martes, 24 de julio de 2012

Saving lives


No había logrado salvarlo. Por más que luchó en ese enfrentamiento sin cuartel, pudo sentir bajo el desfibrilador cómo los latidos de su paciente se iban apagando como una ahogada llama sin oxígeno. La joven trató de evitarlo, trató de convertirse ella misma en una corriente eléctrica y recorrer sus venas hasta el corazón pero nada pudo hacer, y las lágrimas huyeron de su fortaleza sin permiso. Ella las barrió de un manotazo torpe y salió del quirófano empujando con sus brazos el aire espeso.

Aquella tarde llovía. No era una lluvia común, eran gotas pesadas que caían como rocas en un tejado de metal causando alboroto. Así las sentía ella golpeando su cabeza. Condujo su camioneta ciega de llanto hasta ese rincón que era suyo, privado, a un costado de la estrecha carretera. Estacionó entre los arbustos y descendió respirando a todo pulmón la humedad del ambiente. Sin pensarlo demasiado, se cambió de ropa quitándose la bata blanca para calzarse su traje de buceo negro a su delgado cuerpo. Cogió su tabla que siempre llevaba en la parte trasera, cruzó la breve distancia hacia las arenas mojadas de la playa y admiró el mar unos segundos. Le encantaba imaginar que el océano la estaba esperando como cada día de lluvia. Sí, la joven doctora sólo surfeaba en días de lluvia… y cuando su pecho ya no resistía más los embistes del dolor.

Se lanzó al agua recostándose con maestría sobre la tabla. Braceó elevándose sobre las olas como parte del perfecto paisaje. Veía el cielo tan cerca que bien podía besar las nubes de haberlo deseado. Sus lágrimas eran lamidas por el fuerte viento y eso era lo que estaba buscando. Estaba cansada de limpiárselas con las manos manchadas de sangre. Se deslizó en la primera ola experimentando la velocidad, el vértigo y las microscópicas gotas salpicando su rostro. La marea estaba inquieta, tenía ese color amenazante del plomo fundido pero no le importó, fue por la siguiente, luego la siguiente, hasta que sus piernas temblaban aferrándose a la tabla bajo sus pies con inseguridad. La repentina rabia del mar la traicionó y el oleaje se desembarazó de ella como un toro salvaje de su jinete. La muchacha fue cubierta por una sábana de agua volviéndose todo confuso, turbulento, sometida a los antojos de un remolino caprichoso. Muchas imágenes destellaron en su mente… sangre, jeringas, mascarillas, miradas doloridas, reproches, gritos, abrazos… todo un resumen de su vida como terca doctora enemiga del destino.

De pronto, cuando el agua salada comenzaba a entrar de lleno a sus pulmones, la forma de un bote en la superficie sobre su cabeza apareció de la nada. Un segundo cuerpo se zambulló, la tomó por la cintura y tiró de ella para sacarla de allí. A viva fuerza, cayeron a una cubierta tosiendo sin parar. La joven, con sus ojos doloridos y visión todavía borrosa, reparó que se trataba de un bote de la Guardia Costera. Sonrió para sus adentros. Ya la conocían por su deporte en días de lluvia y desolación.

-¡Por favor, doc! ¡Le he dicho mil veces que no surfee cuando llueve de esta manera!- le reclamó el salvavidas cubriéndola con una gruesa toalla blanca. Ella sólo lo miró con sus pupilas rotas- ¿Qué ha pasado?
-Perdí a un paciente hoy. Es el primero al que no logro salvar… - dijo entre los espasmos de su llanto. El salvavidas se enterneció al oírla y la abrazó para evitar que se desmoronara a pedazos.
-Yo también he perdido... a varios, de hecho…- le respondió en voz baja- pero hoy la salvé a usted. Mañana será otro día.- y la joven, sin decir nada, apoyó su cabeza en su pecho sintiéndose confortada. La lluvia seguía cayendo con fuerza.

viernes, 6 de julio de 2012

Hay cosas que sólo se les pueden contar a un extraño


-Hace mucho tiempo fui una sedienta de la vida. Estuve famélica del mundo hasta darle mordiscos en cada una de sus rotaciones. Tenía claro cada punto cardinal, sabía que el sol aparecía por el este y hacia el oeste terminaba su jornada. Yo amaba, amaba hasta provocar derrumbes con mis latidos, hasta sentir que incluso el viento podía tocar mi corazón y se estremecía. ¿Has conocido alguna vez a una actriz que jamás abandona un papel? ¿No? No soy más que un envase vacío que lleno con fortalezas prestadas y emociones corrientes para crear una sonrisa perfecta pero contenida. Soy enteramente una puta Mona Lisa que sonríe por sonreír. Tengo un desacuerdo de color violeta en mi pómulo… irónico, es mi color favorito pero jamás creí llevarlo en el rostro. ¿Dónde dejé mi amor propio? ¿Fue abusado por esa sumisión de mujer adulta que me carcome la piel y me vuelve enferma? ¿Es el temor el nuevo sinónimo de buen amante? Siento mil manos viniendo a mi cara despejando las caricias con golpes, como si llovieran palabrotas en una tormenta que me azota donde duele, que me azota justamente donde mi escudo no me cubre... – la joven se calló de repente al perder el aliento y rompió en llanto entre sus manos. Su atropellado monólogo la dejó sin aire en sus pulmones. Una extraña la escuchaba con atención, la abrazó de forma estrecha mirando el reflejo de ambas en el amplio espejo del baño público. Un escenario tan ideal como incongruente. Trató de consolarla sin conocerla, sabiendo que su plato sobre la mesa se enfriaría. Le importó un carajo, la cuenta del restaurante no la pagaría ella. Le secó sus lágrimas con los pulgares, la besó en la frente como acto milenario de respeto y bendición, y con ello logró hacerla sonreír. – No le cuentes a nadie, ¿de acuerdo?
-¿Que no le cuente a nadie qué?-  contestó.

martes, 3 de julio de 2012

Ambición de agua


Oriente Medio, Irak
Cercanías de los ríos Tigris y Éufrates.

Tenía que seguir corriendo, tenía que hacerlo. Escuchaba la carrera de esa docena de botas militares tras ella, el ladrido de los perros entrenados para ser tan irracionales como los humanos y los gritos denigrantes a voz en cuello pisándole los talones. La joven periodista, sabiendo que tenía una mina de oro en la película de su cámara, aumentó la velocidad entre los pastizales, troncos y rocas de un paisaje agrario incongruentemente tranquilo. Las ramas secas le arañaban el rostro, las zanjas la hundían hasta los tobillos y cayó de bruces en varias ocasiones por culpa de ese terreno tan disparejo. Maldijo su incontrolable torpeza y continuó su huida frenética hacia la alambrada de la frontera con Turquía. Sólo allí podría estar a salvo.

Nunca deseó con tanta fuerza una lluvia copiosa, bendita, revitalizante. El clima parecía enemistado con el mundo y poco a poco la tierra se estaba secando, se estaba muriendo. Mientras que la periodista corría por su vida en las entrañas del Medio Oriente, rememoraba el derroche de su propia gente convirtiendo todo lo dicho, todo lo discutido y peleado en algo totalmente inconsecuente. Ahora, frente al verdadero problema, donde pudo respirar la escases y ver con sus propios ojos la piel envejecida de los niños como verdadero follaje de otoño, no pudo más que inmortalizar la ambición del gobierno en fotografías de los canales de irrigación. Las lágrimas se escaparon de su fortaleza dibujando un camino hasta su mentón sucio. Sintió que su entereza se desmoronaba de un chasquido, tal como un castillo de naipes y tuvo miedo, un miedo tan absoluto que había convertido su columna vertebral en una barra de hielo.

Al llegar a la alambrada, comprendió demasiado tarde que había llegado a un callejón sin salida. Trató de escalarla impulsaba por la adrenalina pero el tirón de un brazo poderoso la arrojó al suelo. Vulnerable, la joven recibió una patada en la región lumbar que la dobló en dos. Perdió el aliento al instante sintiendo unas ganas horrendas de vomitar. Los hombres uniformados le espetaban maldiciones en su lengua nativa de manera desafiante. De seguro exigían la cámara colgada a su cuello y sus órdenes eran entregarla. La periodista se negó echando en mano su testarudez. Uno de los hombres, el de más alto rango, la tomó por la ropa para incorporarla. La mirada llena de lascivia que vio la muchacha en su enemigo le despertó todas las alertas y le escupió en la cara. El oficial, decidido a educarla a la fuerza, levantó su áspera mano para descargarla sobre ella, pero en ese momento y contra todo pronóstico, una camioneta blanca derrapó en el terreno baldío atropellando a unos cuantos en su maniobra. Al detenerse con brusquedad, desde una las ventanillas salieron disparos que dieron en el oficial a quemarropa. Los perros ladraban enloquecidos.

-¡Sube ya!- le gritó el conductor abriendo la portezuela del copiloto. La joven recién pudo darse cuenta de que se trataba de su compañero de labores. Sin pensarlo dos veces, abordó el vehículo que arrancó en una nube de polvo hacia la carretera.- ¿Estás bien?
-Sí, estoy bien- dijo ella, limpiando la suciedad en sus labios con la manga de su camisa.
-¿Lo tienes?- la joven respondió aquella pregunta enseñándole la cámara entre sus manos. Luego de resoplar su dolor y cansancio, miró por la ventanilla hacia las dunas resecas. Apretó los dientes en un acto involuntario de impotencia.
-Lo niegan en todas partes… pero la guerra por el agua ya ha comenzado.