martes, 30 de junio de 2009

El Te amo que no se escuchó


Esa mañana fría de invierno, bajo el antiquísimo techo de la Estación Central, él miraba mi tren marcharse con los labios apretados. Los rieles soportaban el transporte trabajosamente proporcionando una despedida prolongada, tan eterna como la culpa entre nosotros. Me aferré a la manilla del vagón de un brinco algo torpe y volteé con el rostro curtido de incertidumbre. Sentía un peso extraño en mi cuerpo, no podía ser mi equipaje, era otra cosa… otro tipo de carga que no conseguía liberar.

Reposé la mirada sobre la suya una vez más viendo cómo caminaba a lo largo del andén, a la misma velocidad, apurando sus pasos conforme el tren abandonaba la ciudad. Mi mano estaba congelada, convertida en piedra, no podía hacer ningún ademán de despedida hacia él porque sentía que me arrancaban la piel a jirones. Suspiré respirando el carboncillo que escupía la caldera y mis ojos me traicionaron al primer descuido. Las lágrimas huyeron de mí como saladas fugitivas barriéndolas con los dedos tiesos.

Alguien escuchaba una maldita canción de amor en el vagón. La letra me estampó una bofetada en la mejilla y ese I'd rather bleed with cuts of love than live without any scars se encargó de convertir mis latidos en latigazos romanos. Reí para mis adentros. Volví a mirarlo fijamente y no me decía nada. El andén estaba por acabarse, el andén estaba por acabarse… Logré soltar una mano para despedirlo a distancia pero la bajé, la bajé indecisa.

But what's the point of this armor if it keeps the love away, too?, una nueva línea me azotó el pecho y perdí el aliento. ¿Para qué la armadura? ¿Para qué la imagen solvente cuando sólo se desea caer a pedazos?... El tren se alejaba, la gente nos estorbaba y él no decía absolutamente nada. Yo ya lo había dicho todo. Mis manos volvieron a endurecerse negándose esa vez a realizar movimiento alguno . Dejé que la estación se alejara, sumida en aquella música de enamorada. Aún podía distinguir su rostro entre los desconocidos: perfecto, delineado y gentil. Algo gritó a lo lejos pero su voz se perdió debido al escándalo típico de la marcha. Seguí escuchando la canción mientras me sentaba ensimismada mirando por la ventana.

jueves, 25 de junio de 2009

Por siempre, Principito


Me aterra la idea de un elefante engullido por una serpiente boa. Esa fue mi respuesta ante su dibujo y el Principito ante mí sonrió con cierto aire protector y agradecido. Sentí que por segundos yo era la niña entre los dos. Me gustó. Los adultos ya no se impresionan con nada. Son capaces de desinflar lo extraordinario para volverlo sólo ordinario. No falta el que arremete con su insípido “Es un sombrero” y echa abajo todo ese universo construido.


Y yo, con ademanes ofensivos alejé al zorro que con desinterés se acercó a mí agitando su cola. Creí que quería algo a cambio, quizás alimento que no tengo o techo que no comparto por miedo. Fue la primera vez que el Principito me miró bajo un ceño compungido y decepcionado. Él acarició al zorro y lo llamó “amigo”, me avergoncé de no haberlo hecho y guardé silencio un largo rato. Le pregunté qué era lo que quería el zorro entonces, y éste me respondió que nada más que mi compañía.


Sentí la mano de ese niño con cabello dorado tirando de la mía. Deseaba enseñarme su hogar donde cuidaba de una rosa todos los días. Nunca imaginé el valor de aquella flor para alguien tan pequeño. Me sentí estúpida al saber que cuidaba más de un billete- horrible y sin gracia- que de una belleza natural como esa: roja, esbelta y perfumada. Tenía tanto qué enseñarme y él nada qué aprender de mi insulsa posición de nueva adulta. Tengo que visitar más seguido su bello mundo, pensé, y alejarme lo que más pueda del materialista que es el nuestro.
Algún día cuidaré de una rosa.

jueves, 11 de junio de 2009

El retrato


Imagen: "Retrato de mujer" por Diego Rivera.



“Por ser la más hermosa del vecindario, Elena siempre recibía por parte de su marido algún reproche. Ella, de largos cabellos rojizos y labios henchidos, también se había convencido de las déspotas palabras de ese hombre sin siquiera cuestionarlo. No sabía por qué llamaba tanto la atención al pasar, no parecía darse por aludida de esos celos que provocaba en las mujeres, hablando de ella a sus espaldas, o del deseo incontrolable en los hombres que apostaban por tenerla. Elena sólo pasaba fugazmente como una exhalación, ausente y sonriente, mientras iba al almacén por las compras del día”

“José, su marido, la observaba de reojo al tiempo que veía el fútbol por la televisión. Ella caminaba por su lado dejando una estela de fragancia que lo embriagaba mucho más que el vaso de vino en su mano. Él enviaba a la cama a sus cuatro hijos de un ladrido y atraía a Elena del pelo exigiendo sus demandas de macho en celo. La mujer, acostumbrada a sus arrebatos, lo miraba desafiante sin siquiera resistirse. Una vez cumplido en la alcoba, Elena rompía en llanto anhelando que sus hijos no la oyeran. Sentía su corazón exhausto, sus latidos trabajosos y un dolor en su hombro que no conseguía apaciguar durante las noches. Una de sus hijas la había sorprendido en el baño una tarde respirando a grandes bocanadas y con la frente perlada de sudor. Elena no quiso mirarla a los ojos”

- “¿Qué te pasa, mamá?
- Nada, mi amor, tengo algo de calor... eso es todo- la pequeña se quedó unos segundos más sin mostrarse muy convencida pero Elena, antes de que pudiera decir algo más, la obligó a volver a la mesa para que siguiera comiendo junto a sus hermanos”

“Cuando se posterga la vida propia para hacer dichosa la de otro es difícil dejar de hacerlo, se transforma en una adicción y luego termina por pasar la cuenta. Por eso mismo, cuando el médico de la familia trató a Elena le advirtió sin rodeos de su deficiencia coronaria. No puedes tener más hijos, le dijo, y eso fue una bomba en los oídos de la mujer. Se quedó unos momentos en silencio creyendo que se trataba de una broma. El médico le propuso una operación simple que estaba generando excelentes resultados en Estados Unidos, quedaría como nueva en pocos días y la esterilización sería un éxito rotundo. Sin embargo, Elena cometió el error de consultarlo con José, quien de un sólo grito tronante le prohibió someterse a las salvajadas de esos ignorantes que sólo hacen experimentos para dejar de ser unos pobres diablos, bramó”

“Al pasar del tiempo, sus cuatro hijos pasaron a ser peligrosamente nueve. Elena después de cada embarazo sentía una palpitación menos en su corazón cansado, no lograba entender su extrema fertilidad que en vez de ser un milagro de Dios era una sentencia de muerte paulatina. José no percibía el desgaste de su mujer, mientras estuviera en casa fregando pisos y con buena disposición para la cama, todo estaba en orden. Celebraba su vida familiar con sus amigos en el bar cercano, bebía y bebía para después llegar pateando las puertas, maldiciendo a voz en cuello y reprochando a Elena infidelidades que él mismo imaginaba en su cabeza borracha”

“Una mañana de invierno, un artista caminaba por el vecindario vendiendo sus pinturas, ofrecía retratos y paisajes por unos pocos pesos escandalizando a los conservadores con su espesa cabellera. Nadie lo había visto por ahí, sin embargo el muchacho no se dejó amedrentar por las palabrotas que le lanzaban algunos viejos cuadrados que a destajo le gritaban comunista, pero sí por Elena, quien pasó por su lado sin siquiera notarlo. El joven se quedó enredado en sus pestañas, se hundió en la arena movediza de esos ojos indefinidos y sin intentar contenerse, la siguió hasta su casa como perro deslumbrado. La vio cruzar el jardín, besar a un niño en la frente, acomodar su cabello cereza y entrar angelicalmente por la tosca puerta. Alcanzó a detenerla sin decir mucho. La puso al tanto de su deseo por pintarla, de lo bella que era, de la musa que significaba y, exento de más palabras, besó su mano convencido de que estaba cometiendo un pecado”

“Era la primera vez que Elena escuchaba palabras tan dulces. Se sonrojó al instante y de un incontenible impulso accedió concediendo el anhelo de ese muchacho barbudo. Sentada en la sala, ataviada por una falda larga y delicada, su cabello había sido liberado sobre sus hombros como una cortina rojiza, viva. Sus labios delineados y la línea excitante de su cuello, sobrecogieron al artista reparando que la paleta de colores temblaba en su mano. Comenzó a pintar sobre el lienzo tras un grave suspiro”

“Al terminar, el joven se quedó observando su trabajo unos instantes, luego lo giró para que Elena pudiera verlo y sin poder traducir su emoción en palabras, sonrió vigorosamente con lágrimas derramándose por sus mejillas.

- Es un regalo para usted- le dijo de pronto. Ella se negó- Por favor, Acepte. La experiencia y mi desconcierto por usted son mi ganancia. Acéptelo- Elena lo recibió e impulsada por una fuerza descomunal, depositó un beso poderoso en esos labios jóvenes, frescos y desconocidos”

“Al rato, cuando José llegó del trabajo y vio el cuadro apoyado contra una pared, le dio una rabieta que logró espantar hasta las ánimas. Cogió el lienzo entre sus manos, lo miró por breves segundos y lo lanzó al otro extremo de la casa. Sacó un cuchillo de la cocina arremetiendo absurdamente contra la tela una y otra vez, gritaba improperios de camionero bajo la mirada absorta de sus hijos que no entendían qué diablos estaba pasando. Cuando acabó de destruir el cuadro, un nudo en su garganta le quebró la compostura, dirigió la mirada hacia su mujer y sin esperarlo cayó a sus pies para llorar como un niño. Perdóname, perdóname, decía abrazándole las piernas, perdóname, te amo tanto; Elena cerró sus ojos creyendo que no podría soportar más el dolor que atenazaba su hombro izquierdo...”






Desperté sobresaltada, con mis anteojos puestos y el libro que leía abierto de par en par sobre mi pecho. Noté que tenía una sensación extraña revoloteando mis entrañas.
- ¿Qué pasa?- me preguntó mi madre.
- Soñé con la abuela- dije sin pensarlo- Nunca había soñado con ella- Mi madre me sonrió.
Salimos de casa a visitar al abuelo José, el frío de la tarde me quitó la pereza y el cielo engordado de nubes me llevó a cerrar mi abrigo por instinto. Llegamos en poco tiempo, cruzamos el umbral de la vieja puerta hablando de cosas triviales cuando al levantar la vista mi pulso se detuvo. En la pared principal colgaba el lienzo con el que había soñado.
Allí estaba la abuela, a quien no había alcanzado a conocer. Gozaba de un semblante altivo, labios carmesí, cabello abundante que explotaba alrededor de su cabeza y la hacía más hermosa de lo que había soñado. El cuadro mostraba reparaciones minuciosas, como paciente labor de acupunturista. Decenas de adhesivos unían todas sus partes y rajaduras. Me quedé muda, de seguro con expresión estúpida.
- ¿Y ese retrato, papá?- le habló mi madre- No recuerdo haberlo visto.
Mi abuelo no respondió. Con mucho trabajo se levantó de su silla, caminó hasta el lienzo, lo observó por largo rato y agotado volvió a sentarse. Una vida de arrepentimientos debían de pesarle bastante.

lunes, 8 de junio de 2009

Del cielo a la tierra


¿Qué se puede hacer cuando la luz intrínseca de unos ojos conocidos se pierde entre sombras inciertas? ¿Es necesario hablar o sólo obviar como de costumbre? Recuerdo muy bien que alguien me dijo que la amistad, el amor y todas las emociones importantes de esta vida, son fuertes como robles. Sin embargo, leyendo a mi autora favorita ella señaló algo muy sabio sobre esta comparación y que bien arrancaba la tormenta al fornido roble y no al junco porque éste se doblaba… ¿Debemos esperar que el afecto flaquee o se doble para saberlo fuerte? ¿Hay que cambiar del cielo a la tierra al punto de poner en duda un sentimiento por ambición de un futuro diferente?


Las veces que he bebido un café viendo el movimiento de la ciudad me he sobrecogido. Veo la misma sombra incierta cubriendo la mirada de los demás y les temo, las evito. Hoy no ha sido la excepción y me estremezco. El líquido contenido en mi taza humeante me queda estancado en el centro de la garganta mientras busco explicaciones, preguntándome una y otra vez qué fue lo que hice mal para perderme en el miedo, para proteger exageradamente el castillo de naipes que me tomó tanto trabajo construir. Al final, luego de terminar mi café, me doy cuenta que no importa lo que haga… el viento siempre bota las cartas. Pago la cuenta y salgo por la avenida principal de Alameda. Nadie nota que voy llorando.

miércoles, 3 de junio de 2009

Una llamada entre las olas


El viento azotaba el casco de la embarcación como verdaderos puños de acero. Uno tras otro, sin descanso. El mar se alzaba majestuoso salpicando mi rostro y el de mis compañeros sintiendo su sabor salado con gusto. Tratamos de bajar las velas para dejarnos llevar por la marea, bailar al son de la balada náutica que el océano nos brindaba pero la violencia del vendaval nos impedía trabajar. Hacía tanto frío que noté mis manos congeladas y ligeramente amoratadas. Pasar el invierno en altamar siempre me mordía los huesos de forma despiadada.


En lo alto de la barcaza, nuestro capitán miraba el horizonte con el timón aferrado como si fuera su propia vida. A pesar del agua que corría por su mentón, noté que lágrimas brotaban de sus ojos profundamente azules y aquello me desconcertó. El brusco vaivén parecía no afectarlo, mucho menos los gritos de la tripulación cruzando órdenes y maldiciendo el clima. Tenía el aspecto de un hombre perdido en el universo de su mente insondable por lo que preferí no molestarle. Revisé mi brújula por costumbre notando que nos desviábamos hacia el sur cuando teníamos que dirigirnos hacia el oeste. Incómodo por tener que importunarlo, advertí al capitán del rumbo equivocado. No me hizo caso alguno. Seguía con la vista fija en un punto del horizonte.


- ¿Escuchas eso?- me preguntó de repente.
- Sólo escucho las olas- respondí.
- Entonces… sólo vienen por mí.


No entendí nuestro corto diálogo en esos momentos. Temí que tantas semanas sin ver tierra lo hubiesen vuelto loco. El capitán soltó el timón despacio, casi ceremoniosamente, caminó hacia estribor y observó en silencio la bravura del mar. Después de unos eternos segundos, brincó por la borda para zambullirse en el agua fría. Todos en la embarcación quedamos estupefactos. Como un reflejo, muchos de ellos lanzaron salvavidas para sacarlo, pero bien pude ver que el capitán no se sumergía solo. Varias colas de sirenas me saludaron contentas. Yo giré el timón hacia el oeste para retomar el camino correcto. Aquel día su canto no fue para mí.