domingo, 30 de enero de 2011

Si tú no... yo tampoco


Cuando te dejé en la estación de trenes y te dije que te extrañaría, te estaba mintiendo, no lo haría… porque sabía muy bien que tú no lo harías. Me sonreíste nerviosamente sin decir nada y con ello me lo confirmaste. Esperaba que me respondieras, que me mintieras como yo lo estaba haciendo por lo menos, ni siquiera eso pudiste hacer. Sentí como si la recámara de mi revólver estuviera llena de balas y la tuya completamente vacía. Ante un pacto de suicidio, tú me habrías visto morir y yo muriendo por ti.

jueves, 20 de enero de 2011

Te diré algo sobre ella...


Veo la luna y alabo su luz plateada que convierte en joyas las piedras ordinarias. Colgada allá arriba en ese cielo azul y desafiante, la siento sola, abofeteada por las melancolías de muchos y los poemas vencidos de otros. Ella sólo quiere conocer lo que es el calor, el rubor y la compañía.

De su rostro pálido todos conocemos sus cráteres, sus bifurcaciones, sus cicatrices, pero nadie se pregunta por qué fueron causados. ¿Marcas de batallas pasadas? ¿Bullying cósmico en donde fue maltratada? Quién sabe… Es la única que sabe de silencio y que a pesar de visitar el día no lo convierte en noche. No, ella no es egoísta.

Ya basta de esos poetas que la prostituyen delegándole su tristeza, su soledad, su falta de inspiración; basta de esos cantantes de cabaret que la usan como patética seducción. Parecen un batallón de fusilamiento disparándole sus metáforas a quemarropa. La luna ha sido más fiel que cualquier amor barato que nos haya tocado, cagado y dejado. Toda ella es lealtad y constancia. Ojalá hubieran más océanos vastos para reflejarla y noches más largas para admirarla.


Dedicado a mis dos queridos amigos Patricio y Jeannette, con quienes hablé de la luna durante una noche cervecera.

martes, 11 de enero de 2011

Contra los principios


En el mismo momento en que lo vi luchando contra nosotros a favor de sus convicciones, lo amé como una imbécil sin poder evitarlo. Lo vi imposibilitar el paso de los carros policiales, de la fila de camiones que construirían un nuevo vertedero a merced de su pueblo. La gente alrededor gritaba, las pancartas se agitaban por sobre sus cabezas y las banderas nacionales flameaban rabiosas en sus palos. El bullicio me tenía nerviosa. Me sentía una intrusa, una maldita hija de perra que sólo destruía lo que tocaba. Lo miré tímidamente a través de la visera de mi casco verde y me enamoré aún más de sus ojos castaños. En ellos se activaba el fuego de su alma y quise apoyarlo, sin embargo, las órdenes de nuestros superiores habían sido claras: prohibir que los fastidiosos ecologistas impidieran el paso de los recolectores al terreno reservado. Varios de mis compañeros se abalanzaron sobre él por ser el revoltoso líder de la algarabía. El activista se enfrentó a ellos y perdí los estribos. No quería que lo lastimaran, él sólo estaba defendiendo lo que le realmente importaba. Con el escudo que traía colgado de mi brazo, aparté bruscamente a uno de los uniformados para que no lo golpeara con su luma alzada. Mi compañero me miró, confundido. ¡No es necesaria la violencia!, le exclamé, furibunda. Tomé al joven de su brazo para alejarlo un par de pasos. Se zafó de mi mano al instante y me miró con el mayor de los desprecios. Será mejor que te vayas si no quieres que te arresten, le dije, sonando casi a suplica. Sus ojos intensos perforaron los míos y me ruboricé automáticamente. Me sentí una completa idiota. No me iré y no necesito de su ayuda, oficial. Si quieren arrestarme, que lo hagan, me espetó a la cara y se fue en contra de un carro policial a patadas. Lo tomaron detenido en menos de lo que canta un gallo. No pude hacer nada. Mi compañero, al que había reprendido, no le costó darse cuenta de la incierta y dolida expresión en mi rostro.