personajes, de sus héroes, de sus caballeros andantes montados en nobles corceles. Él quería ser el quijote de esas historias pero estaba convencido de que era sólo un antagonista resignado.


Corrió por la ciudad evitando el tráfico, apartando gente y pisando charcos. Buscaba entre el centenar de rostros desconocidos las facciones en las cuales su mirada siempre reposaba dichosa, en paz. Necesitaba besar esa boca intensa, le apremiaba alzarla por la cintura y repetir millones de veces que la amaba sin importar absolutamente nada. Si debía dejarla partir a una nueva aventura sentada en su escritorio, él estaría dispuesto a soltar su mano sin miramientos para luego recibirla en la amplitud de su pecho al regresar. Ya lo había entendido. Ya no le importaban los héroes ni los caballeros o posibles príncipes que pudiesen robarle las atenciones con sus inalcanzables virtudes. Desde ese momento, sería un lector y no un enemigo.


La ansiedad comenzaba a apoderarse de él creyendo que la había perdido, la rabia apretó sus sienes con fuerza al pensar que posiblemente había huido lejos. Frente esa idea, el aire desalojó sus pulmones y tuvo que detener su furiosa carrera unos segundos para retomar el aliento. De pie a mitad de la calle, los bocinazos no eran más que sonidos huecos a su alrededor. Las amenazas de los autos y las palabrotas de los ciclistas, no las tomaba en cuenta mostrándose ausente. Se quitó de la acera por fin para caminar con pesadumbre por la angosta calzada.
Cuando hubo reparado recién en el fuego con el que su esfuerzo le quemaba los músculos, la esbelta figura de una mujer cerca del muelle lo sobrecogió. Allí estaba ella, encogida como una niña y concentrada nuevamente en su escritura. Él se acercó restando los metros de distancia con marcha sosegada. No pudo decir nada hasta que la muchacha lo miró al llegar como si lo hubiese estado esperando desde hacía mucho rato.


- No tienes que temer de mis héroes virtuosos- le dijo de pronto poniéndose de pie y entregándole su cuaderno. Con una mirada elocuente sobre él, lo besó delicadamente en los labios. Agregó- Porque es de ti… de quien yo escribo siempre.


Al escucharla, el aludido no supo qué responder. Comprendió que no era capaz de hilar dos palabras entendibles y se limitó a leer el escrito que tenía entre sus manos. Daba inicio con una sencilla pregunta: “¿Cuánto tiempo había pasado desde aquel último abrazo?...”, y concluía con una pareja de amantes a orillas de un muelle conocido.

miércoles, 7 de enero de 2009

La princesa, el plebeyo y el caballero negro


La cogí de la mano y comenzamos a correr. El viento frío se colaba por mi cabello mojado enfriando mi sudor, sentí un estremecimiento por mi columna vertebral que sin exagerar, sólo pudo compararse con la sensación de tener sus dedos apretados contra los míos. No podía creer mi atrevimiento. Nunca nos habíamos tocado antes, pero aquella tarde, tan exaltados como estábamos, fue una acción casi instintiva. Corrimos, corrimos tanto que apenas pude determinar la distancia. Esquivamos matorrales, árboles, piedras y lodazales. Su vestido de princesa estaba salpicado por el barro pero no le importó y aquello me hizo amarla todavía más si era posible. Escuchaba a nuestras espaldas el galope del jinete oscuro que nos estaba persiguiendo causando que mi corazón reventara en latidos ansiosos. Lo vi blandir su espada resollando a través de su yelmo, tan sediento de sangre y lucha que no parecía humano. No supe muy bien hacia dónde dirigir nuestros pasos, porque sólo una idea tenía fija en mi mente desordenada: salvarla.

Sumidos en la incertidumbre, nos introdujimos más profundamente en un bosque frondoso, sin claros ni valles cercanos, sólo infinita vegetación se extendía a la vista y eso nos favoreció para nadar entre las hojas. En cada paso ayudaba a la doncella a saltar sobre las rocas más sobresalientes. No fue por creerla incapaz de hacerlo, sino por la intrínseca caballerosidad de un joven pueblerino; aún así seguía sorprendiéndome, su determinación de mujer feroz la llevó a brincar como gimnasta sobre sus pies y eso me dejó sin aliento. Se movía de forma hábil, resuelta y desinhibida. No pude quitarle los ojos de encima.
- ¿Qué sucede?- me preguntó. Quedé en blanco sin tener consciencia de mi voz.
- Nada- dije obligándome.
- Pues bien, sigamos.


Tiró de mi brazo sacándome de mi embeleso bruscamente. No teníamos tiempo para miradas elocuentes o momentos empalagosos cuando se temía por la vida misma y si deseábamos conservarla sólo debíamos escapar. El jinete consumía los metros de distancia entre nosotros, vapuleando su corcel para llevarlo hasta el límite de sus esfuerzos. El animal de negro pelaje, relinchaba en cada galope expulsando vapor desde su hocico espumoso. De pronto, la costura de su vestido se enganchó de una gruesa rama a un costado. La tela se rasgó pero no la liberó de inmediato. Con desesperación, quise cortarlo a la altura de su muslo pero nuestro perseguidor estaba a sólo tres zancadas. Me afiancé de mi espada llevada al cinto desenfundando el acero para defendernos. Si alguien moría aquel día brumoso, definitivamente sería él. Fue entonces donde giré sobre mis talones y enfrenté ese rostro cubierto por una armadura de hierro. Verlo correr hacia mí, tuvo el mismo efecto que ver un tren a toda marcha mientras estoy detenido en medio de las vías. Mis manos temblaron. Podía adivinar el odio en sus ojos, la frigidez de su mandíbula y lo acelerado de su corazón endurecido pero no me importó. Apreté el mango de mi espada esgrimiéndola justo en el instante en que trató de pisotearme con los enormes cascos de su caballo.


Mi espada liberó chispas cuando el acero chocó contra el del enemigo y el sonido del metal resonó por todo el bosque al igual que una campanada. Volví a arremeter casi a ciegas, encontrándome nuevamente con la reacción del jinete interceptando mis golpes. Debía admitir que era un guerrero muy bueno, no muchos podían reaccionar de manera tan precisa al estar escudado con tanto hierro en las extremidades. Cuando agradecí al cielo por mis reflejos oportunos, aquel Caballero intentó cortarme la cabeza por cuarta vez logrando cortar sólo el viento con sus ademanes. Tuve la inyección de adrenalina necesaria para agilizar mis movimientos y convertirme en un guerrero digno para él. En ese momento, al reparar en el cansancio de su cuerpo metalizado, doblé mis rodillas para herir al caballo en las patas. El equino lanzó un gemido cayendo de bruces. Esa inclinación provocó que el jinete fuera derribado de su silla, aterrizando en la tierra húmeda a brazos extendidos. Supe al instante que no tendría otra oportunidad como aquella y decidí atacarlo allí mismo, vulnerable a mis pies, como tantas veces tuve que estar yo sirviéndole debido a mi condición de plebeyo. Se me hizo agua la boca mientras cambiaba mi espada de una mano a la otra. Estaba dispuesto a rebanarle el cuello sin asco alguno. Levanté mi arma por sobre mis hombros, visualicé mi objetivo entre las capas de la armadura y en el segundo de bajar la espada, una mano me contuvo las intenciones cogiendo mi mejilla para capturar mi atención.
- No lo hagas… tú no eres como él- me sopló ella de tal manera que pensé que me había recitado el comienzo de un poema. Mi ira frenética se desinfló.
- Por ti, me convertiría en un asesino a sangre fría.


Ella se sonrojó al oírme pero no nos detuvimos a asimilar nuestras palabras. Volví a enfundar el acero en mi cinto y retomamos la carrera lejos de ese hombre envasado en su propia crueldad. El cielo sobre nosotros liberó un rugido desconcertante antes de que comenzara a llover. La cortina acuosa nos empapó de sólo un parpadeo y me perdí de nuevo en esa belleza celestial que me contuvo los latidos. Aquella princesa fugitiva, corría a mi lado con sus cabellos adheridos al rostro rompiendo su seriedad. La sonrisa que surcó su boca, parecía ser incongruente a las circunstancias pero me llenó de calidez el pecho. Encerré nuevamente su delicada mano con la mía y seguimos el sendero ya despejado. Casi al mismo tiempo, distinguimos un viejo sauce de hojas lánguidas frente a nosotros, lo suficientemente largas y frecuentes para protegernos de la lluvia y de nuevos peligros. Sin dudarlo, nos refugiamos bajo las greñas de aquel árbol triste, sintiendo el cansancio de años mordiéndonos el cuerpo.


Allí, abrigados a merced de un paraguas natural, pude apreciar cada detalle de sus facciones a mi antojo. Era realmente espléndida, como una sirena de ojos plateados. La cadencia de su respiración me calmó el ímpetu del reciente enfrentamiento y un letargo satisfecho me invadió por entero. Ella se sentó en las raíces levantadas, yo la imité tomando lugar a su lado. Me sentía con el corazón desaforado. Estaba seguro de haber quemado toda timidez en mí gracias al fuego de cuidarla bravamente y aproveché ese impulso para desenvolverme de manera diferente. Ya no era el plebeyo, ya no era el simple pueblerino que la veía como un ángel inalcanzable; estábamos allí, bajo las mismas condiciones, sumidos ante el mismo destino fortuito y me sentía como un rey poderoso. Ninguno podía articular palabra ni emitir sonido, el aura se había intensificado tanto entre los dos que nos robó deliberadamente la sorpresa, sabíamos que era ése el momento de unir por primera vez nuestros labios y mis músculos se tensaron. Ante esa batalla yo ya estaba vencido incluso sin haber empezado…



- Hija… ¿Estás aquí?- la voz de una mujer nos hizo brincar al unísono. La mano de la recién llegada apartó el mantel blanco de la mesa para poder ver bajo ella. Nos encontró enseguida, tomando a mi amiga de la mano- Vine a buscarte, estás empapada… ¿Qué le pasó a tu vestido?
- Debíamos escapar, mamá- le respondió mi amiga, saliendo de nuestro refugio hacia la amplitud de la sala de mi casa. La señora resopló mientras miraba sus ropas sucias de lodo y el peinado desarmado por culpa de la lluvia- Casi nos atrapa el Caballero negro, tuvimos que escondernos aquí- insistió mi princesa pero no fue tomada mucho en cuenta. Yo asomé mi cabeza entre el mantel y le sonreí. Habíamos vuelto a la realidad de tener siete años.
- Nos vemos en la escuela- le dije como despedida, viendo cómo caminaba hacia la puerta acompañada de su mamá. Mi hermano, por otro lado, entró a la casa embarrado hasta las orejas, enfadado y con nuestro perro gran danés jadeando de cansancio. Al verme bajo la mesa me ignoró, pero mi perro acercó su enorme cabeza negra y me lamió la cara. Por lo visto, él sí me perdonaba la zancadilla hecha con el palo de la escoba en sus patas…

lunes, 5 de enero de 2009

Navidades y Años Nuevos


¿Qué podía la joven decirle al año que acaba de pasar?
¿Gracias por irte al fin?, ¿Gracias por ser un año de descubrimientos nefastos y enseñanzas mediocres?... aunque ella no quería ser tan déspota con ese conjunto de doce meses, no podía evitar el tornarse peyorativa. El año 2008 no sólo le dio a entender que la amistad o el amor eran frágiles como una copa de cristal, sino que también la vida era simplemente injusta, por esto mismo, al vislumbrar alguna justa acción se sorprendía tanto al punto de no creerla y cuestionarla, ¿Eso era sano o correcto?

A ella le hubiese encantado volver a los trece años, donde creía fervientemente en cualquier cosa y podía caminar embarrándose los zapatos sin importarle nada en lo absoluto. Estaba a inicios de una adolescencia anhelada recibiendo las navidades y años nuevos con los brazos abiertos porque no había nada qué temer. Quería volver a ser esa niña que se maravillaba con todo lo bueno de su entorno, pues ahora sólo se deshacía identificando lo terrible primero para no ser tomada por asalto.

- ¿Qué valoras del viejo 2008?- le preguntó una de sus amigas en esas tardes de cerveza y cigarrillos.
- El hecho de quitarme la venda de los ojos.
- ¿Y qué opinas?
- Que prefiero el 2007.

Los colores que adornaban su alrededor sencillamente se estaban extinguiendo, la primera vez que lo notó fue al sentir un calor anormal en el centro de la ciudad de Santiago… algo estaba haciendo falta y de inmediato el soplo de las respuestas obvias la hizo cabecear: la persecución del Desarrollo había reemplazado la flora por antenas de celular y anchas calles de asfalto para que circularan más Chevrolets y Suzukis de último modelo. “Dios nos libre de un árbol frondoso que convierte lo urbano en rural”, exclamó ella irónicamente, viajando hasta su hogar por una avenida escampada y ardiente.

El 2008 fue especialista en subrayar a aquellos que no conocían la palabra “Fe” ni “Humildad”. Agudizando su visión de crítica sólo como ejercicio, la muchacha observó la navidad recién pasada al igual que un arqueólogo en recovecos faraónicos. Navidad: una celebración culinaria, escéptica, regalada y muchas veces olvidada… “¿Qué es lo que provoca esta fiesta en las personas?”, se preguntó, “¿Nostalgia, impotencia, ira, indiferencia?” Hay quienes se burlan del motivo, unos se desloman comprándolo todo en las oferta y otros sienten la necesidad de ayudar al desvalido. Mientras que desaliñados Santas Claus caminaban por las calles regalando dulces roñosos o riendo en su conocido “Jo-Jo-Jo”, todos pasaban de largo ante ese gracioso pesebre que albergaba unas figuras miserables de personas y animales, todos extrañamente tristes.

“¿Dónde está el fantasma de la navidad pasada, el de la navidad presente y el de la navidad futura?”, volvió a preguntarse la joven. Esa vez, buscó entre las miradas traviesas de sus amigos consiguiendo sólo imprecisiones. Le hacía falta de manera urgente una respuesta concreta. Ella imaginaba a esos fantasmas como algo real, los idealizaba y les delegaba la responsabilidad de traer contestaciones a sus infinitas interrogantes. El de la navidad pasada de seguro la transportaría hasta su infancia, donde su madre se encerraba en la cocina a preparar carnes, cocer papas y condimentar ensaladas tarareando “Feliz Navidad” de Feliciano; la chica, como niña curiosa, hurgaba por los rincones buscando al escurridizo Santa Claus. Misteriosamente, siempre aparecía cuando su padre no andaba cerca, como Clark Kent y Superman. Aquel fantasma le recordaría la inocencia con la cual se vivía la navidad entonces, esa ingenuidad pura de infante con la cual decoraba el árbol con adornos de cristal y se vestía con la ropa nueva para salir a jugar. Recordó esas festividades, las tarjetas navideñas, los fuegos artificiales que con su padre encendía fuera de casa y- desde la boquilla de una botella- se elevaban hasta el cielo gracias a la mecha que les daba la vida. De seguro también vería de nuevo a ese vecino de buena voluntad que se disfrazaba en el barrio como parte de una conspiración de la gente adulta. Ese atuendo rojo no era más que un señuelo para los niños, una vil distracción que seguían, entusiasmados. En su famosa camioneta- que en nada se parecía al típico trineo- el Papa Noel deambulaba cerca de medianoche, bocinando y clamando a voz en cuello mientras que los padres repartían los regalos bajo el árbol de pino natural. Ahora que la joven lo pensaba, debió sospechar antes de aquella farsa. Era obvia la similitud de don Sergio, el vecino, con el subestimado Santa Claus. Su voz familiar y barba mal pegada lo volvían sospechoso.

Entre sonrisas que curvaban sus labios, la muchacha se volvió a preguntar: ¿Qué la haría ver el fantasma de la navidad presente? ¿Qué cosas valdría la pena rescatar? Y con sólo pensarlo, se estremeció ante el temor de la posible decepción. Obviamente ya había descifrado que el anciano de la ropa roja nunca existió en verdad; una lástima porque se veía un buen samaritano, desinteresado y amable con los niños. Ahora, dejando todo eso a un lado, entraba en juego un tema mucho más complejo: el pesebre gracioso con las figuras tristes que había mencionado… ¿Por qué se veían tristes? ¿No es un nacimiento motivo de felicidad? ¿Cómo reemplazar o empatar a Santa Claus con un niño, una estrella y tres tipos con turbantes? El niño podría curar a un ciego, pero eso no valía nada ante el saco lleno de regalos que el anciano cargaba en su trineo. El fantasma le haría ver que la navidad presente no es más que una celebración ambigua de gente que festeja, gente que obsequia, gente que consume, gente que bebe, gente duda, gente que reprocha, gente que reza… una mezcla de actividades paralelas que sólo lograba confundir hasta al más resuelto.

- Esa ha sido la mejor novela ficticia de todos los tiempos- oyó decir un día.
- ¿Cuál?
- La Biblia- le respondieron sin más. Ella encogió sus hombros.
- ¿La has leído?- preguntó. El aludido dudó tratando de mostrarse displicente.
- No, ¿por qué?
- Cuando lo hagas, sabrás entonces si es la mejor… e incluso si es ficticia o no.

Eso hacen los críticos, leen luego categorizan. Es cosa de ver el ranking de Best-Sellers para ver radiantemente a Harry Potter y Crepúsculo de la mano en primeros lugares. La joven dudaba mucho que llegaran hasta allí sólo por la linda portada ¿o sí?... Se detuvo, y rió por su propia divagación obligándose a volver en tema.

- ¿Qué es lo que más temes?- la sorprendieron con algo tan simple.
- Ser visitada por el fantasma de la navidad futura… me sobrecoge la idea de una navidad en los años venideros, sin Dios, sin ley, sin humildades, sin benevolencias, sin inocencias, con un viejo que construya X-Box de madera. Temo al calor en aumento en las ciudades y a la disminución del aire, al verde opacado por el gris en todas sus degradaciones, a la rabia que gobierna a la gente al punto de poder saquear el trineo de Santa Claus y cometer vandalismo en el pesebre… ése del niño recién nacido, de la estrella luminosa y de los tipos con turbantes. Por esto y más… sólo deseo que vuelva el fantasma de la navidad pasada- concluyó suspirando trabajosamente…