lunes, 21 de septiembre de 2009

Caricia por golpe


Una caricia me hizo llorar. Alguien se me acercó, me puse en guardia, le mostré mis puños pero no la intimidé, de hecho ni siquiera reculó. Estiró la mano hacia mí y me encogí instintivamente. Su roce en mi mejilla fue tan desequilibrante como una bofetada. Me miró con sus ojos de avellana, llenos, generosos, benevolentes. Creo que le di lástima por temer a la caricia pero… ¿Qué iba a saber yo?... nadie acaricia hoy en día. Es más fácil golpear que palpar porque ya no hay tiempo, debe ser rápido, cortante y que deje recuerdo… ¿Qué mejor que un golpe para eso? ¿Qué mejor que la violencia cuando el mundo corre aniquilando la clemencia? ¿Estoy equivocada?... el desconocido asintió volviendo a tocar mi rostro. Me sonrió y yo mordí mis labios reprimiendo mi llanto sorprendido. Me susurró algo parecido a un halago, no lo escuché muy bien. Estaba acostumbrada a los sonidos fuertes, a los gritos, a los balazos, a los vidrios explotando. Creo que me estoy quedando sorda ante las palabras hermosas.

De a poco fui relajando mi semblante soltando mis manos. Mis dedos volvieron a estirarse, notando que tenía palmas sanas y con largas líneas surcadas en ellas. Qué horrible es el puño amenazante cuando es infinitamente más bella una mano abierta y permeable, sedienta por tocar, por conocer y explorar. Su caricia me removió la sombra de la mirada regalándome esperanza. Comprendí que tal vez no todo era disparo, no todo era agresión ni sufrimiento… aún existía el deseo de brindar placer y no sólo al contrario. Por fin pude devolverle la sonrisa, confiada en que no me lastimaría.
- No llores por una caricia… llora por un golpe- me dijo, en el más suave de los murmullos.
- Sólo lloro por lo que extraño- le respondí y me dejó llorar en su hombro.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Como un bandido


La noche se tragaba la habitación de manera imperante y sólo distinguía el brillo de tu piel como escamas de sirena traviesa. Me sentí un alpinista de tu cuerpo con esa luna colgando a lo lejos. Me derramé sobre ti creyéndome lluvia que poco a poco se transformaba en tormenta. Generosa, acaparadora. Te oí gemir reconociendo los acordes arrancados por mi lengua y sonreí feliz. Todavía quedaba noche, todavía se oían los grillos en la maleza. Me perdí entre las capas de tu vestido blanco que apartaba casi a manotazos, montañas interminables de género suave reposaba entre nosotros igual que espuma. Reímos. Me dejaste derrumbar obstáculos como un quijote contra los molinos y resollé al encontrar finalmente mi premio. Que me busquen, que me flagelen, que me cuelguen de una viga por el pecado cometido. Que me azoten por invadirte con propiedad amándote por sobre mi nombre, mi decencia, mi entereza. Miré tu rostro de novia complacida, de novia perdida, y me tapaste la boca con la tuya. No había nada qué decir, tampoco nadie debía escuchar. Ni siquiera era nuestra noche de bodas... ni siquiera fue nuestra boda sino que la tuya... y muy pronto he de marchar.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Vamos olvidando


Chapoteo en los recuerdos con mis botas de invierno que mantienen mis pies calientes. Salpico hacia los lados tratando de reír cuando eso mismo me hizo llorar muchas veces. Tu rostro siempre consigue mantenerse adolescente e inalterable como parte de un retrato que todos quieren pintar. No sé cómo lo haces. Entre la brisa fría de este septiembre puedo percibir la calidez de una primavera que viene con su escándalo de colores. Recuerdo que el polen te daba alergias y yo lo arrancaba inmune viendo después mis dedos amarillos. Vuelvo a chapotear para dar con tu risa que abraza y espanta las malas vibras. La escucho, la gozo, la estimo por sobre el canto de los gorriones que se posan en mi ventana. Eras amiga, eras compañera, eras ese manantial de momentos que inevitablemente se transformaron en nubes pasajeras.


No sé con exactitud cuándo ni por qué llegamos al punto de recordarnos y no vivirnos. Abusar de las inyecciones de pasado puede volvernos adictas y fugitivas del presente, olvidamos invitarnos a caminar por el simple hecho de correr solas. Creo que nuestras fotografías en mi muralla han adoptado movimiento. Cada vez que me volteo a mirarlas tienen una imagen diferente y me da miedo, me da miedo mirarlas un día y que sólo sean láminas vacías, en blanco. Ventanas que dan a la nada cuando una vez lo fueron todo. Entonces pienso: cuando pase eso, será el día en que deje de chapotear en los charcos para encontrarte… será el día en que te vea por la calle y siga caminando con mis manos hundidas en los bolsillos creyéndome la versión femenina de Humphrey Bogart al alejarme.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Soledad


La lluvia caía frente a mi ventana y veía reposar las gotas una a una sobre el césped. Me apoyé en el alféizar con el mentón clavado en mi antebrazo, pensando que sería quizás la última lluvia antes de que el verano lo devore todo con su hocico caliente y hálito inexistente. Me detuve un momento en los geranios y crisantemos que plantó mi hija, tan perfectos como sacados de un cuento de Lewis Carroll. En sus macetas recibían el agua desde el cielo sorbiendo en silencio. Imaginé su felicidad y quité la mirada con rapidez. No había que quitarle esa hermosa tarde a la tristeza.


Mis ojos se hundían a cada relámpago que estallaba tras los montes. La luz fulguraba el espacio volviendo ese atardecer en amaneceres intermitentes. El viento sopló y le respondí en su lenguaje con un suspiro. A veces, lo importante de la vida es sólo eso: un suspiro. Miré el reloj a mis espaldas sabiendo que era un movimiento aprendido, mecánico, ya no me importaba el tiempo. Miré el tejido en mi rostro al voltear hacia el espejo saludándome porque había abandonado mi reflejo. Sí, soy una mala perdedora.


El hueco en el colchón de mi cama gritaba algo. Giré para dedicarle mi atención y supe que esa ausencia agrietaba las plumas de ganso que soportaban mi peso. Vi unos anteojos sobre la mesita de noche pareciendo un muerto carcomido por el polvo carroñero. Debajo, un libro, alguna novela de ficción que en algún momento desafió la realidad a codazos. Abandoné la ventana para dejarme caer sobre la cama con cuidado. Mi cuerpo anciano ya no sabía aterrizar como antes. Y comprendí que te extrañaba. La soledad a mi edad es una compañera penetrante, incluso cancerígena. Recordé que te fuiste primero y lloré… luego reí porque lo había olvidado.