jueves, 7 de noviembre de 2013

De amor y otros conflictos - II



Francisco y yo surcábamos los cielos como dos aves rapaces. Él pasaba por mi lado realizando alguna maniobra temeraria y presuntuosa, y por mi parte hacía lo mismo y en lo posible mucho mejor porque no aguantaba que me venciera en las alturas. Ambos nos autodenominábamos los mejores pilotos de la Fuerza Aérea y vivíamos en constante competencia. Las nubes obesas de Punta Arenas siempre amenazaban con lluvia, pero desde la cabina de mi avión parecían algodones inofensivos que invitaban a atravesarlas. Siempre me gustó volar luego de las cinco de la tarde. El sol se escurría hacia el horizonte y sus últimos rayos refulgían testarudos atravesando el vidrio de mi cabina.

-Ya estás con tus atardeceres mamones- escuchaba a Francisco burlarse por el radio.

Él me conocía como nadie. Podía observarme sólo unos segundos para adivinar qué significaba el gesto que dibujaba en mi cara y darme justo en la herida. Bueno, yo también lo conocía muy bien. Creo que esa fue una de las cosas que me hicieron amarlo, saberlo como la palma de mi mano y que al mismo tiempo me sorprendiera tanto. Sí, me enamoré de él y aun luchando contra ese perturbador sentimiento, aun tratando de extirparlo para ponerlo bajo un microscopio y analizarlo, lo negué hasta estallar en llanto entre sus mismos brazos. Francisco me sostuvo, serio, con su ceño fruncido y manos seguras. Recuerdo que me abandoné como un niño creyendo que se desprendía la carne de mis huesos, y lo único que daba vueltas en mi cabeza era el rostro de mis padres llegando a marearme.

-Gabriel, mírame…- me pidió y yo, con mi rostro mojado en lágrimas, hice el mayor esfuerzo de mi vida por obedecerlo- Todo está bien, tranquilo.- susurró, y sumergidos en una tensa pausa me besó con cierta timidez, Mi pecho pudo explotar en ese mismo momento porque sentía mis pulmones y mi corazón tan gigantescos que no cabían entre mis costillas. No recuerdo muy bien lo que sucedió después, ni siquiera recuerdo por cuánto tiempo nos besamos, quizás fue sólo un segundo, un roce. Francisco me contó después que lo empujé con fuerza alejándolo de mí y eché a correr calle abajo como un desquiciado.

Las cosas se complicaron, nuestra relación de compañeros se complicó, lo sé, pero no podía estar lejos de él por más que lo intentara. Dejé de llamarlo debido a la vergüenza y al miedo, lo evitaba en los pasillos de la Base, cambié horarios y rutinas pero nada de eso sirvió. Comencé a necesitarlo como al aire. Fingir ante todo el mundo que sólo éramos colegas resultó ser una tortura que tuvimos que aprender a manejar, porque Francisco también cayó en ese pozo confuso. Éramos los intachables dentro de la cuarta Brigada Área y que todos se enteraran de nuestra relación, fuera de lo estrictamente profesional, sería el fin de nuestras carreras. Era cosa de ver las noticias y la reacción de ciertas instituciones al descubrir a sus subordinados en actos indecorosos para sus valores morales.

-Miren a esos huevones…- reclamaba mi superior hacia la televisión una tarde- ¿Cómo es posible que manchen así su uniforme?- en las noticias, pasaban el reportaje de unos miembros del ejército descubiertos en su condición sexual. Los comentarios continuaron.

-Esos maricones no tienen vergüenza- dijo uno que reconocí de la otra escuadra. Sonreí irónicamente ante su descaro. Él hablando de maricones cuando todos sabían que cagaba a su mujer con otra. Me mordí la lengua para no lanzar algún improperio. Francisco estaba cerca de mí con los brazos cruzados contra el pecho. Serio. Noté su mirada fija en mí pero evité volverme hacia él o me vendría abajo.

-¿Qué te parece esta mierda, Martínez? ¡Hasta qué punto hemos llegado!- me preguntó otro compañero. Yo sentí que la garganta se me secó de un chasquido. Traté de verme lo más tranquilo e indiferente ante su mirada expectante aunque bajo mi uniforme de vuelo, sudaba como un cerdo. El miedo me superó.

-Deberían echarlos cagando a todos- dije por caer bien y poco después de callar, el sonido de la puerta cerrándose a mis espaldas me advirtió que Francisco había salido. Me excusé con alguna mentira, salí de la oficina y fui tras él sin encontrarlo en lo inmediato. No supe qué miedo fue peor, el ser descubierto o el perderlo. Cuando lo vi, a mitad de camino hacia el estacionamiento, lo detuve del brazo. Francisco se zafó de mi mano con brusquedad.

-¿”Deberían echarlos cagando a todos”? ¿Es una broma?

-No supe qué responder…

-¡Si no sabes qué decir, entonces cierra el hocico!- refutó y me empujó provocando que con mi espalda golpeara otro auto cercano. La alarma lanzó un breve sonido. Siguió caminando hasta llegar a su vehículo introduciendo la llave en el seguro para abrirlo.

-¿Y qué esperabas que dijera? ¿Ah? ¿Que los apoyo cuando tú mismo escuchaste que hasta el jefe no los tolera? ¡Se hubiera provocado una discusión desagradable…! - Francisco me miraba con ojos agudos como estiletes, sentí que me había perforado la cabeza. Dejó la puerta abierta y se acercó un par de pasos hacia mí.

-¿Qué esperaba que dijeras? Te recuerdo, Gabriel, que te enamoraste de un huevón, de mí… esperaba que dijeras cualquier cosa menos esa mierda.- habiendo dicho eso, giró sobre sus talones, abordó el auto y se fue sin que pudiera articular una sola palabra para detenerlo.

Luego de esa discusión, nuestra primera discusión después del primer beso, porque antes de eso discutíamos por todo, fui hasta su departamento con la cabeza revuelta y el corazón dolorido. Golpeé dos veces la puerta y al abrir nos quedamos mirando sin decirnos nada. No sé qué cara de culo habría tenido o qué ojos enrojecidos llevaba en mis cuencas, porque Francisco a los pocos segundos me instó a acercarme a él y me abrazó fuerte, ahí mismo en el umbral. Nos recostamos en su sofá y me acariciaba el cabello sintiendo que también acariciaba mis pensamientos. Juro que para mí cada roce que proviniera de él era capaz de sanarme hasta las quemaduras en la piel.

Hicimos el amor por primera vez esa noche, con fervor e impaciencia, a manotazos, a mordiscos, y en cada fricción, en cada beso depositado en nuestras bocas, el mundo carecía más y más de sentido, de tiempo, de espacio. Nos envolvíamos los cuerpos restando todo vacío posible entre nuestros ángulos. Yo me refugiaba en sus espacios, él seguía mis líneas aprendiéndome de memoria. Le pedí perdón por ser tan condenadamente cobarde mientras mordía mi cuello susurrándome que todo estaría bien. Quise convencerme de ello, quise hacer de sus palabras un argumento propio estrechándolo vigorosamente contra mi pecho. Nos dormidos sumergidos entre las sábanas respirando con la misma cadencia y tranquilidad, sintiendo que las horas eran prácticamente segundos derramados por el suelo, como nuestros uniformes desde donde las medallas soltaban destellos.