domingo, 26 de octubre de 2008

Inevitable luna llena


Y la besé, la besé como nunca. Rodeé el hueco de su cuello con mis manos, sintiendo la calidez de su piel como un amanecer acogedor. La humedad de su boca me recordó lo que era estar vivo y mis latidos se desataron. No podía concentrarme en nada más que en el ritmo de su respiración entrecortada. Al separar nuestros labios, saciados de haber alimentado el deseo desde nuestras bocas, el cuerpo nos pidió más y tuve miedo. Ella, dejando su recelo inicial de lado, acarició mi espalda invitándome a restar la distancia entre nosotros. Yo me contuve. Miré hacia el cielo desnudo viendo que las nubes caminaban lentamente sobre nosotros, el color azul añil de la noche quedaba descubierto desplegando estrellas sobre su manto infinito y el miedo en mí se incrementó.

Un temblor comenzó a recorrerme de pies a cabeza. Sabía lo que estaba pasando conmigo y cerré mis ojos intentando mantener la calma. Ella, seria, tomó mi rostro por las mejillas obligándome a mirarla de frente. No dijo nada, ni siquiera hizo el ademán de atacarme como fue su primera intención. Nos besamos otra vez, pero fue un beso distinto, dolorido. El movimiento de su lengua con la mía me llevó a olvidar lo peligrosamente cerca del límite en el que estábamos jugando. La rodeé entre mis brazos de manera firme, mostrándole mi anhelo de no soltarla jamás. Sin embargo, tuve que hacerlo. La luz de la luna me iluminó el rostro y el pavor fue superior a mi fortaleza. La liberé de mi abrazo casi con insolencia. Ella, como un reflejo instintivo, cogió el arma que llevaba en su cinturón. Ese movimiento alertó mis sentidos y quise que tirara del gatillo. Tomé su mano armada colocando el cañón a la altura de mi pecho.
- Hazlo- le dije- Hazlo, por favor…
- No puedo- me respondió y yo apreté mi mandíbula que se tornaba fuerte a cada segundo.
Sin poder resistirlo más, la empujé hacia atrás para empezar a correr lejos de allí, sólo contaba con escasos segundos. Me perdí entre los matorrales, esquivé el centenar de árboles en mi camino y sintiendo cómo mis huesos me dolían debido al cambio, ella disparó al aire la bala de plata con la cual quería eliminarme…

sábado, 25 de octubre de 2008

El Tiempo


Fue curioso que en esa obra de teatro colegial habláramos del tiempo. Era un contenido serio y de largas discusiones para un grupo de niños de sólo diecisiete años de edad. Nunca entendí por qué escogimos ese argumento siendo que no teníamos armas suficientes para atacar el tema con diálogos sólidos… aunque, pensándolo bien, tal vez sí, por eso nos resultó fácil interpretarla sobre las tablas.


Muchos de nosotros ni siquiera queríamos pensar en ello. No queríamos dejar la escuela por miedo al cambio o al fracaso, aunque no necesariamente tenían que ser sinónimos. Recuerdo muy bien la distribución de papeles y las interesantes conclusiones que brotaban de nuestras charlas para alimentar el guión que comenzaba a tomar forma. Personificar al tiempo transformándolo a “El Tiempo”, fue tarea de Marcial, el protagonista del elenco. Vistió una larga capucha oscura, dibujó sobre su rostro miles de relojes con manecillas en distintos horarios que acentuó la sicodélica versión que él quería brindarle. Buscando contextos en los que El Tiempo podía desenvolverse, supimos que se trataba de diversos escenarios en donde en algunos corría con libertad y en otros caminaba lento y parsimonioso.


A veces me pregunto: ¿Fue una premonición lo que hicimos? ¿Fue una visión del futuro la que desarrollamos sin darnos cuenta?... han pasado ya ocho años desde entonces sin poder dar con una respuesta clara, sin embargo, conforme pasan los días, más me inclino en que sí, lo hicimos de forma inconsciente. Escurridiza cosa es el tiempo, cuando crees controlarlo es justo allí donde comprendes que estás encerrado en su reloj de arena, pendiente de que los granitos no te lleguen hasta el cuello. Marcial, vestido como el personaje, se paseaba frenético alrededor de Pepa representando lo veloz que pasaba para ella, el personaje siempre atrasado: “¡Tú, maldito!”, le gritaba mi amiga, sabiendo que era un intento inútil detenerlo, tal como actualmente lo intentamos todos.


La siguiente escena se trataba de dos amigos encontrándose en medio de la calle luego de mucho tiempo sin verse el uno al otro. Conversaron de cosas pasadas, recordando historias añejas y chistes gastados, esas pláticas que son capaces de remover las olvidadas nostalgias, hasta que uno de ellos y notoriamente más envejecido, Claudio, reconoce que su antiguo amigo Esteban, seguía igual de joven que cuando se separaron por los inciertos caminos de la vida. El Tiempo acompañaba al aludido de forma tranquila, considerada, hasta amigable… con Claudio, en cambio, su actitud cambiaba y lo rodeaba enardecido, ansioso y presuroso. Aquí es donde comprendo que dimos en el clavo en un asunto importante… Esteban… el chico que siempre llevaba la sonrisa pronta y la caballerosidad como respuesta, habría de quedar para siempre en nuestra memoria con sólo diecisiete años, tal como pasó en la obra. Ese mismo año, él habría de morir y darnos la razón en el libreto sobre su eterna juventud de manera perversa.


En el desenlace de la obra, luego de tocar varios contextos diversos- como la pareja de ancianos melancólicos interpretados por Danilo y Jeannette- llevamos a El Tiempo a un juicio por sus irreverentes e injustas acciones. Marcial se sentaba en un estrado y yo, la argumentativa magistrado, tenía que inculparlo ante los afectados por ser el culpable de manejar nuestras vidas a su ritmo. Él sólo escuchaba las protestas de los personajes pero no hacía más que encogerse de hombros… ellos hablaban por hablar, él únicamente estaba haciendo su trabajo… “¿Por qué no aprovechan mi presencia y me hacen su amigo? ¿Por qué me exigen tanto y yo debo exigirles tan poco?”… un par de preguntas que nadie quiso responder o más aún, nadie supo cómo hacerlo.


¿Cómo sería ahora esa obra teatral? ¿Hemos doblado la mano del tiempo y burlado el destino? Mi contestación inmediata es: No, es imposible hacerlo y debo aprenderlo por fin. Pasé años de mi vida tratando de capturar los momentos y guardarlos de alguna manera, me empeciné en la labor de ser quien recuerda y quien ejerce el trabajo no remunerado de juzgar al tiempo sobre un estrado. En esta obra siempre fui la magistrado.

domingo, 19 de octubre de 2008

El Torneo, el silencio y los puntos suspensivos...


- Oye… ¿Acaso no sabes que somos sangre? ¿Acaso no sabes que no tienes por qué estar tras una trinchera y lanzarme granadas con el objetivo fijo de acabar conmigo? ¿Tienes algo qué decirme?- No escuché respuestas más que sólo el eco del portazo de la habitación y mi corazón latiendo rápido. A veces el silencio no es más que un enemigo locuaz que habla hasta por los codos cuando en verdad- irónicamente- debería cerrar la boca. Ahora, detenida en medio de la sala, me siento mareada de tanta impotencia y malditos puntos suspensivos.

La equivocación, ¿Qué es la equivocación?
- Lo que nos hace humanos- me diría el protestante que ostenta conocimiento espiritual y platicas matutinas con Dios.
- La acción que nos entregará la dicha de enmendarnos- me diría una persona que sabe pedir perdón y goza con ello.

Dentro del contexto familiar, la equivocación no es más que una herida supurante que no recibe vendas ni alcohol. “No seas melodramática”, me dicen y suspiro. “Está bien, no lo seré”, respondo invadida de ganas de burlarme de mí. Maté a esa optimista que siempre arroja la broma como bandera blanca y la sonrisa como señuelo sin siquiera haberme dado cuenta.

Veo cómo la luz en la mirada de aquellas personas se va extinguiendo como vela cansada. Son ocasos molestos que, a diferencia de los que nacen y mueren en el horizonte con sus colores anaranjados y chispas titilantes sobre el mar y te logran inspirar, éstos sólo te hacen añorar el amanecer como nunca pensaste hacerlo. Trato de hablar, trato de decir mil cosas pero sólo salen barbaridades que desayunan, almuerzan y cenan conmigo, con nosotros.

- Estás equivocada.
- Me hace humana… ¿Puedo tener la dicha de enmendar?- contesto y pido, sin saber que la respuesta hacia mí siempre será un rotundo No.
Ese veneno que ha nacido por aquí me ha debilitado. Intento succionarlo con los labios sobre la mordedura pero sólo sangra, nada más, no puedo eliminar mi propia sangre… no tendría sentido, sin embargo, hay quienes lo hacen terminantemente dejando sólo la ponzoña escurriéndose por todos lados. ¿Dónde quedó aquello de lo cual estábamos orgullosos?

Aquel hombre, ese que caminó siempre delante de mí blandiendo su estandarte de noble caballero, corre en su caballo últimamente negro, apuntando su lanza al frente, buscando dar en el blanco y derribar al contrincante que- de manera graciosa- muchas veces resulto ser yo o alguien del mismo bando. El rey se volvió un peligroso guerrero y atleta del daño. Ojala el campeonato acabe antes de la última estocada.

¿Divago demasiado? Espero que no importe, porque para descubrir mensajes hay que dejarse llevar por la corriente aunque éste sea más bien un remolino. Como esa reina de facciones dulces, que no entiende por qué miro la pantalla con ceño fruncido. Lo sabría si entendiera, lo sabría si leyera, ¡lo sabría si me leyera del todo!... Se lo menciono, se lo enseño, ella asiente, luego ella duerme dejándolo en la mesita de noche y sin acabarlo.

La joven princesa brinca de un lado a otro descolocándome. Maldice y calla. Maldice y calla. Escribo sumergida en la idea de los puntos suspensivos, como lo hago ahora, y sigue dando portazos ratificando que mis letras son tan reales y verdaderas que llegan a respirar frente a mí. Río amargamente al saberme con algo de razón aunque me digan algunos que estoy equivocada. Me levanto de mi silla pidiendo a gritos que el silencio en el castillo desaparezca pero ella no hace más que ofrecerle tragos a mi cuenta, dando rienda suelta al bar en el cual no quiero beber. Comprendo que no puedo más que brindar, aceptar la avalancha que siempre se avecina y participar cobardemente del Torneo Medieval de Caballeros en que se ha convertido la familia.