viernes, 11 de julio de 2014

Doña Paula y la libertad


Los cascos de los caballos resonaban contra el lodazal de las primeras lluvias de la temporada. Los soldados apretaban las riendas de cuero entre sus manos mientras que el cansancio les soplaba al oído que dejaran caerse y desfallecer algunas horas. El general, ese hombre singular de ojos color cielo, agudizaba la vista hacia el frente confiando en que su memoria no lo traicionaría. Cerca de ahí existía una hacienda, estaba seguro. Habían luchado contra los soldados de la corona valientemente, pero la superioridad numérica le hizo ordenar la retirada sabiendo que les pisaban los talones para darles caza. Necesitaban un lugar de refugio y pasar la fría noche bajo un techo amigable.
A pocos metros de allí, doña Paula despertó en su cama gracias al instinto. Su corazón estaba desbocado y encendió su lámpara ajustando la llama. Se acercó a la angosta ventana de su habitación con la certeza de que una cabalgata se acercaba a sus dominios. Rápidamente se envolvió de un chal blanco, tomó la luz desde la mesita de noche y bajó las escaleras de manera delicada pero presurosa. Sus sirvientes estaban despiertos e inquietos, también escuchaban los cascos y temían que se tratara de una visita impertinente de los súbditos del rey, sin embargo, doña Paula tuvo otra corazonada que la llevó a arriesgarse. Sin importar el frío de esa noche sin viento, la mujer abrió las pesadas puertas de la entrada y permitió el ingreso de más de cien soldados de su patria que defendían la independencia.

-Muchas gracias por recibirnos en su propiedad. Necesitamos de un escondite- habló el general, desmontando su precioso caballo blanco. La aludida elevó la llama de su lámpara y acomodó el chal en sus hombros. Reparó que estaba herido y agotado, al igual que todos en su batallón. No lo pensó dos veces.
-A la bodega de vinos, señor. Es amplio y bien resguardado en el subterráneo.- les indicó doña Paula y el general llamó a sus hombres para seguirla entre la oscuridad escondiendo los caballos en los corrales.

Uno de sus sirvientes destrabó el portón que rechinó como violín desafinado, y en fila los uniformados fueron ingresando. El aroma a madera, humedad y uva fermentada les llenó sus pulmones. El último en entrar fue el general, quien se detuvo unos segundos frente a la dueña de casa y sin palabras le sonrió en agradecimiento. Algo cálido y desconocido brotó en el centro de su pecho. Recordó con nostalgia que hacía mucho tiempo que no sonreía y frente a ella supo que toda lucha valía la pena. De pronto, ese efímero instante fue interrumpido por la alarma de la cocinera. Se acercaba un segundo batallón por el sendero. Doña Paula obligó al general quedarse ahí, subió los peldaños de a dos y caminó por el corredor consciente que bajo sus pies escondía soldados de la resistencia. Le tomó un momento calmarse, esperó y abrió un poco la puerta para mostrar sólo parte de su rostro. Se trataba de un lameculos de la corona.
-Buenas noches, señora. ¿Nos permite entrar?

-¿Con qué motivo?
-Creemos que un ejército de rebeldes se oculta en sus tierras- dijo determinante. Doña Paula trató de mantener la impasividad en su rostro y fingió ignorancia.
-¿Rebeldes aquí? Ud está en un error- contestó casi imperturbable- Además, si lo estuvieran, no los entregaría- esto último lo afirmó con tal convicción que elevó un poco el mentón haciendo acopio de todo su valor y elegancia. El tipo de ojos negros como la noche dio un paso hacia ella con la intención de inspirar respeto.

-No nos cuesta nada quemarlo todo como escarmiento a su deslealtad con el rey- bajo el piso, los soldados empuñaron sus armas decididos a impedirlo si algo así llegara a suceder. El general contuvo el aliento preparado ante todo.
-¡Prefiero que lo quemen todo a quemar mis ideales! - exclamó doña Paula, con una gallardía tal que el uniformado alzó sus cejas con cierta admiración. Los empleados de pie tras la mujer temblaron de miedo. Se hizo una pausa insoportable que trepaba las paredes de la casona.
-Espero que esta audacia innecesaria y absurda no le traiga consecuencias- respondió él, displicente- Esta hacienda es muy bien estimada en el pueblo. No nos obligue a castigarla. Seguiremos nuestra búsqueda pero le aseguro que volveremos.

-Buenas noches- cortó la mujer y cerró la puerta con pestillo. Al girar sobre sus talones, sus rodillas flaquearon y sus sirvientes la atajaron justo antes de derrumbarse. El terror se le había introducido en la médula invadiendo sus huesos. Al levantar la cabeza y enfocar la mirada, en el penumbroso corredor vio al general, pálido y sucio. El hombre volvió a sonreírle sabiendo que a esa mujer le debía la vida pero, por sobre todo, ya la amaba sin remedio.