miércoles, 27 de mayo de 2009

Mirada sensible


Sentada en la Plaza de la Constitución observo al mundo ocurrir como cuadros de transparencias. Tráfico, claxon, gente conversando, gente maldiciendo, gente fumando como yo. El viento frio de este día de mayo me recuerda que el otoño está aquí, tardó pero me acompaña. En medio de la ciudad, divago escuchando la podadora del jardinero trabajando cerca y me burlo de mi letra que ha cambiado al escribir en teclas desde hace tiempo.


Me pregunto si alguna persona entre la muchedumbre se detiene un minuto para mirar a esa hoja seca caer sin prisa, como si la ley de gravedad no aplicara en ella. Tal vez no, pero siempre es mejor pensar que sí. Sin embargo, a pocos metros de mí, un pintor callejero desliza su pincel sobre el lienzo… ¿Qué pinta? No lo sé. Noto su mirada sensible y quizás, al igual que yo, observa al mundo ocurrir a su alrededor. Somos dos, eso ya me consuela. Continua con su oficio, alza la vista y me sonríe. Le devuelvo el gesto imaginando que puede escuchar mis delirios. Sin esperarlo, el artista toma su lienzo y lo voltea para enseñarme su retrato a lo lejos. Soy yo, escribiendo, sentada en la Plaza de la Constitución con la misma mirada sensible que él tenía al pintar… la tenía yo también al escribir. No me había dado cuenta.

viernes, 8 de mayo de 2009

Con la mirada hacia el norte



No llores lágrimas de sangre por tus ojos lánguidos y oscuros. No te avergüences de tus calles afamadas, largas, traviesas y hermosas. Oigo los pasos de tu gente al recorrerte, puedo imaginar la risa sonora de los niños que nada ni nadie puede apagar. No ocultes esa humildad de ceño conmovido y voz suave. No temas enfrentarte a quien te levante la mano y piense en bajarla. Alza tu mirada de guerrero milenario, de valor heredado, y desata la batalla con tu espada empuñada.


Dicen que la muerte te ha señalado. Ese fantasma de luz incierta que pasea por tus avenidas y busca almas de primogénitos, de mujeres, de ancianos, de todos. Pinta el marco de las puertas con sangre de tus venas para espantarla y decir a voz en cuello que tu fortaleza protegerá a los nacidos en tu seno. Eres México, dueño de leyendas, misterios y romances, de tus parques se inspiran los poetas errantes dando al mundo versos, prosas y elocuentes estrofas. Por tus esquinas me tropiezo con un Diego Rivera que retrata tu tragedia en miradas de Frida Khalo, por tus señoriales cafeterías me bebo un café discutiendo la Premonición de Lilia Carrillo y su angustia por los grises que te matizan… yo le digo: Tranquila. La fuerza de tu patria puede más. Los colores volverán.


El vacío y el miedo acallaron tus rancheras. Ese grito de los charros llamando a la alegría, rascando sus guitarrones, riendo con sus bigotes expandidos, los extraña tu tierra y las tierras hermanas. ¿Dónde te has escondido Pedro Infante? Llámalo, búscalo, dile que regrese a animar la fiesta. No permitas que las mascarillas ahoguen nuestro canto. Me la quito, grito un “Viva México” que sólo pulmones bien hinchados son capaces de soltar y te beso, rompo las reglas y te beso la mejilla afiebrada para que luego tú beses la mía.


Me tomo un minuto para pasear por tus plazas y observo al niño que camina cansinamente. Le narro la pasión de Octavio Paz consiguiendo una sonrisa suya pero no la veo, no puedo verla. Maldita máscara de la muerte que me oculta el gozo de la inocencia. Sólo miro sus ojos llenos de esperanza que se achinan al ser feliz de nuevo. Le recuerdo lo sano que es amar y lo mucho que tus calles extrañaron sus juegos de balón en su ausencia. Sufres por aquel toque de queda que te robó la compañía de los pasos, la emoción de los abrazos. El silencio enfermo baila por tus fanales, tosiéndote en la cara y burlándose de tu tolerancia. Me indigna, me exaspera, me provoca clamar por tus legendarios toreros para que lo acorralen en la arena.


¡De qué manera la desolación arañó tu rostro tricolor!... No permitas que sus cicatrices surquen tu piel, que no queden vestigios de este tiempo miserable que puso a prueba tu coraje como Dios probó a Abraham. Persevera, levanta al enfermo y dile que camine, que mire, que ría. Dile que me acompañe a buscar a una amiga y saldremos a conocer la ciudad sin cadenas. Recuerda que por ti caminó una cultura ancestral y perdura reflejándose en tu gente. Diles que no se escondan tras las cortinas ni nieguen sus vidas por temor a la muerte. Malditos sean los que no se atreven a mirarte, malditos los que enlodan tu nombre y dan la espalda a tu petición de una mano amiga… malditos lo que no te besan y tratan de ensuciarte… malditos todos los que no griten un “Viva México, cabrones”

viernes, 1 de mayo de 2009

Te encontraré


¿Te acuerdas cuando brincaste al escalón del vagón y te despediste de mí con un ademán triste y abatido? Supe que no volvería a verte y apreté mis párpados un segundo para retener esa imagen de ti en mi mente, tan bella e inocente. Luché, luché con todas mis fuerzas para alcanzarte, para que no te llevara ese tren oscuro, horripilante… transporte de lamentos y tormentos de una ciudad vapuleada. No pude hacer nada.

Qué duro fue desprenderme de tu abrazo. Al separarnos, noté que mis brazos me ardían al saber que no volverían a rodearte. Te ibas, te ibas hacia un destino que ni tú ni yo conocíamos entre tanta confusión y dolor. Nos dividían como una antigua estrategia bélica para vencernos, pero esta vez no éramos un ejército sino que sólo un pueblo marcado por la historia, por la fe y la convicción.

Intenté acompañarte en tu trayecto por el andén pero me fue imposible. Di un par de pasos siendo inmediatamente impedido por cañones fríos . Seguías mirándome por la ventanilla y reparé en tus lágrimas tan idénticas a las mías. Suspiré llenando mis pulmones de plomo líquido al hacerlo. No lograba soportar el peso de esa despedida forzada que contraía mi alma. Depositaste un beso en el vidrio y lo sentí vívidamente contra mis labios. Volví a llorar.
De pronto, la voz socarrona del soldado se escuchó por sobre el llanto de la gente que, al igual que nosotros, se despedía a gemidos. Aquella voz dio una orden y me estremecí ante la idea de tener que acatarla para siempre. Pudiste ver que me negué a formar la fila que nos imponían. Ya me conoces, soy muy testarudo. El soldado me miró con sus ojos vacíos, opacos, y de un ágil movimiento me dio un fuerte culatazo con su arma. Miré el brazalete que llevaba en su brazo con una insignia cruzada y lo escupí con mi saliva sanguinolenta. Arremetió de nuevo contra mí sin importarle mi obvia desventaja.

Era increíble el poder de la SS sobre las personas. Eran dioses. Podía ver en sus facciones cuadradas y sin emoción, la frialdad robótica de quien es cegado por un odio que ni siquiera recuerda cómo se engendró. Yo lo miraba compasivamente, lamentaba su ignorancia, lamentaba que sus venas, una vez portadoras de sangre caliente, no fueran más que alambres enredados dentro de un cuerpo rígido. Me incorporé para hacerle frente con el mentón alzado, volvió a ladrarme que me formara y me mantuve clavado en la tierra sin moverme. Afortunadamente, el tren que te raptó se había perdido en la curva de una colina y no viste los golpes. Sólo quedamos los hombres, de pie en esa estación atestada, perdida en el mapa. Nos revisaban las manos. No sabía para qué querían revisar mis manos. Son feas, callosas, ásperas… mis ojos son infinitamente más elocuentes.

Al vernos despojados de nuestros tesoros, lloramos en silencio con la mandíbula oprimida. Parecíamos un grupo de niños, temblorosos y vulnerables. Los soldados nos ignoraron, ya habían cumplido su cometido de destruir nuestro espíritu. Miré por sobre mi hombro y supe que todos los castigados guardábamos la misma voz de esperanza. Prometimos volver a encontrarlas. Yo volveré a encontrarte.