jueves, 11 de octubre de 2012

Sueña y deja soñar


Estudiar Medicina era, al igual que todas las profesiones del país en ese entonces, un privilegio exclusivo para los varones. Las mujeres tenían su lugar, pero estaba entre las cuatro paredes de un hogar criando niños, limpiando pisos, cocinando la cena para el marido que llega cansado del trabajo. Ese era el curso normal de la vida, así debían ser las cosas tanto para mí como para todos los hombres cortados por la misma navaja del tradicionalismo. Pero llegó ella, llegó ella para cambiarlo todo un día lunes de mañana lluviosa, con sus cabellos oscuros adheridos al rostro y una tensa línea en su ceño. Todos en el salón nos quedamos en silencio, el tiempo parecía haberse congelado como también mi sangre que se detuvo a mitad de camino.

-Saluden a su nueva compañera- dijo el profesor con incómoda amabilidad. El silencio no se rompió ni con un solitario carraspeo. Ella sonrió tímidamente, pero esa mezcla entre vulnerabilidad y desafío en su mirada me golpeó las convicciones depositadas en cada uno de mis testículos.

La muchacha tomó asiento en primera fila con propiedad, justo a un pupitre de distancia de mí y me sentí agraviado. No tenía por qué estar allí, creyendo que podría desplegar las mismas capacidades que yo, ¿qué mierda estaba pensando? ¿Convertirse en una neurocirujana? ¿Dónde se había visto semejante falacia? Debía estar en su casa, cuidando críos, curando sólo rasguños y no convencida de realizar complicadas cirugías. No podía permitir que una mujer invadiera nuestro territorio. Apoyado por algunos compañeros tan ofendidos como yo, decidimos incentivarla a abandonar su propósito, dejar la universidad y volver a su seno familiar de donde jamás debió haber salido. Le dejábamos notas amenazadoras entre sus libros, en su bolso, la intimidábamos en los pasillos apenas teníamos la oportunidad y le boicoteamos algunos de sus trabajos buscando doblegarla. Sin embargo, ella siempre llegaba temprano cada jornada, con la misma mirada de desafío y determinación en sus ojos castaños como si nada hubiera pasado.

No sabría explicar qué mierda pasó conmigo, pero esa joven, esa perseverancia y valentía suya, removía algo más que mis machistas ideales. Quería que renunciara, que no creyera que podía llegar a ser igual que yo, que eso iba contra la naturaleza, y aún así me detenía por largos minutos a observarla sin que lo notara. Me desconcentraba la idea de dominarla. Ella levantaba la mano en cada pregunta efectuada por el profesor, respondía correctamente y luego repetía el patrón una y otra vez. Me sentía tan poca cosa en las clases que apretaba mis puños con fuerza y deseaba con todo mi corazón ponzoñoso cerrarle la boca por insufrible.

-No puedes negar que la chica es buena- me dijo uno de mis compañeros mientras bebíamos un trago. Sus palabras me llevaron a fruncir el entrecejo y apurarme un sorbo desde mi copa.

-¿Te imaginas una mujer como médico? ¡Luego querrán ser políticos! ¡Hay que ponerlas en su lugar antes que se subleven todas y nos menosprecien! ¡Los jefes de hogar somos nosotros, no ellas, carajo!- dije yo, vapuleado por la efusividad del alcohol.

Aquella noche me embriagué bastante. Después de esa reunión en un bar cerca de la universidad, salí a tropezones, molesto por la conversación. Un tiempo a esta parte, esa nueva estudiante acaparaba nuestras charlas y eso me salaba horriblemente las venas. Caminé por la avenida principal sin rumbo claro. La noche estaba fría, el viento se colaba por mi chaqueta y vaho denso salía de mi boca borracha. Pensaba en ella, en cómo sonreía al conversar con algún maestro de la facultad, cómo se ubicaba un mechón de cabello tras el oído, cómo se ajustaba la bufanda en su cuello y acomodaba su bolso en el hombro. Me molestaba todo en ella aunque silenciosamente me tenía fascinado.

Al girar en una esquina, entre mi nublada visión y el velo negro de mi rechazo, reparé en una pareja que conversaba en la salida de la universidad. Me di cuenta que se trataba de ella y en mi estómago revolotearon cientos de mariposas en llamas. No supe por qué pero me oculté tras un árbol para espiarlos. Platicaban con desenfado, la joven lanzó una breve carcajada y eso me descompuso por dentro. Una mezcla entre odio y celos me ahorcaron por el cuello. No cabía en mi propio cuerpo. Resoplé como un toro y esperé hasta que terminaran de platicar. Ella se alejó del inmueble, sola y como siempre abrazada a sus libros. Yo la seguí sin saber muy bien lo que quería hacer. El sonido de sus tacones me golpeaba los tímpanos volviéndome ansioso. Superado por rabia y mi herido egocentrismo, apuré mis pasos aprovechando que en esa calle no había nadie cerca, sólo la penumbra de la noche temprana. Cuando estuve a sólo un metro de distancia, la tomé del brazo arrojándola contra un muro. Sus libros cayeron estrepitosamente al suelo. Le cerré la boca con mi mano evitando que gritara. Ella, al ubicar sus ojos sobre mí, la luz de certidumbre en ellos me abofeteó la cara. Fue como si supiera que tarde o temprano nos encontraríamos en esas circunstancias.

-¿Qué te has imaginado, puta? ¿Por qué no renuncias todavía?- le pregunté cerca del oído, tratando de obviar el exquisito perfume que emanaba de su cuello.

-Te atreviste al fin a enfrentarme solo, ¿ah?- contestó, con un dejo de burla en su tono de voz. No me tenía miedo y eso me enojó mucho más.

-No seas ingenua. Nunca serás médico. En este país no permitiremos que mujeres, limitadas y débiles, hagan lo que nos corresponde a nosotros… ¿Te ves salvando una vida?

-Me veo incluso salvando la tuya- me espetó, decididamente. Comprender que no conseguía mi cometido de asustarla, me desinfló la ira como un globo pinchado. Me alejé un par de centímetros para mirarla mejor. Tuve que admitir que era hermosa. Ojos penetrantes, labios gruesos y piel blanca y lozana. Tuve el incontenible deseo de tocarla, y así lo hice. Posé mis manos en su busto y apreté con firmeza sintiendo que lava volcánica bajaba hacia mi entrepierna. Ella, por su parte, no se mostró perturbada ni temerosa a mi contacto, me sostuvo la mirada insolente todo el tiempo y eso me frenó con cierta vergüenza. Los pasos de un tercero me hicieron apartarme de golpe, jadeando como si hubiera corrido varios kilómetros. La joven no dijo nada, ni siquiera pidió ayuda o me lanzó una puteada. Nos quedamos allí, observándonos unos momentos antes de que me obligara a mí mismo a salir corriendo…



Cuando la vio supo quien era al instante, como si hubiera recibido un rayo de luz fulgurante. Sus miradas se cruzaron unos segundos pero la de ella lo traspasó como si fuera un insignificante recipiente de cristal. Aquello le cercenó las entrañas y apretó su mandíbula de la vergüenza y el arrepentimiento. Quiso decirle tantas cosas pero sus palabras, o bien querían salir todas en tropel y no pudo ordenarlas o simplemente no existieron en su garganta. Se quedó mudo, creyendo que toda el agua del mundo destilaba de sus manos. Recordó cómo la había conocido, cómo la había maltratado, rechazado, incluso amedrentado. Recordó que hacía treinta años que no la veía pero a pesar de las finas arrugas que le marcaban el contorno de sus ojos, seguía siendo la misma muchacha valiente que cruzó el umbral del salón de clases.

Ahí estaba ella, vestida con un delantal verde y guantes de látex que se retiró al momento de salir del quirófano. Él comprendió que el destino se había encargado de poner todo en su lugar porque no logró ser médico, pero aquella muchacha sí. Una de las primeras doctoras del país. Él no pudo hacer nada por su hija accidentada, pero ella sí, le había salvado la vida justo a tiempo. Al verla acercarse y retirar de su rostro la mascarilla para dirigirse a la familia, sus mejillas reventaron en un rubor excesivo. No supo si lo había reconocido, después de todo él había engordado y perdido cabello. Fue su esposa quien habló con ella y la abrazó agradecida de haber intervenido a la pequeña con éxito. Él no supo qué hacer quedándose clavado en el piso como una estaca. Cuando pudo al fin reaccionar, la vio perderse en el pasillo entre los pacientes. Corrió tras ella sin importarle los años a cuestas. Al alcanzarla, tuvo un breve flash back al intentar cogerla del brazo, prefirió finalmente tocarle el hombro. La doctora volteó y de forma dubitativa frunció el ceño al verlo.

-¿Te… acuerdas de mí?- le preguntó el hombre con voz resquebrajada. Ella, en cambio, mantuvo la expresión de su rostro serio e impasible. – Fui tu compañero en la universidad…- Nada. Ninguna respuesta de su parte. Él se puso mucho más nervioso. Sollozó sin poder evitarlo- Sólo quiero que sepas que te agradezco el haber salvado a mi hija, y perdón… perdón por todo lo sucedido en el pasado.- dicho esto, giró sobre sus talones para volver a la sala de espera, derrotado.

-Te dije que algún día salvaría tu vida ¿no?- habló ella de repente deteniéndolo a medio pasillo. Su voz quedó flotando unos segundos sobre sus cabezas. Agregó- Y perder un hijo es casi igual que morir. Cuídala… y déjala que sueñe, como lo hice yo hace ya tanto tiempo.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Etérea



Su voz, cómo olvidar su voz de niña grande, con la que gritaba a los cuatro vientos que no quería ser como su madre. Yo reía, la amaba y me reía, la miraba por horas y podía ser ella una perfecta fotografía. Toda su figura era de otoño, tenía el dorado del ocaso en su boca y el perfume de tierra húmeda en la piel. Qué ganas de haberla conservado así toda la vida, sin los surcos de la angustia en el rostro ni los agujeros que se abren en el pecho debido a la pena.

Como un poeta esperanzado traté de sanar sus heridas con mi prosa maldita, sólo conseguí envenenarlas y convertir nuestras lágrimas en sangre que supura como pus de la carne infectada. No fue mi intención escribir esos párrafos que inventé, no quise relatar esas historias que volvieron su esencia en puro humo entre mis dedos. Es etérea, como los ángeles protectores que luego brillan por su ausencia. ¿Qué hago ahora con todo lo que manché? ¿Qué se supone que rezaré ahora para limpiar mi insolencia y transformarla en reverencia?

Me doy cuenta que escribo, escribo, y en cada sílaba toso y agonizo. Soy la representación exacta de una inconstante línea cardíaca. ¿Me reconocería ella si me viera por la calle? ¿Si me sentara a su lado? Porque dicen que adelgacé, que cambié, pero creo que si me pesan tengo toneladas a cuestas. Dicen también que ella sigue por ahí, caminando entre la gente. No la he visto, y creo que se debe exclusivamente a que no me atrevo y ella, gracias a mis sucias letras me tiene miedo.

lunes, 1 de octubre de 2012

Con electrochoques si es necesario




Cuando la inspiración llega en ojos llorosos algo no anda bien. Cuando la inspiración llega para darme de palmaditas en la espalda es porque de escritora no tengo nada, sólo penas descriptibles, dolores con adjetivos predecibles y lágrimas que juro tienen sabor a tinta. Miro por la ventana de mi oficina, que muchas veces ha sido un colador despiadado de mis sueños, y veo que el cielo se ha tornado de un gris ofensivo, como si todas las tormentas errantes por el mundo quisieran venir a golpearme en la cara. Les daría su turno, a cada una sin dudarlo, incluso a los relámpagos para tener una sesión gratuita de electrochoques que me sacuda entera, me quite la pena y me arranque estas ganas de jugar a la escritora.