lunes, 29 de marzo de 2010

Solo pero acompañado




Hicimos el amor en el pasillo, justo cuando me dijo que se iba y caminaba furiosamente hacia la puerta con su maleta. Me volví loco. La retuve contra la pared hasta que sus puteadas hacia mí se transformaron poco a poco en palabras de deseo y desesperación cerca de mi oído. Le pedí que olvidara todo y se negó. Le pedí que perdonara todo y dudó. La desvestí a manotazos aprovechándome de su vacilación y recorrí con mi boca los caminos serpenteantes de su piel. Ella me golpeó riendo, me abrazó desgarradoramente frente a la paciente maleta dejándome desarmado. Contradijo su decisión en segundos y la amé sin descanso aplastándola contra el piso de cerámica. La oí gemir, la sentí temblar, caí rendido a su lado y los minutos en el reloj sonaron igual que balazos. Quise quedarme dentro de ella para siempre, quise hacer de ese pasillo un calabozo imperante y mantenerla cautiva entre mis brazos. “Quédate… deja todo lo demás atrás”, le supliqué. “Déjame ir ahora que te amo o te odiaré desde mañana”, respondió y no pude más que liberarla con temor. Al marcharse, el sonido de la puerta fue un eco que destempló cada hueso de mi cuerpo y supe que no podría levantarme. Amaneció trabajosamente entre esas nubes gruesas de invierno. La débil luz del sol entre las persianas, me sorprendió tirado aún en el suelo y no mostré intención alguna de moverme. Mi gato, ese juerguista nocturno de mil batallas en su pelaje, había llegado por la ventana para lamer mi rostro en señal de saludo. Fue el único consuelo que obtuve esa mañana al quedarme solo.

lunes, 15 de marzo de 2010

Desvarío en noventa palabras


Hoy es una de aquellas noches en donde la luna es amordazada por las nubes y no puede hablar de amor ni de esperanza. Se ha convertido en un fantasma, fría y sin alma… ¿Qué sucede con esas metáforas que de tanto usarlas suenan gastadas? Es de noche, estado inmune al sol y a los atardeceres de colores. Cuando olvido cómo es un horizonte ardiente sólo aguanto las lágrimas para sentir que me queman la mirada. Es la misma tibia y desesperante sensación que revivo cuando me da la gana.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Las secuelas del miedo




Las azucenas blancas se agitan inquietas gracias a la brisa indómita del verano. Ya queda poco para que llegue el otoño y la actual juventud de la naturaleza se torne ancianidad. Lo espero ansiosa. Mientras camino sin rumbo fijo, elevo la mirada dejando que el azul pálido del cielo me llene la memoria. Quiero recordarlo así, translúcido, puro, inmaculado. Echo de menos el cantar de las aves. Sé que volaron despavoridas debido a la sacudida de fin de mundo, pero conservo la esperanza de que volverán algún día. Esta ciudad no puede quedarse sin vida.

Temo que los acontecimientos me hayan robado las palabras. Temo no decir en su momento lo que realmente importa por estar buscando las perfectas, las elocuentes cuando sólo un "Te quiero" es suficiente. El miedo de que la belleza a la que estoy acostumbrada desaparezca me escarcha la sangre. Huelo las rosas en los jardines, la frescura de los eucaliptos, lo regocijante del rocío por las mañanas preguntándome cómo puedo inmortalizar este hermoso momento. Lo mismo me sucede contigo.

La necesidad de contacto prevalece ante lo incorpóreo del recuerdo, y debido a esto, paso las noches en vela ideando la forma de capturarte y así no perderte. Quiero cerrar las ventanas a tu alrededor para que no te conviertas en humo y te disipes en la niebla. Es desesperante. Como darse de golpes contra las paredes sin percibir dolor alguno. Quiero sentirte, quiero herirme por ti y presumir las cicatrices. La única forma que se me ocurre de demostrar que eres real y que en verdad no te perdí en medio del desastre.

De qué manera la cercanía de la muerte y el terror cambia las convicciones y las prioridades. El paisaje ahora me parece mucho más verde, aromático y brillante, los problemas más absurdos e insignificantes, tú… mucho más alcanzable pero al mismo tiempo vulnerable. Eso convierte el espectáculo de hojas secas en costras que se desprenden de mi esperanza. Me abrasa el pavor en cada réplica repentina, y no es por cobardía, sino por aquellas confesiones pendientes que están aún preservadas y edificadas en mi pecho. Lo sé. Llegará el día en que cederán y me derrumbaré como muro de adobe por completo.

lunes, 1 de marzo de 2010

Terremoto




Como un rugido proveniente del subsuelo la tierra nos advirtió que estaba cansada. No pudimos siquiera reprocharle su enfado porque merecíamos una reprimenda como aquella tarde o temprano. El cielo se iluminó con destellos del alumbrado público que colapsaban en ese tira y encoge de pesadilla, y no pude más que cerrar mis ojos esperando que la muerte llegara en cualquier momento. Corrí, corrí sabiendo que no tenía un destino claro. La tierra se sacudía de los pies humanos que ya no tolera sobre ella y no pude culparla, sólo hemos sido una plaga que come y luego se va.

Me siento frente al televisor. Imágenes apocalípticas se proyectan hacia mí golpeando como latigazos. Niños llorando, ancianos demacrados y toda la esperanza de una patria arrojada al lodo. Desde el estropicio veo el desaliento, el futuro truncado como una novela con páginas arrancadas. El terremoto que desmoronó las esperanzas, sigue removiendo la tierra amenazando con regresar, con rugir otra vez para terminar de matar lo que hoy está agonizando.

De pronto, mientras alzo mi vista hastiada hacia el cielo grisáceo, los buitres pasan volando sobre mi cabeza dibujando círculos. Los observo con asco viendo impotentemente cómo consumen sin permiso desde el desastre. Roen, pican y despedazan sin piedad. Quiero coger una escopeta y corretearlos a balazo limpio. Sin embargo no puedo hacer nada, son demasiados. Si me descuido, pueden comer de mí y arrancar mi carne desde mis huesos. Malditos sean esos malintencionados que se reúnen en bandadas para atacar al despistado, al honesto o al derrotado.

Un terremoto no sólo mueve placas oceánicas o continentales, mueve placas del alma y nos desnuda por entero. Ahora, todos los chilenos temblamos pero son nuestras manos, nuestras piernas, nuestra voz al hablar. El miedo nos agarró por el cuello y nos asfixia con su aliento asqueroso. Las replicas llegan como gotas finales de un copioso temporal, latidos de un agónico enfermo cardiaco. Quiero huir, quiero despertar, quiero gritar a ver si puedo asemejar el rugido escuchado la madrugada del sábado. El futuro se ve malditamente lejos, la tranquilidad se echó a volar con las aves fugitivas, mi sonrisa la barrió el tsumani del sur y mi rabia aumenta cada vez que veo a un huevón robando un LCD o un refrigerador.