lunes, 17 de febrero de 2014

Letras en cenizas


Lo único que quería en la vida era escribir. Si bien siempre fui un joven ocupado en miles de tareas tanto en las actividades socialistas de mi familia como en mis estudios en la universidad, no podía pensar en nada más que en contar historias y darles vida a diversos personajes, realidad o ficción, me daba igual. Muchas veces discutí con mi padre sobre esto, él no consideraba que mi dedicación a la escritura tuviera futuro alguno. Quería que tuviera los pies bien puestos sobre la tierra y no anduviera por las nubes como un pajarillo.

-Vienen tiempos de terror, Karl. Tenemos que estar atentos, despiertos ante cualquier acontecimiento- me dijo una noche, mientras cenábamos a la luz de las velas.

Era el año 1933 y pertenecer al pueblo judío en Berlín estaba siendo calificado como un crimen. Mi padre no lo decía pero veía el miedo en sus ojos castaños, era como si una película blanquecina enturbiara su brillo tan conocido. Mi madre también había perdido un poco de su jovialidad. Varias de sus amigas la habían excluido y con la llegada de las leyes antisemitas debíamos pasar muchos malos ratos sin poder decir nada, sólo agachar la cabeza y seguir adelante.

El número de judíos en mi universidad bajó dramáticamente en el mes de abril. Gracias a mis buenas calificaciones y mis aportes en las actividades extra programáticas pude quedarme, pero siempre limitado a diferencia del resto de mis compañeros. Cuando se supo de mi origen judío, mis amigos también se alejaron de mí mientras que otros me hacían la vida imposible como los idiotas de Dietrich y Laurenz, quienes pasaban el día burlándose o agrediéndome de alguna manera. Emil fue el único que se mantuvo a mi lado. Era un chico amable y conversábamos mucho de regreso a nuestras casas.

-¿No tienes miedo de lo que pueda ocurrir? El ambiente en Berlín está demasiado tenso- me comentó con cierta prudencia en su tono de voz.

-Sí, claro que lo tengo. En mi casa se juega a los valientes pero soy el único que no siente vergüenza al decirlo.

Se convirtió en mi mejor amigo en poco tiempo. A él le conté de mi sueño de convertirme en escritor y de todas las historias que tenía reunidas en un manuscrito de casi mil páginas. Pensaba publicarlas y exponer al mundo la realidad de Alemania, las injusticias, las experiencias de muchos de mi pueblo que estaban siendo subyugados por un delito que no existía. Sabía que sería difícil pero debía intentarlo. Emil, por su lado, me escuchaba casi siempre en silencio, como sopesando las palabras sin interrumpirme.

Los días pasaron como una procesión de noticias desesperanzadoras, mi madre escuchaba la radio con las manos entrelazadas y lágrimas en los ojos, esperando quizás buenas noticias cuando sabía que todo iría de mal en peor. Mi padre, por otro lado, seguía atendiendo su negocio de carpintería y coordinando reuniones socialistas las cuales lo ponían cada vez en mayor peligro. Yo dejé de asistir a ellas por estar escribiendo en mi habitación por las noches. Con mis dedos manchados de tinta, me perdía en mis letras por horas  hasta que mi madre me llamaba a comer.

El 10 de mayo de aquel mismo año, fue un día asqueroso en la historia alemana. Esa tarde, yo me quedé hasta después de la jornada de estudios para leer un poco en la biblioteca de la universidad. Buscando refugio de los hostigamientos de Dietrich, Laurenz y varios otros, me senté en una mesa recóndita y solitaria con un libro del poeta judío Heinrich Heine en mis manos. De pronto, al caer el sol tras el horizonte, una gran batahola se elevó desde las afueras del inmueble. Quité mi vista de la lectura un momento para percatarme de que varios uniformados de las organizaciones nazi habían entrado a la biblioteca pateando las enormes puertas como quien no teme a ninguna represalia.

-¡Fuego a los libros judíos!- gritaban como perros rabiosos.

Me escondí tras una columna aferrándome a mi mochila y la novela que presionaba inconscientemente contra el pecho. Por fortuna, la penumbra de esa hora me abrigó de sus miradas malintencionadas y mientras arrancaban de sus anaqueles las novelas que alguna vez leí y aprecié, entre los uniformados reconocí a algunos de mis compañeros de clase unidos en esa nefasta labor. Apreté los dientes con impotencia y retrocedí cuidadosamente de no ser advertido por ninguno de ellos. Al salir del edificio, caminé a tropezones sintiendo en el aire el aroma de la ceniza. Humo espeso cubría el azul añil de la noche y pude adivinar lo que estaba ocurriendo. Corrí sin saber cómo fui capaz de mover los pies hasta llegar a la Opernplatz. En el centro de la plaza, para mi horror, una alta colina de libros ardía en llamas. Mucha gente alrededor reía a destajo, celebraba y lanzaba más textos para alimentar esa pira sinsentido. Quise huir, girar sobre mis talones y salir corriendo lejos de allí pero no podía moverme de la impresión, el calor que irradiaba era de infierno y el viento elevaba algunas hojas chamuscadas por los aires. Al otro lado de la hoguera, mi mirada se cruzó inesperadamente con la de Emil, quien se vio sorprendido de verme ahí. Vestía de ropa alusiva al movimiento nazi y se me secó la boca sin saber cómo mierda reaccionar.

A tropezones me alejé de la algarabía sabiendo que me seguían. Escuchaba botas duras contra el asfalto a mis espaldas y a poco de llegar a una esquina, un empujón me hizo caer de bruces. El golpe al estrellarme contra el piso me quitó el aliento. Unas manos fuertes me voltearon para escupirme en la cara. ¿Huyendo como la rata que eres?, escuché de quien me había acostumbrado a escuchar agravios. Los ojos de Dietrich eran dos hoyos insondables de odio y rechazo, cosa que me extrañó sobremanera porque nunca le había hecho nada para semejante desprecio. Laurenz me quitó mi mochila y mi angustia se alojó en el centro de mi pecho.

-Emil nos contó que escribías- dijo ese mequetrefe, tomando mi manuscrito desde el interior. Siempre lo traía conmigo. Grave error. Me puse de pie en seco y traté de arrebatárselo como un desesperado. Otro tipo de mi clase me sostuvo por los brazos firmemente para detenerme.

-¡Sólo son notas, entréguenmelas!- mentí con mi mejor voz de seguridad. Dietrich comenzó a reír con una carcajada siniestra que logró erizarme todos los cabellos de la nuca. Miré a Emil buscando de manera absurda una explicación. No había ninguna, simplemente yo me había equivocado. Confié en demasía y en ese minuto lo estaba pagando. Me dieron un golpe en el pómulo que casi me fractura el hueso y caí al suelo mojado. Laurenz blandió mi manuscrito delante de mi rostro con gesto de asco. Se fueron corriendo de regreso a la plaza donde lo echarían al fuego para que lo devorase. Emil se quedó unos metros rezagado de sus compañeros para mirarme a distancia con un dejo de arrepentimiento. Yo me incorporé y le di la espalda para irme a casa. No quería que se diera cuenta que al menos el libro de Heinrich Heine se había salvado escondido bajo mi ropa.