miércoles, 10 de octubre de 2012

Etérea



Su voz, cómo olvidar su voz de niña grande, con la que gritaba a los cuatro vientos que no quería ser como su madre. Yo reía, la amaba y me reía, la miraba por horas y podía ser ella una perfecta fotografía. Toda su figura era de otoño, tenía el dorado del ocaso en su boca y el perfume de tierra húmeda en la piel. Qué ganas de haberla conservado así toda la vida, sin los surcos de la angustia en el rostro ni los agujeros que se abren en el pecho debido a la pena.

Como un poeta esperanzado traté de sanar sus heridas con mi prosa maldita, sólo conseguí envenenarlas y convertir nuestras lágrimas en sangre que supura como pus de la carne infectada. No fue mi intención escribir esos párrafos que inventé, no quise relatar esas historias que volvieron su esencia en puro humo entre mis dedos. Es etérea, como los ángeles protectores que luego brillan por su ausencia. ¿Qué hago ahora con todo lo que manché? ¿Qué se supone que rezaré ahora para limpiar mi insolencia y transformarla en reverencia?

Me doy cuenta que escribo, escribo, y en cada sílaba toso y agonizo. Soy la representación exacta de una inconstante línea cardíaca. ¿Me reconocería ella si me viera por la calle? ¿Si me sentara a su lado? Porque dicen que adelgacé, que cambié, pero creo que si me pesan tengo toneladas a cuestas. Dicen también que ella sigue por ahí, caminando entre la gente. No la he visto, y creo que se debe exclusivamente a que no me atrevo y ella, gracias a mis sucias letras me tiene miedo.

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