martes, 30 de abril de 2013

Mucho más valiente II





Semanas después del incidente ocurrido en el rodeo, la pequeña de nombre Dharma regresó a clases después de las vacaciones de verano. Había cumplido recién los trece años y decidió explorar su nuevo talento en vez de negarlo. Ya no era una niña. Todos los días, caminaba por las calles de la ciudad con su madre, oyendo las discusiones de los perros que a oídos de la gente corriente sólo eran ladridos o aullidos. Dharma entendía sus quejas, como el por qué ladrarle a los autos en movimiento, por ejemplo. No era por estupidez, sino una señal de protesta ante esas máquinas infernales que pasaban sin cuidado y podían matarlos. Ella jamás esperó enterarse de cosas así, como: qué perro mandaba en el barrio, o qué perro era un traidor, o a qué gato había que darle una lección. Poco a poco, su don fue ajustándose, como el vial de una radio mal sintonizada, perfeccionándose hasta alcanzar una definida claridad.

Un día, Dharma iba camino al colegio por la mañana cuando sucedió algo atemorizante e increíble. Al doblar en una esquina hacia la avenida principal, dos perros de importante tamaño intimidaban contra una muralla a otro mucho más pequeño e indefenso. Para ella fue fácil identificar la raza, se trataba de un Poodle de color blanco, posiblemente perdido, y lo vio temblando y orinándose del miedo. Aquello la hizo enfurecer y armarse de valor. No podía permitir semejante injusticia. Impulsivamente se quitó su mochila para tomarla por uno de los tirantes y usarla como arma de ser necesario. Caminó hacia los perros confiando en que comunicándose con ellos podría hacer algo. A poco de avanzar fue detectada por uno de ellos con su privilegiado olfato. Éste se volvió hacia ella y le mostró los dientes delanteros en el acto.

-         No te metas, humana, no es asunto tuyo.- le gruñó el animal esperando verla correr lejos de allí. Dharma tragó saliva pero al mismo tiempo frunció las cejas mostrándose firme, sin intenciones de hacerle caso a pesar de sentir la panza apretada.
-         Son muy valientes cuando se trata de alguien más débil que ustedes, ¿no?- dijo y consiguió que los perros, incluyendo al pequeño, se quedaran sorprendidos al entenderla claramente.
-         ¿Cómo es posible que puedas hablar con nosotros?- preguntó el otro perro sin dejar de verse feroz.
-         Bueno, soy un misterio de la naturaleza. Ahora, déjenlo tranquilo si no quieren… recibir una pesada mochila en el hocico- su amenaza de nada sirvió. Los perros, en su propio lenguaje, se burlaron cambiando su objetivo de ataque. Olvidaron al Poodle por completo y fueron lentamente hacia ella. Dharma retrocedió, buscando la forma de hacerles frente pero no lo logró. Sus largos colmillos inspiraban un horrible respeto.

Con todas sus fuerzas, la niña comenzó a correr calle abajo sabiendo que la perseguían de cerca. Dejó caer su bolso para adquirir mayor velocidad sin estorbos. Esquivó algunos botes de basura sabiendo que si fallaba un paso la alcanzarían. Al cruzar una de las calles, una camioneta gris frenó de golpe quemando sus llantas para evitar atropellarla. Dharma, gracias a la adrenalina, ni siquiera se fijó consiguiendo atravesar al otro lado por un pelo, pero uno de los perros atacantes, al que mantuvo más cerca en la persecusión, no tuvo la misma suerte. El vehículo pasó por encima de él sin darle ninguna oportunidad de esquivarlo. Se oyó su gemido breve y el animal quedó derribado sobre el cemento, inmóvil y muy mal herido. El otro perro huyó frenético al ver lo sucedido. Dharma se cubrió la boca para evitar lanzar un grito. Al intentar intervenir en una riña canina, lo que menos deseó fue hacer algún tipo de daño. El chofer de la camioneta se bajó y comenzó a revisar la carrocería para asegurarse de que no había sufrido abolladura alguna. La pequeña, en cambio, corrió hasta el perro moribundo y comenzó a llorar. Había sangre por todas partes. De rodillas a su lado, Dharma lo vio con sus ojos vidriosos y su hocico semi abierto, jadeando. Sin saber por qué, le posó su mano en la barriga, despacio, y fue entonces donde lo más extraordinario ocurrió. En cada fibra de su cuerpo humano recibió el dolor físico del animal herido: el latido errático de su corazón, la agudeza del golpe en su costado, el terror paralizante de saber instintivamente que iba a morir. Fue como absorber una ola caliente de diversas sensaciones. Las náuseas la invadieron y no dudó en retirar su mano de inmediato, como si el contacto le quemara la piel. Asustada, comenzó a temblar de pies a cabeza. ¿Qué había sido eso? ¿Había sentido su sufrimiento con sólo tocarlo? Era imposible. El estómago se le revolvió y la boca se le llenó de saliva con ganas de vomitar.

Dharma no supo cuánto tiempo había pasado. Se quedó congelada, sentada en la vereda de la avenida viendo cómo retiraban el cuerpo del perro y la gente se aglomeraba para saber qué había ocurrido. Alguien le habló de cerca pero no pudo escucharlo. Sólo el recuerdo del dolor quemante y desesperante en sí misma, en su piel, en sus venas, la tenía en shock. Se arrepintió al instante de haber intervenido en algo no le incumbía, ni siquiera como humana. Fue entonces donde llegó su padre, alertado quizás por los mismos vecinos al verla sola y afectada.

-        Mi amor, ¿estás bien?- le preguntó pero sólo silencio obtuvo como respuesta. Se inclinó frente a ella para buscarle la mirada perdida.
-         No quería que nada malo pasara…- murmuró la niña, entrecortado.
-         No fue tu culpa- dijo su padre y la abrazó con fuerza. Al separarse, la abrigó con su chaqueta, la besó en la frente y la ayudó a incorporarse para llevarla a casa.

Aquella noche, Dharma no pudo dormir muy bien. Tuvo los sueños más extraños de su corta vida. Se veía convertida en una gata de color miel, sorteando tarros de basura y saltando muros con una facilidad envidiable, como si fuera ama y señora del vecindario. Sin embargo, no estaba corriendo por gusto sino que corría escapando de los mismos perros que la persiguieron esa mañana. Escapaba a todo lo que daban sus cuatro patas felinas. Al brincar el último muro, comprendió demasiado tarde que se había encerrado en un callejón sin salida. Los enormes perros la acorralaban paso a paso gruñéndole con rabia. Ella intentaba hablar con ellos, hacerlos razonar, pero de su garganta sólo salían maullidos que los enloquecían todavía más. Cuando estuvieron a punto de atacarla Dharma despertó en su cama de un salto. La ventana a su costado ya dejaba entrar los primeros rayos del sol matutino y suspiró a todo pulmón para calmar la agitación.

Volvió a recostar su cabeza en la almohada pensando en los sueños y pesadillas que la abordaron sin permiso. Tenía el recuerdo fresco del atropello del perro y apretó sus ojos. El dolor experimentado la llevó a sacudirse en su colchón. En carne propia pudo sentir lo que era estar derribado ante la muerte, animal o humano, daba lo mismo. Es vida, dolor y muerte para todos por igual. Trató de volver a dormirse porque a juzgar por la débil luz de la mañana aún era demasiado temprano. De pronto, el canto de las aves resonó en gloria y majestad: “Arriba, ya es un nuevo día, arriba… arriba todo el mundo”, cantaban. Dharma se cubrió la cabeza con la almohada, pero no sin antes gritarles que se callaran de una buena vez.

jueves, 25 de abril de 2013

Fidelidad






El viento que alzaban los autos al pasar, le movía el abundante pelo con violencia. Pasaban tan peligrosamente cerca que podía oler el caucho quemado de las ruedas y escuchar en el interior sus confusas conversaciones. Sin importar el riesgo que significaba estar ahí, dejó que la rabia, la pena y la impotencia tomaran las riendas de su cuerpo y avivaran su fuerza. Cogió a su compañero inerte en el asfalto para arrastrarlo a un lado del camino. No quería que un nuevo carro endemoniado pasara sobre él y no quedara nada. Tiró y tiró sintiendo crecer un llanto silencioso en medio de su pecho, un dolor que superaba el hambre constante. Una vez a orillas de la calzada y fuera de la rutina apurada de los humanos, el can comenzó a aullar desconsolado.

martes, 23 de abril de 2013

Azul y verde



Mi humilde aporte en letras en honor a dos fechas importantes: el Día del Planeta y el Día del Libro.



Año 2080 d. c
En algún lugar del mundo.

 El color verde se extinguió. Y está bien, porque todo en este planeta cumple un ciclo, dijo un político de engominado peinado en el noticiero de las nueve de la noche. El joven Nicolás, al escucharlo, frunció su ceño al repetir las palabras en su mente. Todo en este planeta cumple un ciclo… ¿Los colores también?, se preguntó. No podía concebir aquello, ¿Cómo podía ser posible? Se suponía que los colores eran eternos, como las texturas, los aromas, los sabores. No puede extinguirse una cualidad activada por uno de los sentidos humanos. Hacía cincuenta años atrás que el color azul había desaparecido y ahora pasaba lo mismo con el verde. No. El chico negó vigorosamente con la cabeza. No podía ser. El color debe vivir por siempre.

Año tras año, la Tierra fue secándose y demacrándose como el rostro de un anciano. Nuevas arrugas surcaban su piel generándose repentinas depresiones de rocas, barrancos y abismos profundos que se tragaban hasta los más valientes que se disponían a cruzarlos. En lo alto colgaba un sol de rojo rabioso y el viento no era más que vaho caliente y pegajoso. La vegetación había muerto totalmente como consecuencia a la ausencia de la lluvia, polinización y piras infernales que quemaban todo a su paso. El verde natural se había ido al carajo. Fastidiado, Nicolás se levantó de su sofá para caminar hacia la cocina y beber un vaso de agua desde una botella que consiguió por contrabando. Estaba tibia. Tomó sólo dos sorbos que disfrutó como el mejor de los manjares. El agua estaba al precio de cien gramos de oro por litro y ya era privilegio exclusivo de los ricos.

Cuando el azul dejó de verse en el cielo debido a la excesiva contaminación del mundo, el mar dejó de tener color también convirtiéndose en un líquido gris y sin gracia. Nicolás nunca supo cómo fue en verdad ese mar del que tanto se referían los libros. En su infancia, sus padres trataban de describirle el océano como una inmensidad acuática impresionante, con oleaje vivo y furioso azotando las costas, esparciendo su brisa como aliento fresco entre los cabellos, sin embargo no podía imaginarlo a menos que viera imágenes digitales al respecto. Para él, el mar era un charco patético que se movía con la oleosidad de un barril de petróleo y mierda.

Nadie recordaba ya el azul natural, nadie recordaba esa tonalidad que llamaba a la elegancia y a la belleza. Fue así como década a década, el azul y el verde en los ojos de la gente fueron perdiéndose entre las generaciones al punto de que las córneas sólo variaban entre el negro, el gris, el marrón e incluso el rojo. Miradas uniformadas. Nicolás había aprendido a vivir con miedo debido a ello y prefería desplazarse entre las sombras. El día de su nacimiento, el 22 de abril del 2055, se provocó un alboroto en la sala de parto que no dejó a nadie indiferente. Aquella mañana se corrió la voz de que había nacido un niño con los ojos del color extinguido y por supuesto, obtuvo una atención demandante, casi peligrosa.

-Debe quedarse unos días para unos cuantos estudios- dijo un médico a los nuevos padres- Es impresionante esta característica en un niño luego de tanto tiempo. Absolutamente impresionante.- Daniel, padre de Nicolás, tuvo una horrible corazonada. El mercado negro y el tráfico de todo lo que las almas inescrupulosas pudieran obtener a cambio, estaba en cada esquina, en cada nivel socioeconómico. La sonrisa de medio lado del facultativo y la luz de codicia que brotaba de su semblante le pellizcó la desconfianza, si no hacía algo tratarían a su único hijo como un maldito conejillo de Indias o lo expondrían cual fenómeno de circo. Impulsado por el terror, Daniel sorteó la seguridad del hospital durante la noche sacando al pequeño y a su esposa por un callejón, donde un amigo taxista los esperaba. Los guardias, al dar cuenta de la violación al inmueble, salieron en su caza disparando a diestra y siniestra como ciegos vaqueros.

-¡Isaac, acelera!- le ordenó al conductor, quien con destreza, se dirigió hacia la avenida principal perdiéndose entre los demás vehículos.

Desde el primer día Nicolás tuvo que esconder sus ojos tras lentes de contacto negros como los ojos de su madre, mientras que por todas partes se buscaba a cualquier precio la criatura con ojos de agua y cielo limpios. Ya estaba acostumbrado, y a pesar de que existían miles de formas de cambiar su color mediante los avances médicos, fueron sus padres antes de morir los que le hicieron prometer que no lo hiciera jamás. En su mirada vivía una coloración perdida que llamaba a la esperanza. Él era una ventana a la esperanza. Una lágrima rodó por su mejilla al recordar ese momento. La manoteó con cierto hastío. Hacía dos años que no lloraba y a esas alturas le parecía una bobería innecesaria del cuerpo humano.

-Feliz cumpleaños para mí- se dijo, buscando ropa para salir a trabajar. Como había hecho su acto de rutina, tomó la caja de los lentes de contacto, la abrió y se colocó uno a uno casi sin cuidado. La parada del autobús quedaba a sólo un par de calles de su apartamento pero aquella mañana prefirió caminar.

El aire estaba irrespirable. Nicolás tuvo que llevarse el antebrazo a la boca y nariz para poder minimizar el olor a desechos. La basura ya no tenía espacio y todo quedaba desperdigado por las veredas. Dio vuelta en una esquina hacia la avenida cuando tres tipos con cotona blanca en dirección contraria chocaron con él. Ninguno le pidió disculpas y siguieron su carrera histérica discutiendo entre ellos. Hay que encontrarla, no puede estar muy lejos. El joven reanudó su paso algo extrañado, reparó que no sólo ellos estaban buscando algo sino que varias personas corrían de aquí para allá con la misma ansia. Azotado por la sugestión, Nicolás comenzó a caminar mucho más rápido hasta correr hacia un callejón y albergarse bajo unas escaleras. No entendía qué estaba sucediendo pero prefirió tomar precauciones.

-No nos hagas daño, por favor- una voz femenina a sus espaldas lo hizo sobresaltarse. Entre unas cajas de cartón amontonadas una sobre la otra, Nicolás vio a una joven asustada con un bulto en su regazo. El muchacho no supo qué hacer más que mover la cabeza como señal compasiva.- No digas que estamos aquí o se llevarán a mi hija lejos de mí.- aquellas palabras provocaron en ella un nuevo llanto. Nicolás miró bien el bulto y distinguió el diminuto rostro entre las cobijas.
-Es a ti a quien están buscando…- fue lo único que se le ocurrió decir- ¿Por qué?
-Escapé del hospital. Esta madrugada di a luz y…- no pudo continuar. Atrajo al bebé con más fuerza hacia su pecho y sudaba por el dolor físico. Nicolás notó que la chica temblaba y necesitaba de atención. No podía dejarla ahí a su suerte. Sacó su celular y llamó al viejo amigo de sus padres para trasladarse en taxi de regreso al apartamento. Le pidió a la chica que confiara en él, que sólo quería ayudarla. Luego de un rato, ella accedió obligada por el dolor y hambre que la atosigaban. Isaac llegó con el vehículo a los pocos minutos, ambos abordaron y emprendieron rumbo hacia el edificio. Al avanzar por las primeras calles, Nicolás vio que una pareja de policías detenía el tráfico terrestre e inspeccionaba el interior de las cabinas.

-¿Acaso este cacharro no puede volar?- le exigió al viejo con cierta molestia. Éste lo miró, impávido.
-Sí, este cacharro vuela, pero como la mierda- dijo el conductor y accionó una palanca que resonó como metal oxidado. Salió de la fila elevándose hacia el tráfico aéreo de la ciudad. La pareja de policías advirtió la acción evasiva y montaron sus motos para volar como avispas tras ellos. Sus sirenas rompieron la monotonía– Sujétense – ordenó Isaac, girando el volante con habilidad. Esquivaba los demás vehículos tan fácilmente que Nicolás agradeció los años de experiencia de aquel viejo taxista. La policía los siguió muy de cerca en algunos momentos. El taxi escupía humo negro de su tubo de escape y de repente tosía uno que otro tornillo. En una intersección, un semáforo cambiaba de amarillo a rojo e Isaac aumentó la velocidad y la altura, sin embargo, la capacidad gravitacional fallaba volviendo la máquina algo pesada. Nicolás, como acto instintivo, abrazó a la joven a su lado para protegerla y cerró los ojos. El vehículo alcanzó a elevarse unos centímetros por sobre la fila de vehículos que cruzaban velozmente.  Al lograr escapar, estacionaron frente al edificio y Nicolás le agradeció al viejo palmoteando su espalda– Esto parece una escena vivida hace veinticinco años con tus padres. – comentó. El joven le sonrió con cierta nostalgia.

Dentro de su apartamento, Nicolás le dio de comer y beber a la muchacha, quien era incapaz de soltar a su bebé. Él entendió y no insistió en que la recostara en la habitación. Aquella chica lo llenaba de curiosidad y a la vez de confianza. ¿Por qué había huido del hospital? ¿Por qué creía que le quitarían a su hija? Tuvo la idea fugaz de que quizás su historia estaba repitiéndose. El estómago se le contrajo con fuerza.
-¿Por qué me miras así?- le preguntó la chica después de un breve silencio.
-Parece un deja vú todo esto- respondió Nicolás tomando asiento frente a ella.- Mi madre también escapó del hospital luego de tenerme. Eso me contaron. - la muchacha agudizó más la vista hacia sus ojos y Nicolás bajó la mirada de inmediato. Ella sonrió.
-No te preocupes, no le diré a nadie, te lo prometo… - se apuró en decir al verlo incómodo y atemorizado. Su hija se removió entre sus brazos despertando ligeramente de su sueño. Abrió sus ojitos y con cuidado la muchacha se los enseñó a Nicolás- … Si también tú me prometes no decir nada- para el asombro absoluto del muchacho, la bebé también era especial como él, había nacido una nueva ventana a la esperanza; pero no por el azul perdido en sus córneas, sino por el hermoso color de la vegetación que alguna vez pobló el planeta… un verde maravilloso y tristemente extinguido.

viernes, 12 de abril de 2013

Mucho más valiente





No sé gritar, escuché decir a una jirafa cuando fui al zoológico, en ese entonces yo era muy niña y creí que lo había inventado. Me quedó esa frase dando vueltas en la cabeza por un buen tiempo sin querer mencionarlo, ni siquiera a mis padres por miedo a que me creyeran loca. Meses después, un incendio en ese mismo zoológico devoró todo lo que encontró a su paso, incluyendo a la manada de jirafas que perecieron sin esperanza alguna. Nadie las escuchó. Las jirafas no emiten sonido, comentó un veterinario por la televisión luego del desastre y recuerdo que lloré, lloré de impotencia porque estaba equivocado. ¡Yo la había escuchado!

Traté de olvidar, como hacen los cobardes cuando sienten la culpa mordiéndole las orejas, sin embargo, lo que sea que haya sido aquello volvió a mí pocos años después. No sé si será un don, una maldición o sólo mi imaginación sobrealimentada de películas, libros y series que veía con mis hermanos, pero una tarde de salida familiar escuché algo que me hizo saltar de mi silla como impulsada por corriente. Ahí estábamos todos, ubicados en las graderías de un rodeo viendo cómo un par de huasos montados a caballo aplastaban contra las contenciones a una vaca desafortunada. Muchos aplaudían los puntos ganados con un morbo asqueroso y yo sólo quería largarme, abandonar ese circo romano de voyeristas. Mi padre hablaba animadamente con un tipo obeso sobre la linda tradición de ese deporte chileno y no pude evitar verlo convertido en un monstruo, tan irreconocible como el reflejo en un espejo quebrado.

Los huasos perseguían a la vaca de cerca entre chiflidos, risas y garabatos, y cuando lo consideraban adecuado, la abatían con fuerza oyéndose sus mugidos doloridos rompiendo el día. Me cubrí los oídos desesperadamente. Traté de cerrar los ojos, de no ver aquella demostración de dominio absurdo ni los ojos suplicantes y confundidos del animal. De pronto, entre el bullicio de la gente, un clamor de piedad me atravesó limpiamente: ¿Por qué? ¡Ya basta! ¡Por favor! ¡Déjenme! Me puse de pie un brinco, mis hermanos me miraron con extrañeza y el nudo en mi estómago casi me hace vomitar las malditas manzanas confitadas que había engullido. En cada golpe contra la contención por parte de los huasos, una letanía de quejidos resonaba en mis tímpanos: ¡Me lastiman! ¡Ya déjenme, déjenme!- Era tan claro lo que estaba escuchando que con lágrimas en los ojos lo repetí a viva voz:

-¡Déjenla tranquila! ¡Ya basta!- mi padre dejó de hablar con el tipo para hacerme callar pero yo, como instada por un disparo, corrí gradería abajo ignorando a todo el mundo que intentó detenerme. Trepé el corral con una agilidad impensada y aprovechando que un par de metros más abajo uno de los huasos pasaba con su caballo, me dejé caer sobre él derribándolo de la silla. Caímos juntos al lodo en un enredo de los mil demonios.
-¿Qué te pasa, pendeja de mierda?- me ladró. Yo, enceguecida, lo golpeaba con mis puños cerrados en la cara, pecho, cuello.
-¡Déjala en paz! ¿Acaso no la escuchas? ¡Te pide que pares! ¡Déjala!- le grité con desgarro.

No sé realmente lo que pasó después. Sólo me entregué a la furia viéndolo todo a través de un velo oscuro. Debí caer en un estado de shock porque lo único que recuerdo es haber despertado llorando sobre mi cama con mis manos heridas, y sucia de pies a cabeza. Desde la distancia escuché voces amortiguadas que provenían de la sala y supe que mi papá estaba conversando acaloradamente con alguien. Luego de un rato que me pareció eterno, unos contenidos golpes en mi puerta me hicieron despabilar. Me senté en la cama, sequé mis lágrimas con mis mangas y permití el ingreso a quien fuera que estuviera del otro lado. Para mi sorpresa una policía de rostro agradable entró a mi alcoba. Se presentó oficialmente y me preguntó si podía sentarse a los pies de mi cama. Yo asentí sin saber el motivo de su presencia.

-¿Metí en problemas a mi papá?- quise saber escuchándome ronca y desafinada. La policía negó con la cabeza despacio.
-Nos dijo que no sabía la razón de por qué te lanzaste al corral- yo me miré las manos cubiertas de tierra. Las leves heridas en mis nudillos comenzaban a arder.
-No me lo creería si se lo dijera- dije bajo un tono resignado y afligido. Inesperadamente, la mano de la policía acarició una de mis mejillas haciendo que la mirara a los ojos sin entender la repentina caricia. Ella me sonrió.
-Yo te creo. Yo también la escuché- respondió para luego ponerse de pie estirando sus pantalones- Y déjame decirte que a pesar de ser yo quien lleva el uniforme, tú eres mucho más valiente.- Con ello, se dirigió a la puerta dejándome con el ceño fruncido y el corazón disparado. Mi papá, por fortuna, no tuvo que pagar ninguna multa por mi culpa.


Continua...

miércoles, 10 de abril de 2013

Tú sabes



Hay veces que me recuesto y pienso que en más de una oportunidad te escribí una carta. No recuerdo si con el miedo imperioso con el cual me visto diariamente logré enviártelas pero estoy segura de que lo hice. Tengo un vicio más que el del tabaco y son las letras, lo sabes. No me considero buena hablando pero toda una loca elocuente escribiendo. Qué manera de irme por las ramas y no precisar nada, pero de ese nada siempre me hago cargo. Soy una dispersa que consume ideas de su entorno y muestra al mundo su mirada perdida, paradójicamente atenta. Disparo municiones y luego me retraigo en mi trinchera esperando salir ilesa, esperando respuestas… esperando Tu respuesta. Si no he caminado por tu senda puedo decir con total seguridad que lo he hecho muy de cerca. Me conoces, me observas, y posiblemente en algún momento me sonríes. Cuando eso pasa, el día amanece nublado porque sabes que me gusta.

viernes, 5 de abril de 2013

Oscuridad que aclara



La oscuridad de esa noche era voraz. Toda luz en la habitación había sido engullida por la penumbra siniestra y sólo un valiente destello se atrevía a cruzar las pesadas cortinas. La niña que intentaba dormir en su cama, cubierta por las cobijas y aún temblando de frío, miraba hacia las extrañas figuras que se rayaban en su muro y se repartían por los rincones como pequeños ninjas. Tomaban formas, actuaban en un escenario vertical que desdibujaban la realidad convirtiendo todo en un sueño estremecedor. Ahí hay un monstruo, pensó ella. Cerró los ojos con fuerza para inútilmente escaparse hacia alguna parte inhóspita de su mente y hallar calma, pero todo estaba ocupado de mierda. Ni siquiera su corazón podía ser su refugio. Ese lugar se había vuelto tan sólo un músculo y muchas veces en una roca de río, dura, fría e impenetrable. Al darse cuenta de ello, las figuras amorfas se unieron en una sola alzándose al mismo tiempo en que ella levantaba su cabeza de la almohada debido al pánico. Buscó a tientas el interruptor y encendió la luz de la lámpara. Era tan sólo su reflejo en el espejo que desconoció por un segundo, sin embargo no pudo respirar tranquila. Sí había un monstruo en su habitación después de todo.