lunes, 10 de noviembre de 2008

Soledad y compañía


Aquellas manos le recorrían cada curva de su cuerpo como exploradores de lomas y valles desafiantes. Cuando el sudor brotaba por sus poros debido al abrazante calor de los roces, él consumió cada gota con la punta de la lengua. Ella soltó una risa tímida, una risa coqueta digna de una princesa en su noche de bodas. Esto lo conmovió apretándole los muslos mientras se abrigaba en el hueco perfumado de su cuello. Qué excitante era volver a oler a una mujer.

La joven lo recibió calmando su corazón azorado. Parecía un niño indefenso, temblando entre sus brazos. Delicadamente, lo besó en la frente para luego elevar su rostro con las manos. Lo miró a los ojos reparando que estaban empañados en lágrimas indefinidas. Ella no dijo nada sobre su llanto, no tenía por qué hacerlo. Le encerró la boca como si fuese la primera vez hallándola dulce y salada… no pudo precisar el sabor pero sí la intensidad de aquel beso, pudo escuchar los zumbidos atacando sus oídos, la urgencia de vestirlo con su propia piel y tuvo miedo al verse tan entregada. Nunca había sentido una pasión como aquella. Sabía que no debía involucrarse.

Por otro lado, era demasiado difícil para él contener las emociones. Recostados sobre la cama blanca, imaginó que pertenecían a la más bella de las historias de amor existentes, ésas que estremecen el alma al punto de cambiar el significado de la palabra “complicidad”. No quería salir de esa habitación, no quería encender la nefasta luz de la lámpara, no quería volver a la realidad, no quería que se fuera… simplemente, deseaba amarla otra vez, sin relojes, sin agendas, sin intromisiones de culpas inoportunas. Deseaba colmar para siempre su cuota de compañía con ella navegándolo entre las piernas.

Tras un último gemido de placer, la muchacha cerró sus ojos tratando de no olvidar el motivo de su presencia allí. El fuego entre ellos quemó sus vientres reposando uno al lado del otro como si fueran una pareja de amantes incansables. Él volvió a sollozar acomodado en la suave almohada de pluma, su llanto comenzaba a claudicar. Ella apretó los dientes al oírlo. Lo observó sumirse en el sueño notando la vulnerabilidad que invadía su semblante. No se veía como el hombre seguro al comienzo de la noche, no parecía el donjuán de sonrisas seductoras que la encantó pocas horas atrás; frente a sus ojos, parecía sólo un chico asustado con la marca blanca de un anillo ausente en su dedo anular. Un gran detalle que no necesitó confirmar ni lamentar.

La joven recogió sus ropas vistiéndose en silencio y a oscuras. Caminó hasta la puerta del cuarto dejando atrás una noche diferente, un encuentro exitoso aunque fuese bajo un nuevo punto de vista poco profesional. Abandonó el dinero ganado sobre una mesa pensando en lo insoportable que podía llegar a ser la soledad para una persona… pero más importante aún, descubrió lo verdaderamente hermoso que era sentir el amor en carne propia. Cerró despacio al salir para no despertarlo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Jueves, 11 de octubre de 1979


Caminé por un largo pasillo flanqueado por decenas de camillas con patas blancas y metálicas. Me imaginaba una extraterrestre en tierra ajena sin saber muy bien qué estaba haciendo allí. Sentí mucho frío, ese tipo de frío que es capaz de morder los huesos y erizar los vellos de la nuca en un lamido extraño, un lamido presagioso. No dije nada, no sabía cómo había dado con ese cuarto enorme en donde podía percibir el aroma dulzón que suelo sentir cuando huelo el pasto o las flores marchitas.

El silencio que me envolvía me dejaba sorda. Miraba a mi alrededor creyendo que estaba perdida en el más raro de los bosques, aunque después de ese momento siempre me sentiría así dentro de un hospital. Sí, ahí estaba yo… en un hospital que por su tamaño y rutina, no puso atención a esa adolescente que caminaba errante hasta dar con su habitación más temida. La pena manejaba mis pasos y yo sólo obedecía a mis pies. Nadie se dio cuenta.

Pies… ¿Por qué no puedo dejar de ver esos pies descalzos que vi entonces fuera de cada camilla? Esos pies que no poseían color pero sí historias, pies que no reflejaban identidad pero sí una vida terminada. De sus pulgares, colgaba una pequeña etiqueta que de seguro sería un número gélido en vez de un nombre… no quise averiguarlo. Estaba perdida en mi dolor sin recordar bien por qué sufría. A veces, la memoria es tan cobarde que trata de olvidar cuando sólo se desea evocar hasta el cansancio.

De repente, como un garrotazo en medio de la cabeza, recordé el motivo de mi llanto gracias a un par de pies familiares y pequeños que me dieron vuelta el estómago. Los reconocí tan bien como si hubiese visto el rostro de su dueña en ellos. Apreté mis dientes sintiendo que la inocencia de la juventud me abandonaba en ese mismo instante al igual que el color en mis mejillas. Era cierto, allí estaba… en el bosque de los pies desconocidos, cubierta hasta la frente por una sábana de tono verde y me enfadé estúpidamente con ella… “¿Por qué estás aquí?”, le pregunté sin hablar y volví a llorar.

Recuerdo muy bien las manos inmensas y fuertes que me tomaron por los brazos sacándome de la morgue en vilo, recuerdo el rostro sorprendido de mis hermanos como también la voz de mi padre reprochando mi tonta decisión de entrar allí sin avisar… “¿Qué clase de seguridad tiene este hospital?”, bramó con molestia al enfermero y yo no dejaba de visualizar la imagen impregnada en mi mente de aquellas noches en vela, donde espantaba mi sueño vigilando la respiración irregular de mi madre y sus taquicardias. No me comprendí la reacción en ese momento, pero al recordar que ella debía dormir sentada todo el tiempo por culpa de su corazón cansado… me alegré muchísimo de que por fin pudiera descansar en paz completamente recostada…

martes, 4 de noviembre de 2008

Palabras sin decir


El atardecer se mostraba como el estado de ánimo de Jeannette, triste y melancólico. El sol estaba huyendo, el viento era despiadado y las palabras de su madre no la alentaban a serenarse. Faltaban sólo tres horas para el acontecimiento menos esperado de su vida y la muchacha se paseaba de un lado para otro tratando de buscar en cada esquina de su cuarto una salida a su perra suerte.


Sobre una silla reposaba sin gloria ni majestad alguna el traje color caqui que había sido escogido para su boda. Ella lo miraba con desprecio reparando que no se veía tan glamoroso como decía su madre frente a la vitrina de la tienda, tapando las vergüenzas de ese maniquí gélido y sin gracia. La joven lo tomó entre sus manos, lo alzó para apreciarlo mejor y una arcada descomunal la hizo correr al baño para vomitar su impotencia. El segundo embarazo ya se estaba haciendo notar. Su primer hijo la observaba desde la cuna percibiendo su amargura, absorbiéndola del aire. En su temprano entendimiento, sabía que ese día no sería como los otros y seguía a su joven madre con la mirada en cada uno de sus movimientos.
Jeannette volvió del baño con el estómago revuelto. Miles de pensamientos la atosigaban sin descanso, recuerdos desordenados, ideas, planes, maldiciones, deseos y reproches. Su mirada viajaba por toda la habitación y se sentó en su cama para cesar ese temblor molesto en sus rodillas. Observó una antigua fotografía colgada en su pared. Sonrió al verse de uniforme escolar, abrazada a sus cinco amigas y con un brillo en sus ojos que estaba segura haber perdido por completo. Meneó la cabeza preguntándose en qué momento se había convertido en lo que menos deseaba: madre, dueña de casa y futura señora a sus cortos veintiún años de edad. El escalofrío recorrió todo su cuerpo, la sensación de claustrofobia era insoportable, deseaba gritar, llorar, abrazar a una amiga; a una de esas malditas amigas que tanto oyó prometer y nada sabían de ella. Miró hacia la cómoda a los pies de su cama reconociendo un regalo que había recibido de una de ellas hacía un tiempo atrás. Era un cuento o algo parecido. Jeannette quiso leerlo pero nuevamente no pudo. No sabía por qué sentía rabia mezclada con culpa y vergüenza en medio de la garganta. “No tengo el tiempo de leer estupideces- pensó orgullosa”.


Luego, la urgencia y la ansiedad la sacudieron al ver la hora que era. Como un muñeco manejado por el control de la inercia, calzó unas zapatillas, se colocó un grueso abrigo y besó a su hijo en la frente susurrándole que todo estaría bien. La joven alzó el marco de la ventana y salió por ella sintiendo el frío del crepúsculo en su rostro. Corrió por las calles de Santiago sin clara dirección hasta que recordó un pequeño parque, su lugar preferido. Sentía el vientre endurecido. Sabía que el esfuerzo hecho le cobraría malestares inmediatos y comenzó a respirar con ritmo mientras llevaba una mano hacia el bulto. Recordó el día que quiso interrumpir el embarazo escogiendo la opción más sencilla que criar.


El muladar que era ese cuarto de mala muerte le llenó el espíritu de angustia. El olor a muerte, acidez y a paños rancios, arañaban sus fosas nasales notando asqueada que tenía la boca llena de saliva. Antes de sentarse en esa silla violenta para llevar a cabo la tétrica tarea del aborto, la taza ofrecida por esa señora sombría fue a parar contra la pared de sólo un manotón de Jeannette, embarrando así ese sospechoso liquido por el floreado papel tapiz y salir de allí trastabillando. La chica nunca mencionó ese episodio de su vida, sólo frente a sus amigas la última vez que las vio y comenzó a llorar sentada en uno de los columpios de aquella plaza. De pronto, una mano sobre su hombro la hizo saltar.


- ¿Qué mierda crees que haces?- le preguntó su madre con una brusquedad innecesaria. Jeannette había olvidado que fue ella quien la llevó por primera vez a ese sitio.
- No quiero casarme, mamá.
- ¡Claro que te casarás! ¿Piensas que yo estoy arruinando tu vida? ¡Fuiste tú misma!
- Lo sé, pero casarme no es la solución- la mujer mayor apretó sus labios, la levantó del brazo y volteó el rostro de su hija de una bofetada.
- Te vas a casar y no se discute más ¿me oíste?- sin soltarla, la llevó casi en vilo de vuelta a casa para que se vistiera con presteza.


Su matrimonio forzado era como estar encerrada en un cubo de cristal sin puertas ni ventanas. Al igual que la criatura que engendraba en su vientre. Cuando Jeannette se embarazó por primera vez, había sido producto del amor y la inexperiencia de la juventud junto a su novio de secundaria; sin embargo, el segundo fue por el apremio de un momento incandescente, cuando el juego prohibido entre primos es un plato tan tentador que se sirve sin pensar. La joven pagó el precio de eso a un valor incalculable.


Cuando llegó a la iglesia, para consumar y afrontar ese castigo, sentía las miradas de su familia como si una letra escarlata estuviera tatuada en su pecho, hecho con el fuego de su descuido de mierda. Trató de sonreír al descender del vehículo pero sólo logró esbozar un surco entre sus labios que nadie supo cómo interpretar. Las cruces a su alrededor y las estatuas de los santos, inanimadas y de ojos vacíos, la volvían más nerviosa. Levantó la vista y en la gran puerta de entrada, vio a su futuro esposo, con una resignación ensayada- de seguro- en la privacidad del baño de hombres…


* * *


El encierro en el velorio de su abuelo estaba ahorcándola. Los llantos sólo atizaban sus oídos y sus manos sudaban a pesar del frío que hacía esa noche. Sus amigas, quienes apartaron quehaceres por acompañarla, la observaban con recelo esperando que en cualquier momento se desvaneciera como el humo o cayera de bruces como un saco de papas. No obstante, ella se sentía con energías aún sin haber dormido nada en treinta horas. Las flores que cubrían el ataúd y gran parte de las paredes de la pequeña congregación, golpeaban todas las paredes con su aroma dulzón. La joven guardó silencio por varios minutos clavando su mirada en las cuatro lámparas en cada extremo del elegante cajón sin entender su significado. Las palabras del pastor de turno no consolaban a nadie, parecía discurso político aprendido a duras penas durante sus años de oficio. Ella rió por lo bajo meneando la cabeza.


- ¿Estás bien?- le preguntó una amiga.
- Sí, no te preocupes- contestó reparando que su voz sonó rasgada y desafinada- Voy a salir, necesito un poco de aire.
- ¿Quieres que vayamos contigo?- preguntó otra. La muchacha negó en silencio y salió de la capilla bajo la mirada de todos sus familiares.


Ella no era muy cercana a su familia, más por orgullo que por cualquier otra cosa; pero cuando su abuelo murió de cáncer gastrointestinal, el suelo bajo sus pies tembló de forma alarmante. Su familia paterna siempre marcaba los favoritismos, existía una competencia sutil entre los sobrinos por el cariño y las atenciones que con el pasar de los años se había vuelto insostenible. Algunos estaban enchapados en el oro que la joven, a los ojos de algunos, no merecía. La presión era el arma mejor escogida por esos tíos que deseaban manejar la vida ajena en base a preguntas idiotas. Sin embargo, siempre que la plática familiar llegaba a ese punto, la chica se encogía de hombros y mostraba indiferencia. Por lo tanto, le importó un carajo que el hecho de salir del velorio haya molestado a los presentes.


El frescor del atardecer tranquilizó sus ansias, inhaló con voracidad el aire húmedo notando que se avecinaba una noche fría. Encendió un cigarrillo y al subir las solapas de su abrigo para cubrir su cuello desprovisto de bufanda, oyó la marcha nupcial que advertía el término de una boda cercana. La joven sonrió por lo inapropiado del momento.


La iglesia en donde se encontraba era enorme y constaba de varias capillas individuales, todas ellas a una distancia no muy lejana lo que permitía presenciar con claridad cualquier actividad en su interior. La música provenía de una que estaba casi al frente, las pesadas puertas de encina se abrieron y los invitados salían con sus puños llenos de pétalos aguardando a que los novios pasaran por el umbral hacia el coche que los esperaba. Ella fumó una vez más mirando divertida el espectáculo fuera de lugar al tiempo que sus amigas se le unieron para no dejarla tanto rato sola. Todas sonrieron ante esa boda agudizando la vista para ver mejor a los recién casados, y cuando la pareja salió del inmueble las cuatro jóvenes sintieron que el corazón se les detenía por un segundo. No lograban controlar su sorpresa, no lograban pensar… y cuando lo hicieron, la mirada de la novia se estrelló por fin con la de ellas…


* * *



Mientras Jeannette escuchaba al sacerdote hablar de amor y de Dios Todopoderoso, sólo podía preguntarse dónde mierda se encontraban esos conceptos para creer en ellos con igual devoción. Bajaba la mirada constantemente observando su vestido de cortes medievales que resaltaban más su rostro que otra parte del cuerpo; a su costado el novio estaba lívido, miraba al religioso con ojos inciertos, pendiente en cuándo terminaría la ceremonia para dejar de adoptar esa actitud de joven complaciente.


Jeannette escuchó las palabras lejanas, jugueteaba disimuladamente con el ramo entre sus manos suplicando que ese tormento tuviera un pronto final. El beso de marido y mujer no se hizo esperar más, Jeannette sintió esos labios, una vez deseados, como una muralla de concreto. Las lágrimas otra vez inundaron su alma y caminaron entre los satisfechos parientes todo el pasillo hasta salir de la capilla. La pareja recibió el frío viento de invierno junto con la lluvia de pétalos que ardía al aterrizar en sus cabezas, el automóvil encintado los esperaba con las puertas abiertas mientras que la madre de la novia ordenaba la cola del vestido con rapidez.


La muchacha sintió en su pecho una sensación extraña, una ligera presión que levantó sus emociones hasta la garganta y alzó la vista hacia al frente para ver en línea recta, a pocos metros de distancia, a sus mejores amigas de secundaria. Una de ellas vestía un abrigo oscuro, con el cabello desordenado por el viento y un cigarrillo a medio terminar en su mano izquierda. Sus ojos se encontraron por segundos que duró una eternidad. Jeannette imaginó que la sorpresa que las muchachas dibujaban en sus semblantes sería el mismo que ella dibujaba en el suyo. Todos los recuerdos se les vinieron encima. Las circunstancias, la ironía, la burla del destino dolía como ceniza caliente bajo los pies. Entre las cuatro muchachas intercambiaron miradas estupefactas creyendo que se trataba de una broma… ¿Por qué no estaban ellas ahí?, ¿Por qué no sabían de esa boda?


Jeannette miró hacia el interior de la capilla vecina dándose cuenta que estaban a mitad de un velorio. Quiso estar ahí, retroceder el tiempo y no haber perdido ese lugar que le correspondía. Su primer impulso fue correr hasta allá luego de tanto tiempo sin sentirse parte de algo importante; pero su reciente marido le tomó la mano y la llevó hasta el vehículo sin mucha demora. El motor se puso en marcha, Jeannette se volteó hacia ellas mirándolas por sobre el techo del coche entre las luces de las cámaras fotográficas, las jóvenes avanzaron impulsivamente buscando la forma de hablarle, de decir alguna maldita cosa. Con amargura, Jeannette tuvo que subir al vehículo bajo los aplausos de quienes ya respiraban tranquilos, entre ellos su madre, y sin poder hacer nada las perdió de vista en la primera esquina.


- ¿Qué te pareció la ceremonia?- le preguntó su flamante esposo. La joven no mostró ningún interés en responder- ¿Jeannette? ¿Me oíste?
- Sí, te oí...
- ¿Qué pasa?- ella se quitó el delicado arreglo de su cabello con los labios fruncidos.
- Acabo de ver a mis amigas- dijo mientras miraba por la ventanilla- estaban en una de las capillas de enfrente.
- ¿Y por qué no las invitaste a la boda?- al escuchar la pregunta Jeannette bajó la mirada sin contestar, su marido comprendió al instante- No querías que supieran ¿verdad?... ¿Te avergüenzas?- ella nuevamente evitó responder, recordó la fotografía y dejando a un lado el silencio, rompió a llorar…

domingo, 26 de octubre de 2008

Inevitable luna llena


Y la besé, la besé como nunca. Rodeé el hueco de su cuello con mis manos, sintiendo la calidez de su piel como un amanecer acogedor. La humedad de su boca me recordó lo que era estar vivo y mis latidos se desataron. No podía concentrarme en nada más que en el ritmo de su respiración entrecortada. Al separar nuestros labios, saciados de haber alimentado el deseo desde nuestras bocas, el cuerpo nos pidió más y tuve miedo. Ella, dejando su recelo inicial de lado, acarició mi espalda invitándome a restar la distancia entre nosotros. Yo me contuve. Miré hacia el cielo desnudo viendo que las nubes caminaban lentamente sobre nosotros, el color azul añil de la noche quedaba descubierto desplegando estrellas sobre su manto infinito y el miedo en mí se incrementó.

Un temblor comenzó a recorrerme de pies a cabeza. Sabía lo que estaba pasando conmigo y cerré mis ojos intentando mantener la calma. Ella, seria, tomó mi rostro por las mejillas obligándome a mirarla de frente. No dijo nada, ni siquiera hizo el ademán de atacarme como fue su primera intención. Nos besamos otra vez, pero fue un beso distinto, dolorido. El movimiento de su lengua con la mía me llevó a olvidar lo peligrosamente cerca del límite en el que estábamos jugando. La rodeé entre mis brazos de manera firme, mostrándole mi anhelo de no soltarla jamás. Sin embargo, tuve que hacerlo. La luz de la luna me iluminó el rostro y el pavor fue superior a mi fortaleza. La liberé de mi abrazo casi con insolencia. Ella, como un reflejo instintivo, cogió el arma que llevaba en su cinturón. Ese movimiento alertó mis sentidos y quise que tirara del gatillo. Tomé su mano armada colocando el cañón a la altura de mi pecho.
- Hazlo- le dije- Hazlo, por favor…
- No puedo- me respondió y yo apreté mi mandíbula que se tornaba fuerte a cada segundo.
Sin poder resistirlo más, la empujé hacia atrás para empezar a correr lejos de allí, sólo contaba con escasos segundos. Me perdí entre los matorrales, esquivé el centenar de árboles en mi camino y sintiendo cómo mis huesos me dolían debido al cambio, ella disparó al aire la bala de plata con la cual quería eliminarme…

sábado, 25 de octubre de 2008

El Tiempo


Fue curioso que en esa obra de teatro colegial habláramos del tiempo. Era un contenido serio y de largas discusiones para un grupo de niños de sólo diecisiete años de edad. Nunca entendí por qué escogimos ese argumento siendo que no teníamos armas suficientes para atacar el tema con diálogos sólidos… aunque, pensándolo bien, tal vez sí, por eso nos resultó fácil interpretarla sobre las tablas.


Muchos de nosotros ni siquiera queríamos pensar en ello. No queríamos dejar la escuela por miedo al cambio o al fracaso, aunque no necesariamente tenían que ser sinónimos. Recuerdo muy bien la distribución de papeles y las interesantes conclusiones que brotaban de nuestras charlas para alimentar el guión que comenzaba a tomar forma. Personificar al tiempo transformándolo a “El Tiempo”, fue tarea de Marcial, el protagonista del elenco. Vistió una larga capucha oscura, dibujó sobre su rostro miles de relojes con manecillas en distintos horarios que acentuó la sicodélica versión que él quería brindarle. Buscando contextos en los que El Tiempo podía desenvolverse, supimos que se trataba de diversos escenarios en donde en algunos corría con libertad y en otros caminaba lento y parsimonioso.


A veces me pregunto: ¿Fue una premonición lo que hicimos? ¿Fue una visión del futuro la que desarrollamos sin darnos cuenta?... han pasado ya ocho años desde entonces sin poder dar con una respuesta clara, sin embargo, conforme pasan los días, más me inclino en que sí, lo hicimos de forma inconsciente. Escurridiza cosa es el tiempo, cuando crees controlarlo es justo allí donde comprendes que estás encerrado en su reloj de arena, pendiente de que los granitos no te lleguen hasta el cuello. Marcial, vestido como el personaje, se paseaba frenético alrededor de Pepa representando lo veloz que pasaba para ella, el personaje siempre atrasado: “¡Tú, maldito!”, le gritaba mi amiga, sabiendo que era un intento inútil detenerlo, tal como actualmente lo intentamos todos.


La siguiente escena se trataba de dos amigos encontrándose en medio de la calle luego de mucho tiempo sin verse el uno al otro. Conversaron de cosas pasadas, recordando historias añejas y chistes gastados, esas pláticas que son capaces de remover las olvidadas nostalgias, hasta que uno de ellos y notoriamente más envejecido, Claudio, reconoce que su antiguo amigo Esteban, seguía igual de joven que cuando se separaron por los inciertos caminos de la vida. El Tiempo acompañaba al aludido de forma tranquila, considerada, hasta amigable… con Claudio, en cambio, su actitud cambiaba y lo rodeaba enardecido, ansioso y presuroso. Aquí es donde comprendo que dimos en el clavo en un asunto importante… Esteban… el chico que siempre llevaba la sonrisa pronta y la caballerosidad como respuesta, habría de quedar para siempre en nuestra memoria con sólo diecisiete años, tal como pasó en la obra. Ese mismo año, él habría de morir y darnos la razón en el libreto sobre su eterna juventud de manera perversa.


En el desenlace de la obra, luego de tocar varios contextos diversos- como la pareja de ancianos melancólicos interpretados por Danilo y Jeannette- llevamos a El Tiempo a un juicio por sus irreverentes e injustas acciones. Marcial se sentaba en un estrado y yo, la argumentativa magistrado, tenía que inculparlo ante los afectados por ser el culpable de manejar nuestras vidas a su ritmo. Él sólo escuchaba las protestas de los personajes pero no hacía más que encogerse de hombros… ellos hablaban por hablar, él únicamente estaba haciendo su trabajo… “¿Por qué no aprovechan mi presencia y me hacen su amigo? ¿Por qué me exigen tanto y yo debo exigirles tan poco?”… un par de preguntas que nadie quiso responder o más aún, nadie supo cómo hacerlo.


¿Cómo sería ahora esa obra teatral? ¿Hemos doblado la mano del tiempo y burlado el destino? Mi contestación inmediata es: No, es imposible hacerlo y debo aprenderlo por fin. Pasé años de mi vida tratando de capturar los momentos y guardarlos de alguna manera, me empeciné en la labor de ser quien recuerda y quien ejerce el trabajo no remunerado de juzgar al tiempo sobre un estrado. En esta obra siempre fui la magistrado.

domingo, 19 de octubre de 2008

El Torneo, el silencio y los puntos suspensivos...


- Oye… ¿Acaso no sabes que somos sangre? ¿Acaso no sabes que no tienes por qué estar tras una trinchera y lanzarme granadas con el objetivo fijo de acabar conmigo? ¿Tienes algo qué decirme?- No escuché respuestas más que sólo el eco del portazo de la habitación y mi corazón latiendo rápido. A veces el silencio no es más que un enemigo locuaz que habla hasta por los codos cuando en verdad- irónicamente- debería cerrar la boca. Ahora, detenida en medio de la sala, me siento mareada de tanta impotencia y malditos puntos suspensivos.

La equivocación, ¿Qué es la equivocación?
- Lo que nos hace humanos- me diría el protestante que ostenta conocimiento espiritual y platicas matutinas con Dios.
- La acción que nos entregará la dicha de enmendarnos- me diría una persona que sabe pedir perdón y goza con ello.

Dentro del contexto familiar, la equivocación no es más que una herida supurante que no recibe vendas ni alcohol. “No seas melodramática”, me dicen y suspiro. “Está bien, no lo seré”, respondo invadida de ganas de burlarme de mí. Maté a esa optimista que siempre arroja la broma como bandera blanca y la sonrisa como señuelo sin siquiera haberme dado cuenta.

Veo cómo la luz en la mirada de aquellas personas se va extinguiendo como vela cansada. Son ocasos molestos que, a diferencia de los que nacen y mueren en el horizonte con sus colores anaranjados y chispas titilantes sobre el mar y te logran inspirar, éstos sólo te hacen añorar el amanecer como nunca pensaste hacerlo. Trato de hablar, trato de decir mil cosas pero sólo salen barbaridades que desayunan, almuerzan y cenan conmigo, con nosotros.

- Estás equivocada.
- Me hace humana… ¿Puedo tener la dicha de enmendar?- contesto y pido, sin saber que la respuesta hacia mí siempre será un rotundo No.
Ese veneno que ha nacido por aquí me ha debilitado. Intento succionarlo con los labios sobre la mordedura pero sólo sangra, nada más, no puedo eliminar mi propia sangre… no tendría sentido, sin embargo, hay quienes lo hacen terminantemente dejando sólo la ponzoña escurriéndose por todos lados. ¿Dónde quedó aquello de lo cual estábamos orgullosos?

Aquel hombre, ese que caminó siempre delante de mí blandiendo su estandarte de noble caballero, corre en su caballo últimamente negro, apuntando su lanza al frente, buscando dar en el blanco y derribar al contrincante que- de manera graciosa- muchas veces resulto ser yo o alguien del mismo bando. El rey se volvió un peligroso guerrero y atleta del daño. Ojala el campeonato acabe antes de la última estocada.

¿Divago demasiado? Espero que no importe, porque para descubrir mensajes hay que dejarse llevar por la corriente aunque éste sea más bien un remolino. Como esa reina de facciones dulces, que no entiende por qué miro la pantalla con ceño fruncido. Lo sabría si entendiera, lo sabría si leyera, ¡lo sabría si me leyera del todo!... Se lo menciono, se lo enseño, ella asiente, luego ella duerme dejándolo en la mesita de noche y sin acabarlo.

La joven princesa brinca de un lado a otro descolocándome. Maldice y calla. Maldice y calla. Escribo sumergida en la idea de los puntos suspensivos, como lo hago ahora, y sigue dando portazos ratificando que mis letras son tan reales y verdaderas que llegan a respirar frente a mí. Río amargamente al saberme con algo de razón aunque me digan algunos que estoy equivocada. Me levanto de mi silla pidiendo a gritos que el silencio en el castillo desaparezca pero ella no hace más que ofrecerle tragos a mi cuenta, dando rienda suelta al bar en el cual no quiero beber. Comprendo que no puedo más que brindar, aceptar la avalancha que siempre se avecina y participar cobardemente del Torneo Medieval de Caballeros en que se ha convertido la familia.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Alicia en el "país de las maravillas"


¿Beber o no beber de esa botella sobre la mesa? ¿Conocer lo que sucede o simplemente vivir en la incertidumbre? ¿Seguir a ese conejo blanco hacia un mundo surrealista o negarse y quedarse? De todas formas, aquel mundo no resultó ser tan alocado como pudo imaginarse. Aquel conejo presuroso, dependiente insufrible de su reloj de bolsillo, apremiaba las decisiones de la niña como un adulto lo hace en su vida cotidiana. Siempre corriendo, siempre estresado, siempre programado. Me recordó a la masa de capitalinos que corre por las calles para ingresar temprano al trabajo o para llegar pronto a casa al terminar el día. Todo funciona como un reloj bien engrasado, con cada una de sus partes perfectamente acopladas para un buen funcionamiento… la falla de una sola pieza puede generar caos en el sistemático movimiento siempre continuo. Ese margen de error no puede ni siquiera considerarse.

¿Cuál es la idea del mundo adulto de siempre avanzar y no detenerse un momento para recapitular sobre la vida y los cambios? ¿No vale la pena hacer un resumen de tanto novelismo dramático? ¿Es por eso que Alicia llora hasta el punto de nadar en sus propias lágrimas? ¿Hemos perdido a Alicia entre ese sufrimiento maduro en donde no hay soluciones sólo tragedias?
- Eso díselo a la oruga- me comenta ella y yo me sorprendo.
Cómo olvidar a esa oruga, difusa entre tanto humo de su pipa, regodeándose de filosofías sobre la vida y su anestesiada actitud de personaje drogadicto. Debe ser un homenaje a quienes huyen de este mundo con inhalaciones y exhalaciones sospechosas, mostrándose felices y a la vez insatisfechos. Bienaventurados sean los que olvidan, dicen por ahí… ¿Es mejor eso a recordar?... yo digo: Bienaventurados los de buena memoria, porque de ellos saldrán historias…

¿Qué hay del dios todopoderoso en este relato? ¿Del gato Cheshire y su habilidad envidiable de aparecer y desaparecer a voluntad? Alicia, difícilmente impresionable, dice al conocerlo: “pero sí sólo eres un gato”, después de un despliegue magistral de sonrisa entre la oscuridad y ojos ambarinos sobre ella… ¿Sólo un gato? ¿Se ha vuelto la juventud tan difícil de sorprender?... Alicia le pregunta: “¿Qué camino debo tomar?” ante esta interrogativa, Cheshire sólo contesta un obvio: “¿Adónde quieres ir?”… a la niña no le importan las direcciones, es aquí donde el libre albedrío que Dios nos otorga entra en juego y el gato lo pone en práctica: “Entonces, realmente no importa el camino que escojas” ¿Para qué quiere Alicia perseguir al conejo blanco? ¿Para qué perseguir una vida adulta que luego de obtenerla sólo queremos regresarla? El gato Cheshire la envía a preguntarle al Sombrerero Loco o a la Libre Marcera, no importa a quién, todos están locos… Tal vez, fue una manera de confundirla y hacerla desistir de su determinación… pudo haberla enviado directamente hacia el conejo, pero prefirió delegar la responsabilidad a estos dementes que pueden ser incluso mucho más coherentes y hacerla entrar en razón: déjalo y sigue siendo una niña.

La vida es un juego. Existen reglas y estatutos que muchos deseamos romper pero debemos lidiar con las consecuencias al hacerlo. Cada quien tiene su valor, cada quien es un naipe dentro de un juego de mesa y debe cumplir con su debida función. ¿Qué mejor escenario que los jardines de una Reina dictadora? Haz lo que todos hacen o te cortarán la cabeza, te anularán para siempre, te reprocharán por no vivir como los demás lo aprobarían… Alicia halla este juego de naipes y croquet un absurdo pasatiempo arbitrario, ¿es la vida bien definida con estos conceptos? ¿Son las reglas y nominaciones así de descabelladas? Preguntémosle a la oruga, quien de seguro debe ir por la quinta pipa de su opio o marihuana, buscando aligerar el peso de su condición desocupada.

Podría agradecerle a Alicia el que haya explorado mi mundo con los ojos infantiles que presumo tener, ojos inexpertos que me dan la indulgencia de poder criticar a mi antojo y decidir si bebo o no de la botella sobre la mesa, si lloro hasta ahogarme o sigo al conejo de mierda que corre sin detenerse. Después de todo, Alicia se pierde en el país de las maravillas que lentamente va tomando un matiz adulto, crecido… un país que a pesar de querer ser ficticio, es más real y ordinario que nunca, con caminos complejos que no llevan a nada, con personajes diferentes que irremediablemente conviven con uno día a día y con un dios llamado Cheshire, que como es obvio no aparece cuando se le necesita y se desvanece en mitad de las respuestas…

jueves, 11 de septiembre de 2008

Pérdida y extraña ganancia




"Caminando por las húmedas calles de Santiago, mis manos temblaban de frío e impotencia. Mi hombro, ahora aliviado del peso de mi bolso recién robado, no hacía más que recordarme que el dinero que llevaba en mis bolsillos no valía nada ante lo que realmente había perdido: palabras grabadas en ese cuaderno, asertivo y compañero, en el que volcaba mis ideologías sin temores… letras que resonaban en mi cabeza como música y entre ellas hurtaron también mi dignidad, mi fuerza, mis recuerdos… ¡Qué mierda de noche!"

...


"Al ver cómo protegía sus pertenencias con recelo, sospeché que allí estaría mi recompensa a esa jornada tan mediocre. Observé a mi víctima caminar con mayor rapidez y eso me tentó todavía más a alcanzarla. Así lo hice y detuve sus pasos en medio de la calzada. Al mirarme, me atravesó con sus ojos asustados para luego resistirse a mi atraco. Le arrebaté el bolso bruscamente. Cuando cumplí mi cometido estudié su rostro sabiendo de inmediato que me esperaba un tesoro… sin embargo, no tenía idea que era una riqueza diferente… en el interior, un cuaderno lleno de páginas escritas me llamó la atención. Haciendo a un lado mi ocupado horario de delincuente, leí unas líneas sentado en una plaza. Debo admitir que nunca había tomado en cuenta palabras como aquellas, donde me vi desnudo, me vi equivocado, me vi herido y maltratado… ¿Por qué tenía que haber leído eso? ¿Por qué tuve que dejarme influenciar de manera tan empalagosa por alguien que no conozco y que temo conocer? Cerré el cuaderno lamentando haberlo robado, por lo menos el dinero no me hace pensar en otra cosa más que sólo gastarlo… en verdad, lo prefiero así…"

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Malabarista de emociones




Mientras dibujaba figuras abstractas e imposibles, liberaba mi mente en cada pelota traviesa que arrojaba por los aires. El sol de la mañana me brindaba su calor en ese invierno despiadado notando así que me encanta esta estación del año a pesar de todo. Yo no era más que un malabarista callejero, un artista sin ley, un amante del sinsentido… uno de los muchos que se atreven a soñar en una esquina de Santiago, uno de los pocos que aman lo maravilloso de la magia y el detalle del desastre.



De pie ante los vehículos detenidos por el rojo del semáforo, me paseaba de aquí para allá elevando las pelotas al cielo para recibirlas otra vez con maestría, una por una… todas en su debido momento. Me gustaba experimentar con la gravedad y desafiar las posibilidades con ligeros movimientos de mis muñecas, ver las miradas embelesadas de mi público fortuito y elevar mi voz con energía para saludarlos, sin embargo, una mirada en particular capturó mi atención por completo. Eran los ojos oscuros más hermosos que había visto nunca y me costó trabajo seguir con lo que estaba haciendo. Detuve mi malabarismo sólo para fijarme en ella, montada en su roja bicicleta de montaña. Nos quedamos mirando unos segundos que pude haber aprovechado para pedir la cooperación monetaria correspondiente pero no tuve el tiempo ni el deseo, ya me sentía saldado ante la belleza traslúcida de esa santiaguina como ninguna otra.



La luz verde no tardó en llegar dando hincapié a los automóviles de reanudar su camino y pasar por mi lado con peligrosa proximidad. Me importó una mierda. Ella, sonriente, pedaleó en su vehículo acercándose a mí y no supe qué hacer, el alma de payaso que llevaba dentro me dijo que le alegrara el día con una pirueta pero no me quise mover por no perderla de vista. Al tenerla sólo a un metro de distancia, la joven detuvo su andar y quedamos hombro con hombro. Se inclinó un poco plantándome un dulce beso en la mejilla que sentí viajar por toda mi columna vertebral. Quedé absolutamente desarmado.


- Espero que eso compense el hecho de que no traigo dinero conmigo- me dijo en un tono burlón y me guiñó un ojo antes de continuar pedaleando. Sólo con eso me sentí el hombre más rico del universo y agradecí a Dios este bello oficio…

viernes, 5 de septiembre de 2008

M.iles de S.entimientos al N.avegar



Galicia... 18:00 hrs.

“Mientras descolgaba inspiraciones desde ramas secas del otoño, comprendí que la fuerza de las letras me habían transformado en una persona mucho más elocuente. Pude viajar sin moverme de mi silla, experimentar emociones y juguetear con tonalidades creando otras nuevas… solamente mías. Entre esa locura de párrafos, estrofas, oraciones encadenadas hallé mentalidades atrayentes que consiguieron hacerme soñar y con sólo leerlas cada día me enriquecen, odiando la inmensidad de mar entremedio como nunca creí hacerlo…”

Buenos Aires... 13:00 hrs.

“Odiar las distancias cada vez que me sentaba a escribir era lo que me mantenía con los pies sobre la tierra, sobre todo cuando me permitía volar lejos sin límite alguno. Miraba el cielo cobrizo en los atardeceres sacando cuenta de las horas de diferencia y teñía de anhelo mi imaginación, creando escenarios, describiendo encuentros, inventando universos… buscando la manera de romper con los estereotipos y mapas tan necesarios que a la vez se tornan inútiles…”

Santiago... 12:00 hrs.

“Como cuando pienso en latitudes ingratas, desapareciendo cordilleras y océanos cada vez que posaba mis dedos sobre el teclado, haciendo bailar mis yemas por cada gélido botón que si me pongo a pensar, se han ido volviendo amigos, aliados en cada historia y conversación. Construyo vidas para poder mantener tranquilo mi corazón ansioso, dirigiendo mis ojos a una pantalla rutilante escarbando en ella, explorando, saboreando… hallando motivaciones que me convencen que odiar la inmensidad del mar y teñir la imaginación son pensamientos que describen también el mío…”



Julio, 2006

jueves, 4 de septiembre de 2008

Crónica de un 2 de mayo


Lo más curioso de aquella tarde fue el frío inexplicable que recorrió el cuerpo de todos los presentes. Afuera de la casa brillaba un sol precioso, típico de domingo, mientras el viento corría en todas direcciones enredando los cabellos. Cuando crucé el umbral de la puerta principal, el silencio construido me golpeó el rostro al igual que el aroma a muerte impregnado en las paredes. En la habitación el más viejo de la familia agonizaba lentamente bajo las insoportables agujas de los paramédicos, quienes más que curar sólo experimentaban nuevas formas de luchar contra lo inevitable. Detuve mis pasos en la entrada del cuarto principal bajo la atenta mirada de mis tíos y primos. El sonido de las respiraciones de mi abuelo retumbaban en mi cabeza ahogándome la energía de sonreír, sus ojos que una vez fueron de un color indefinido se habían tornado grises ante la desolación de ver a la muerte directamente. Los años lo habían abandonado al extremo de que no pude calcular la edad de ese hombre frente a mí y una rara incomodidad me estremeció.

Un amigo médico estaba sentado a un lado de él recorriéndolo con su estetoscopio buscando algún indicio de esperanza bajo la piel, se atrevió a pinchar su brazo derecho para administrarle suero pero ya la vida no quería más ayuda, estaba definitivamente cansada. El brazo se hinchó de una forma alarmante provocándome rabia, déjenlo en paz, pensé. Busqué en lo profundo de su mirada perdida una forma de pedirle perdón, una excusa tranquilizante para años de incomunicación, de distanciamiento, una manera de conversar con él sin palabras y no tuve más elección que dejarme caer a su lado, posar mi mano sobre su pecho y sentir sus jadeos como agujas bajo mis uñas. Mi tía Mary, la menor de las tres hermanas, se paseaba de un lado para otro guardando no sé qué, buscando algo que nadie le pidió, ordenando cosas que no estorbaban; simplemente estaba huyendo dentro de cuatro paredes, se mantenía ocupada para no dejar tiempo a la mente de absorber todo como una esponja en agua y la dejé tranquila, no quise interrumpir su ceremonia sutil de resignación.

Besé la frente de mi abuelo ligeramente tibia, lo observé por largos minutos sumando sus arrugas reconociendo cuáles eran por mí y cuáles no, acomodé sus canas sabiendo de antemano que sería innecesario porque sólo faltaban segundos. Cuando el médico propuso cambiar su postura en la cama fue el inicio para que el viejo se fuera en suspiros trabajosos, la irregularidad en que su pecho subía y bajaba me ató la garganta en un nudo y sólo mi tío Carlos y yo percibimos que inhalaba muy pocas veces. El doctor leyó en mis ojos la desesperación y nuevamente lo asaltó con ese aparato para escuchar su corazón, “Saquen a las mujeres” fue lo que le oí decir antes de ser echada del cuarto sin darme tiempo de mirar atrás. Lo gracioso fue el ruido desde el exterior. La casa de mi abuelo está cerca de un estadio de fútbol de la ciudad y al parecer algún equipo jugaba esa misma tarde, al tomar asiento en el comedor el estrépito de un gol hizo que mis labios rompieran la seriedad y sonriera por la rareza del momento, imaginé que sería el equipo de mi abuelo y recordé cuando él iba a verlos entrando por la puerta trasera del estadio- con la ayuda de un amigo empleado del lugar- se introducía con gracia para no pagar la entrada y después perder esa plata igual apostando a los caballos en la hípica.

Nadie sabía cómo reaccionar ante la situación de ver al viejo en agonía. En la familia no habíamos sufrido una pérdida hacía muchos años y por eso cuando salió mi tío Carlos de la habitación y nos dijo que se había ido nos costó trabajo creerle por lo poco convincente. Fue extraño lo que pasó en mí, las palabras que había escuchado al parecer no habían entrado totalmente porque la explosión de llanto que azotó a mis tíos y primos no me azotó a mí y me sentí pésimo. Caminé con lentitud hasta estar a un costado de la cama y fijé mis ojos en el rostro pálido de mi abuelo, ya no tenía las facciones que le conocí durante veintiún años, parecía una persona diferente, desconocida, abracé a una de mis primas mecánicamente y comencé con mi papel de prima mayor entre las mujeres. A mi padre no lo vi en el trance que afectó a mis demás tíos como a la mayor de las hermanas, mi tía Mely, quien con sus sollozos remecía las cortinas dejando escapar la tranquilidad. Mi padre se ocupó de hacer las diligencias ingratas de la muerte, tomó su vehículo y en compañía de algunos más se dirigió a lugares como la pompa fúnebre, el cementerio, la financiera, sin darle tiempo de derramar una lágrima por su viejo querido y odiado. Yo me había limitado a esconderme en el rincón de la habitación pasando inadvertida para los demás, mimetizándome con el color de las paredes, como una espectadora de aquella escena.



Las dos noches en que velamos al abuelo conocí gente que nunca había visto en mi vida o que en realidad vi y no recordaba, me incomodaba cuando alguna señora llegaba y me decía lo grande que estaba, “pero si yo la vi de éste porte, le di besos en todas partes”, y eso me hacía sentir un rubor en las mejillas sólo imaginarlo. Una de esas señoras se puso de pie a mitad de la noche y propuso rezar un rosario para pedir por el descanso del alma de Juan, mi abuelo. Me puse de pie sin siquiera suponer que no volvería a sentarme luego de casi cuarenta minutos de rezar cincuenta Aves Marías, cinco Padres Nuestros, cinco Misterios de Gozo y de cantar dos canciones religiosas. Comprendí que al Ave María número veintidós mis pies comenzaban a dolerme y que para el número treinta y seis mi cabeza ya daba vueltas y me preguntaba si era necesario repetirlas tantas veces. Sin embargo, había algo extraño en el ambiente, no se sentía una pena desaforada o ese pesado aroma a muerte que al principio había percibido; existía alegría, incluso risas al recordar al viejo en una de sus rabietas, al bromear con la expresión de su rostro durmiente o de lo tranquilo que se veía a través del cristal.

Mis nervios estaban de punta, parecía un robot yendo de un lado para otro, porque sin darme cuenta había tomado cerca de diez tazas de café negro para combatir el frío y no dormirme de pie conversando con los demás. Muchos hicieron lo mismo, pero mi tío Carlos fue más oportuno y preparó una sopa de pollo que me calentó hasta la punta de los pies recompensando el hecho de que no había almorzado bien. Sebastián, el menor de mis primos, llenó la casa de alegría. A sus pocos meses de vida sabía exactamente cómo sanar las heridas, reía con alevosía, jugaba sin descanso, iba de brazo en brazo consolando quizás a conciencia, porque imagino que dentro de esas mentes infantiles existe un entendimiento mayor del que uno piensa. Al acercar al pequeño al cajón e inclinarlo un poco sobre el vidrio para que viera al abuelo, él fijaba sus ojos oscuros de aceitunas tornando sus labios a una seriedad adulta, lo observaba en silencio demostrándome que sabía quién era y lo que estaba ocurriendo. Ahora que lo pienso, ese pequeño se convirtió en el respiro que alivió un poco el sofocante dolor de la enfermedad del abuelo. Víctor, otro de mis primos, se dedicó enteramente a diseñar las tarjetas de agradecimiento para los que nos habían acompañado aquella noche, y por eso, toda la familia lo elevó a un trono que yo nunca ocuparía. Las tarjetas se habían convertido en una obra intocable más que en lo que realmente eran y secretamente me llené de rabia. Aquella diferencia absurda creó entre los dos una cierta distancia, recelo, incomodidad; me provocó preguntarme si alguna vez había deshonrado el apellido para que pensaran de mí lo peor todo el tiempo. Sin embargo, me había acostumbrado, comencé a interesarme tan poco por lo que pensaban que dejé que imaginaran lo que se les antojara y que enchaparan a los demás en el oro que yo no merecía. Ya no podía hacer nada más.

Esa noche del velorio, salí al patio para fumar un cigarrillo y sentir el frío de mayo tocar mi rostro. Me senté en un escalón y miré el cielo reparando que estaba totalmente despejado. Busqué en cada rincón de la noche una estrella fugaz, deseaba sin razón ver aunque fuese una y como siempre, cuando uno las busca nunca encuentra ninguna. Comencé a contar las bocanadas a mi cigarrillo hablando sola, esperando escuchar una voz amiga, limitando el cielo convencida que mil billones de kilómetros con cincuenta centímetros eran su medida… y cuando llegué hasta ese punto el recuerdo recurrió a mi desvarío y ordenó mis pensamientos. Me di cuenta que el patio había cambiado bastante, había pasado por ahí tantas veces sin notarlo que una nostalgia me remeció el espíritu. Las tardes de domingo, con sus asados y mesas bajo el ciruelo entraron a mi mente sin orden cronológico, atochándose en mi cabeza, buscando un lugar, reprochándome que por fin los hubiera evocado. De los volantines que mi padre con mis tíos construían y vendían en el barrio, de su forma de bromear en la mesa y de desprestigiar los equipos de fútbol del otro. Las navidades y años nuevos que nos reunían y limpiaban las asperezas de discusiones anteriores, no importaba cuán enojado se estaba, el abrazo siempre pedía disculpas sin hablar. La sonrisa nuevamente sorprendió mis labios sintiéndome renovada, levanté la vista y uno de mis tíos encendía fuego en medio del patio para espantar el hielo de la madrugada, me pregunté si aquello le causaría a mi tía Mary la misma gracia que a mi tío por la ropa tendida, pero no se podía negar que el calor era regocijante.

Sin duda, mi abuelo era un bromista y cara dura, amante de su familia pero muy testarudo y orgulloso para soltar una caricia, le era mucho más sencillo dar un golpe juguetón que un beso en la frente. Creo que por eso murió un domingo, el día más simbólico para todos y el día en que podíamos estar con él para acompañarlo en su viaje, ese dos de mayo no pudo ser mejor momento. La fortaleza de mi tía Mary no había dejado de sorprenderme, aún cuando se abandonó a los brazos de uno de sus hermanos y lloró a gritos como una niña, su valentía me congeló la sangre definitivamente. El tamaño que tengo se encogió de repente, mis brazos no alcanzaban a rodearla, mis lágrimas eran salpicones que no expresaban nada, mi voz se confundía con el ruido exterior y comprendí que en realidad era ella, la última soltera de la familia, quien me enseñaba a sentir dolor. A sus cuarenta y tantos años de vida, ella sabía perfectamente cómo amar a sus sobrinos como hijos propios, amar a sus cuñadas como hermanas y extender sus manos para mantener el valor de la familia lo mejor posible. Las delgadas arrugas alrededor de sus ojos la definen mejor de lo que alguna vez pueda hacerlo yo, pero haré un esfuerzo. Aquella era una mujer valiente, seria, prudente y estricta, de manos marcadas por el sacrificio de años sirviendo a un padre generalmente malhumorado, con una mirada fría para los que no le inspiran confianza y dulce para sus seres queridos. Puede sonreír con la misma franqueza con la que llora sus penas, ferviente creyente de la religión católica y enemiga a muerte del machismo chileno. Sí, realmente fue ella quien soportó el peso de todos nosotros aquella noche, fue ella la que dio su juventud en ofrenda recibiendo nada más que ingratitudes. Veo en su mirada una amargura que le es difícil de expresar, ganas de decir tantas cosas pero sólo se limitó a caminar conmigo hacia la salida de camposanto… Hay que cocinar como todos los días, me dijo susurrando…

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Un paseo dominical


Bendito sea el estar vivo aún y volver a verte, bendita sea la memoria y los recuerdos que no me abandonan ni me traicionan… bendito sea el camino de tierra que se despliega entre nosotros ubicándonos en un mismo espacio. ¿Qué más podría pedirle a la vida a mi edad? ¿Cuánto más podría estirar mi suerte en esta vejez tan poco elástica?

Te observé a distancia, te observé caminando con pasos inseguros y temerosos provocándome recrear muy bien los que diste alguna vez hacia mí corriendo con alegría, donde yo te elevaba por la cintura y recibíamos el frío de las olas en nuestros pies… ¿Te acordarás de esos veranos en Valparaíso? ¿Te acordarás de nuestras tardes azarosas en el funicular hace ya tantos años? ¿De los eternos paseos por la bahía? La tensión de mi ceño experimentado se remarcó gracias a la nostalgia y preferí sonreír con dificultad.

¿Quién era ella? ¿Quién te acompañaba del brazo con tanta dedicación? Dejé escapar mi imaginación dando rienda suelta a mi mente y la idealicé como nuestra hija, la que pudo haber consolidado el amor entre nosotros, la que pudo habernos prevenido de las malas decisiones y asegurado la felicidad, pero no… no era mía, aunque lo deseé… como nunca antes había deseado nada en décadas.

Estabas hermosa. La delineación de tu boca no había cambiado nada a pesar de las rayas de una vida sacrificada sobre el labio superior. Tu cabello blanco no encandiló esa intrigante belleza de mujer morena que había conocido, esa mujer de carácter y felinos movimientos que bien pudo enloquecerme con sus besos de ninfa apasionada. Quise oír tu voz, quise oír de nuevo tus “Te amo” que la brisa marina me había arrebatado. De cualquier forma, no habría caso alguno porque estoy quedando sordo. Mi sentido del oído se había cansado de darme el privilegio de escuchar, simplemente se dejó vencer ante las voces poco importantes, bloqueó sonidos que a mi edad resultaban insignificantes y se disculpó conmigo por hacerme falta… me sentí impotente, como si fuese un marinero sin sirenas en altamar.

Disminuí la velocidad patética de mis propios pasos y me aferré a mi bastón con más ahínco que a la vida misma. Estaba decidido a hablarte, estaba absolutamente determinado a detener tu paseo para descolocar tu domingo con viejas reminiscencias. Sin embargo, no lo hice, no pude hacerlo. Me ingenié miles de maneras de estrechar tu mano, de dirigirme a ti y decirte mi nombre, pero esa espera perpetua antes de ser recordado, se hubiera convertido en el peor de los castigos sobre esta tierra… mantuve esa distancia que sólo la genera el respeto- ¿o será el miedo?- y te vi pasar cerca de mi hombro… encogida, vulnerable y maravillosa, delegando tu peso a la joven a tu lado como una heroína al término de una batalla ganada. Enmudecí al punto de tener que extirpar de mi pecho un insípido “Buenas tardes” que respondiste con un débil ademán. Creo que morí sin darme cuenta. Seguí mi camino temblando y volteé la mirada para darme cuenta por un breve instante… que tú también habías volteado para verme alejarme… para nosotros ya era demasiado tarde…

viernes, 29 de agosto de 2008

Condensación


Qué divertido y desconcertante es la guerra de hombros entre una persona y otra al pasar. Estaba a punto de llover a cántaros en esa ciudad atosigada cuando me senté en la parada del autobús observando a la gente sin saber muy bien la razón. Recuerdo que miré hacia el cielo notando su metálico color y oscuras nubes que lo contrastaban como si hubiese sido adrede.

Pedí en voz baja que la lluvia no se hiciese esperar sintiendo cómo el viento claudicaba y la expectación iba en gradual aumento. Las gotas gordas no cayeron sino hasta minutos después, minutos que aproveché para encender un cigarrillo y eliminar intencionalmente el aire puro de mis pulmones. El aguacero dio inicio con una fanfarria clásica y vi que la gente corría confundida, preguntándose si acelerando el paso evitaba mojarse menos. Me reí ante esa interrogante que aún escucho sin respuesta.

Me encantan los días de otoño. Me encanta cómo los liquidámbares se encienden en un fuego que perdura en sus hojas por tres meses, sin ceder en color ni hermosura. Me encanta que el sol se vaya a dormir más temprano. Luego de días de trabajo despiadado sobre nuestras cabezas, por fin nos ha dado una tregua temporal mientras reúne fuerzas allá en el hemisferio norte. Me encanta la cordillera en su vestido otoñal, ese manto que parece merengue de naranja en el ocaso y se ilumina soberbia con los últimos rayos de luz sobre ella.

Todo en esta ciudad parece estar de fiesta en abril. Las hojas cayendo parecen confeti y la línea del follaje camina arrastrado por el viento como carros alegóricos. Me nutro de esos detalles fumando sonriente mi cigarrillo de nicotina suave y sigo deleitándome, esperando ese transporte nefasto que vuelve locos a los citadinos. De pronto, me di cuenta que había dejado de observar a la gente. Preferí mil veces mirar los árboles, las calles húmedas, los perros callejeros, incluso a las palomas grises y violetas que cabeceaban en cada paso.

Me dije a mí misma que no valía la pena fijarme en las personas. Las miradas cálidas estaban en hibernación, la amabilidad se había marchado con el verano, el hastío y el mal humor imperaban cuando de ser tolerantes se trataba la vida interactiva, ésa era la clave. Me entristeció no hacerlos partícipes de esta fiesta otoñal pero francamente me aguaban el momento más que la lluvia tibia que caía.

Ya nadie tenía tiempo para una sonrisa, para una palabra amena, para un “buenas tardes, pase usted” que tanto hacía falta en esta época peyorativa. La elocuencia brotaba como petróleo cuando de discutir derechos se trataba, pero para reservarle a otro el derecho de atención era sencillamente un parto. Comprendí que no quería invitar a esos ocupados de malagana al bello momento de brisas y humus que estaba disfrutando.

Un autobús se detuvo frente a mí impidiéndome seguir paseando mi vista. Fastidiada por el obstáculo, llevé mis ojos hacia las ventanillas ocupadas en su mayoría por pasajeros serios, dándome cuenta que miraban pero no miraban a la vez… Qué cosa más extraña, ¿no?... Suspiré a todo lo que daba mi pecho y resoplé con pesadumbre. Sin embargo, en un breve instante, vi una mano que me saludaba a través de una de ellas. Mi estómago brincó y miré hacia esa ventanilla empañada. No podía creer que alguien en verdad se diera el tiempo de saludar sólo por saludar. Mis labios se curvaron para descubrir una ancha sonrisa y respondí alzando una de mis manos… pero, un momento… ¿quién lo diría?... sólo se trataba de la molesta condensación del vidrio, esas gotas microscópicas de agua que aquella persona limpiaba con largos ademanes. Reí ante mi estupidez y con resignación vi al autobús marcharse.

El Hada y el Extraño



Mientras volaba entre la niebla espesa, las microscópicas gotas del rocío me besaban el rostro y acariciaban mis delicadas alas. Aquella fría mañana, el bosque tenía un aroma diferente. El aura que se ceñía a cada árbol, hierba y roca, tenía la inconfundible densidad de que algo terrible había sucedido. Eso me inquietó. Las hadas sabemos cómo percibir las emociones que expele la naturaleza y me detuve en uno de los troncos mohosos para sentir con mis palmas su energía. Mi piel se erizó de pronto. Afiné mi oído para escuchar por sobre la corriente del riachuelo, del cantar de las aves, del movimiento de las hojas y pude reconocer el sonido de pisadas frenéticas… alguien corriendo… perdido o perseguido. Yo reanudé mi vuelo. Quise saber lo que estaba ocurriendo, así que me aproximé un par de árboles a las orillas del agua y tuve que esconderme tras unas ramas en el acto. Un humano estaba apoyado sobre uno de los robles como si hubiese corrido miles de kilómetros. Agitado, resoplaba en busca de su aliento perdido sosteniendo apenas el peso de su cuerpo. Yo aparté un poco el ramaje para verlo mejor. Parecía asustado y confundido. No quise ni mover un músculo para no alertarlo de mi presencia. Bien sabía yo que éramos muy pequeñas para ser vistas de inmediato, pero el instinto me congeló las acciones.

El desconocido alzó su mentón como si quisiera oler la fragancia del cielo y fue entonces donde pude apreciar sus facciones a mi antojo. Era realmente hermoso. Jamás en mi vida había visto un humano tan de cerca, pero supe al instante que ninguno se igualaría a ése. Sus ojos estaban teñidos con el color del océano. Profundos, salvajes y al mismo tiempo inocentes. Fue tanto mi embeleso que pude rozar sus labios sonrosados sólo con mi mirada traviesa. Me avergoncé de ese atrevimiento pero no pude quitarle de encima mi atención. Comencé a preguntarme quién era, el por qué de su expresión tan angustiada, el estremecimiento que sacudía su cuerpo y los pensamientos que invadían su mente. Me sentí, de súbito, una intrusa sin ningún tipo de derecho.

El muchacho apoyó su frente en el tronco mostrándose agotado e incluso desesperanzado. Sentí la efervescencia de la osadía en mi pecho y volé unos metros hasta detenerme en una de las ramas de aquel mismo roble. A breve distancia, pude observarlo mucho mejor como también oír sus jadeos gracias a su carrera reciente. En mis propios pulmones podía sentir el paso de su aire con dificultad, el joven humedeció las comisuras de su boca siendo ese gesto algo alucinante… no pude hallar muchos defectos o rudezas en sus formas, parecían casi talladas a mano.

Imaginé que se trataba de un caballero, un caballero que sobre su fiel caballo defendía el honor de las damiselas a punta de espada, que luchaba contra rufianes con excelente porfía, eliminando de ellos la simplona necesidad de inmortalizar sus crueldades antes que sus propios nombres.

Imaginé su vida extraordinaria. Dueño de miles de tierras lejanas, impensadas, desconocidas… recorriendo el mundo como un explorador para absorber cada una de sus delicias. Ingenuamente, me visualicé siendo su mujer, dejando atrás estas alas y mi condición, para ser humana de pies a cabeza, ser parte de aquella raza tan compleja. Experimentar con él una aventura de ensueño. Escalando montes, conquistando pueblos, desafiando peligros, codiciando tesoros… si las otras hadas supieran lo que estaba anhelando, caerían estupefactas como moscas y me reí silenciosamente por eso.

Podría ser también un príncipe. Un valeroso hidalgo luchando por el bienestar de su pueblo, tal vez por eso se veía tan excitado. Me incliné un poco más para tatuarlo en mi memoria… ¿Cuándo volvería a verlo?... memoricé su sedoso cabello, sus insondables ojos que me capturaron sin indulgencia, el sonido de su cansancio, el vapor de su aliento producto de esa mañana otoñal... me había embrujado, me había asombrado al punto que mis alas habían olvidado cómo empujar el viento y hacerme volar. Estaba flotando sólo ante la maravillosa idea de besarlo aunque fuese sólo por una vez.

Sin embargo, pese a todos mis delirios, mis conjeturas y fantasías, escruté su ceño hallando un rastro de frialdad. Sus rasgos seguían siendo francos, preciosos, pero la incierta expresión que mostraba me contrajo el abdomen y traté de obviarlo. Quizás se trataba de un asesino, un delincuente. Quizás era autor de un millón de brutalidades y yo sintiendo mi corazón arder por él. Sus ojos eran inconsecuentes. Parecían pedir ayuda, ocultar algo e insoportables ganas de revelar otra… todo de una sola vez. Me sentí agobiada, recorriendo un puente entre ese extraño y yo, basado sólo en mis absurdas ideologías.

Creo que me había inclinado demasiado. No estaba pensando con claridad. La famélica urgencia de observarlo lo mejor que pudiese, provocó que una de las ramas se rompiera y generara un ruido que sobresaltó a mi admirado extraño. Él abandonó el tronco paseando su mirada por todo el lugar. Durante un instante creí que me había visto, pero recordé que era imposible.

- ¿Quién anda ahí?- preguntó y me embriagué con el masculino tono de su voz. Quise hablar, quise salir de mi escondite pero no sería más que una molesta polilla ante él, así que retuve dolorosamente mis deseos.

No obstante, el aura volvió a densificarse. Fue como si todo árbol me recordase esa bizarra sensación de un comienzo. Fruncí el ceño y me estremecí del miedo. Conjunto a la inusitada vibración del ambiente, reparé que el joven cambiaba la luz de sus ojos. Después de unos segundos de asegurarse que estaba solo, se dirigió hasta el riachuelo a largas zancadas. Lo seguí con la mirada sin intención de moverme, advertí que escondía algo bajo su capa y antes de poder afirmarlo, mi príncipe soñado arrojó una daga ensangrentada a la corriente para luego perderse entre la niebla, manchando las aguas… desconcertándome completamente.

Carta





“Luego de haber explorado este mundo por caminos diferentes, me siento en mi silla de siempre a observar el mar, enciendo uno de mis cigarrillos y me deleito con los detalles, los pequeños detalles. A decir verdad, nunca vi tan azul este paraje ni las nubes tan risueñas, el humo de mis bocanadas acompañan el perfil profundo de un pensamiento lleno de recuerdos, tal vez ya estoy muy vieja para eso, pero el antiguo baúl que es mi memoria no me deja en paz y de cierta manera lo agradezco en silencio”

“Hoy es un día que llevo tatuado en mi mente, con mis dedos trémulos y gastados deslizo mi lápiz por el papel dejando que la inercia me manipule a su antojo. Me pregunto si aquella persona, quien a recorrido las rutas de la vida siempre dos segundos antes que yo, se sentará en un lugar apartado para detener el tiempo y rescatarme del rincón sucio y oscuro que es el olvido... quizás no, pero me encanta creer que sí. Y esa persona eres tú, quien hoy cumple un año más de vida”

“Las canas me quedan bien, las tomo con gracia dejando que me invadan para alardear sabiduría y experiencia, me envuelvo en ellas y me digo a mí misma que son una ganancia, un verdadero tesoro. Mis arrugas forman una escritura que sólo Dios está dispuesto a revelarme, en mis sonrisas me tejen el rostro y en mis llantos se muestran como cicatrices de toda una vida. Te imagino con el tiempo sobre tu espalda al igual que yo, pero me es imposible. Siempre fuiste una estatua victoriana a la cual algo tan sacrílego como el desgaste no puede tocarla, el viento que me cala estos viejos huesos para ti es una mano invisible que mueve tu cabello para hacerte más bella aún, el recuerdo te guarda, mi cariño te rejuvenece”

“Hoy puedo ser una vieja melancólica que vive de sus escritos para salvar a aquellos que ama, puedo ser una mujer con mil historias y muchas risas para repartir, sin embargo no dejo de llorar por los días que se van ni de gritar por los que ya se han ido. Puedo ser una mejor amiga, de esas que desmenuzan su orgullo sólo para volver a oír una voz querida, para abrazar sin palabras, para leer un pensamiento; o puedo ser una peor enemiga, capaz de odiar, permitir que el olvido sea su compañero y su corazón un músculo de acero. Son ciertas cosas que conoces bien y que a pesar de los años no cambian como el cuerpo. Soy la misma vieja odiosa llena de curiosidades, obsérvame y verás en mí a esa niña que se aventuró a intentar ser parte de ti, mírame por que así sabrás que el tiempo no me vence ni me limita a acercarte siempre”

“No sé qué estarás haciendo ahora, pero antes de dejar mi silla y de mirar el mar quiero cerrar este escrito con letras de oro, aunque no estoy segura de poder hacerlo. Una vez lloré mis dolores en tu regazo, reímos ebrias de licor y recuerdos, dijimos cosas que hirieron tanto como sal en una herida y prometimos no separarnos abandonando toda crítica ajena... ¿Qué nos faltará por hacer? Quizás contarle a nuestros nietos que una vez existió un grupo de personas enlazadas por el destino, residentes de una esquina acogedora, pero que dentro de él dos personas no necesitaban hablar para conversar ni tocarse para sentirse... y ésas somos nosotras”

Para una de mis mejores amigas, Carla
27 de abril de 2004

Tu Llegada





Cuando supimos de tu existencia una tarde de abril fue realmente confuso. Teníamos entre dieciséis y diecisiete años, platicábamos dentro del aula de clases sobre cosas triviales, graciosas y rutinarias cuando sin aviso Claudia dejó caer frente a nosotras una prueba de embarazo con una marca positiva sobre ella… eso nos removió el piso. Tu madre no sabía qué decir además de estar muy expectante ante nuestra reacción. Las palabras de apoyo y entusiasmo que el grupo entero expresó la mantuvieron tranquila pero yo... guardé silencio sin saber cómo mirarla. Había olvidado abrazarla, hablarle, ni siquiera abrí mis labios, supe al instante que esa actitud abofeteó las nuevas esperanzas de mi amiga, tu madre”


“Tu esencia se sentía en el aire, tu energía nos encadenó y la sensibilidad estaba a flor de piel como también la difícil tarea de aceptar los hechos recientes. Claudia se hallaba serena, tranquila, te sentía... te esperaba. Su vientre crecía y tú dabas muestras claras de querer ser partícipe de nuestra amistad, tu abuela se encargó de marcar con fuego en la piel de Claudia el catastrófico error que había cometido, ¿Era tan así? No sabíamos exactamente si esa etiqueta era la adecuada, día a día batallábamos porfiadamente contra los complicados sentimientos de tu madre mientras que ella buscaba la manera de encajar dentro de los orgullos de su familia para verse aceptada”


“Al pasar el tiempo, busqué en mí la fortaleza necesaria para apoyar a Claudia, ya no me costaba trabajo tomar su mano, su rostro, decirle muchas cosas que quizás ya no le importaban en ese momento, pero me di cuenta de que no necesitaba de tanta fuerza ajena porque ella poseía un carácter increíble, tanto así que no se levantaba del suelo cuando caía, sino que no alcanzaba a tocarlo cuando ya se levantaba y juro que aprendí más de ella que de nadie más. La amistad de escuela que manteníamos seis jóvenes formaron alrededor de ti una familia postiza durante esos duros meses. Tú crecías al tiempo que crecía nuestra unión lo que nos permitió- y perdóname la cursilería- crearnos miles de promesas que lógicamente nunca se cumplieron al pie de la letra como una receta médica. Tu madre se veía hermosa, su brillo cambió drásticamente dando paso a una mujer decidida, clara e incondicional, el vientre que lucía nos provocaba protegerla y en la intimidad de nuestras reuniones siempre posábamos nuestras manos sobre él para sentir ese milagro que eras tú, lo que resultaba bastante fácil porque te movías como un pez en el agua. Claudia en la escuela se comportaba como la más experimentada, la más sabia, con un espíritu maternal que alcanzaba para todas. Si hubieras visto las veces que tu madre se enfadaba porque no dejábamos de bromear a toda hora ignorando los deberes, siempre nos mantuvo con un pie sobre la tierra y le estoy agradecida, porque a pesar de ser tan real volábamos todas juntas en fantasías infantiles riendo sin parar”


“El día que te conocí fue por medio de una pantalla de televisión y sin lugar a dudas fue uno de los días más calurosos del año, parecido al día en que naciste pero aún no llego a eso. Cuando ingresamos a la consulta del médico en el centro de Santiago, me resultó extraño porque nunca había estado en esos lugares, éramos las más jóvenes en esa sala de espera y cuando nos llamaron para entrar las miradas ajenas nos atravesaron la nuca. El doctor fue bastante amable, hizo un poco más cómoda esa oficina que estaba llena de instrumentos inquietantes, sillas deformes, máquinas ambiguas y dibujos de mujeres transparentes que mostraban sus órganos y sexo a quien quisiera verlos. Realmente me sentí mareada. Tu madre se recostó con aplomo en una especie de camilla demostrando estar mucho más tranquila que yo, el doctor procedió a buscarte con un aparato que deslizaba sobre el vientre y frente a mí apareciste tú, increíble, perfecta, ansiosa. Claudia no disimuló su sonrisa satisfecha y yo me conmoví sin esperarlo”


“Al estar juntas las seis nada más parecía importar, planeábamos las cosas que te enseñaríamos, lo que haríamos cuando fueras mayor, lo que te encubriríamos, lo bella que serías y reíamos inocentes porque estábamos orgullosas de ser parte la vida de tu madre. No sé si alguna vez te lo mencionará, pero ese grupo de locas éramos las mejores amigas que se hubieran visto, nos consideramos tus tías desde el primer momento sin cuestionarlo, pero con las vueltas de esta vida inquieta todo cambia. Las tías que construyeron para ti un escenario seguro, sin estigmas ni reproches, se volvieron tan etéreas como el humo olvidándonos unas a otras”


“Recuerdo esa tarde que viajamos por asuntos académicos al Cajón del Maipo, en las afueras de Santiago. Todo el curso encaramado en un bus bastante ordinario que mantenía a Claudia incómoda en esos asientos de mierda y asqueada por el desastroso baño al final del pasillo. Pepa y yo estábamos sentadas a un costado de tu madre hasta que ella optó por ubicarse entre nosotras con la excusa de sentirse sola. Viajamos cerca de dos horas apoyadas en una nalga para darle a Claudia el espacio que en verdad necesitaba. Sin embargo, reímos todo el camino como tres niñas ilusas, veíamos el paisaje correr por la ventanilla comprendiendo que llevábamos más ropa de la que el clima nos permitía y mientras deseábamos llegar pronto nos moríamos de calor”
“En ese paseo estábamos todas preocupadas por Claudia y tu bienestar. Al llegar al Cajón del Maipo nos fuimos a jugar en la nieve y tu madre subía por la cuesta para deslizarse de culo sentada en una bolsa como lo hacíamos todos nosotros. Con los nervios tomados le permitimos hacerlo, era causa perdida prohibirle algo por lo tanto sólo podíamos vigilarla con disimulo para que no se sintiera como una enferma... pero esos detalles son el sabor de estos recuerdos”


“El día de tu nacimiento fue memorable, el calor que quemaba el asfalto reemplazaba el viento tan anhelado por todos los santiaguinos escondidos bajo los árboles, entre ellos Pepa, Gianinna y yo caminábamos en línea recta hacia el lejano hospital gracias a un descuido que nos hizo viajar más allá del mismo carajo. Tu madre había iniciado la labor de traerte al mundo la madrugada del 11 de enero y cuando tu tía Susana me llamó por teléfono avisándome la novedad, nosotras planeamos ir a conocerte en persona. Nos reunimos, esperamos el autobús y sin quitarme culpa nos envié a una dirección equivocada que nos hizo sufrir por varias cuadras. Al llegar a las puertas del inmueble teníamos el sol enredado en el cabello, nos dijimos un par de reproches que nos mandó el humor a la mierda más aún porque faltaban Jeannette y Carola en esa visita, pero preferimos obviarlo y subir hasta tu habitación con la cara llena de risa para que tu madre no sospechara absolutamente nada”


“Allí estabas tú, dormida en una cuna, pequeña, indefensa y tan bella que me intimidó tomarte en brazos. Eras tal cual como te imaginábamos, con el perfil respingado como oliendo el viento, tus dedos delgados, tus cabellos color indefinido, tu piel sensible. Gianinna, la más maternal de todas, te levantó al instante recorriéndote con la mirada, examinándote minuciosamente rincón por rincón mientras que Pepa y yo nos sentábamos rendidas a los pies de la cama. Claudia tenía el rostro agotado, en cada una de sus facciones se reflejaba el esfuerzo que realizó al traerte y con el miedo tan marcado que sus ojos tenían un color diferente. La besé en la mejilla sin hablar mucho, tus abuelos estaban presentes también filmando el momento- lo que lamenté porque estaba tan poco dispuesta a las cámaras que no hice ningún comentario digno de inmortalización. Paseé la vista por la gran sala de maternidad, reparé que habían muchas madres recién paridas y que la más joven era Claudia, las enfermeras iban y venían de un lugar a otro al tiempo que la visita se acababa rápidamente siendo una verdadera pena, necesitaba hablar con Claudia más de lo que conseguí decirle y me fui con la sensación de haber hecho una visita mediocre”


“Los meses pasaron con alarmante rapidez, crecías muy bien y eso mantenía viva a tu madre. Muchas veces ella se encontraba acorralada entre las palabras indolentes de tu abuela y me llamaba por teléfono para poder conversar. Nunca me consideré de mucha ayuda moral para Claudia, pero con paciencia intentaba introducirme entre los recodos de su corazón para arrancar ese peso que no le permitía volver a volar con nosotras. Aunque sequé sus lágrimas menos veces de las que hubiese querido, te tomé en brazos muy esporádicamente, me enfrenté a sus fantasmas no como la amiga que quizás ella esperaba y dentro del grupo ya se sentía que la niñez y los sueños nos estaban abandonando. Las promesas de tus tías comenzaban a desaparecer sutilmente”

“Al bautizarte una noche de invierno, ocurrió algo inesperado que nos sacudió a todas. No sabría decirte si fue gracias a lo que estábamos celebrando o al hecho de que Claudia estaba sensible o, incluso, tu poderosa presencia, pero la noche que fuimos a la capilla para presenciar tu ceremonia, esperada por varias semanas, Pepa no deseaba asistir porque días antes había tenido una fuerte discusión con tu madre, absurda pero fuerte. Después de eso, me preguntaba si ella llegaría a tu bautizo, si la indulgencia tendría cabida entre las dos y al acercarme a las puertas principales de la capilla Pepa estaba allí, abrigada por un gamulán de color café, los cabellos al viento frío y con una mirada de incertidumbre que sólo me provocó volverme hacia la puerta para que entráramos de una vez”


“Nos situamos al final de todas las butacas sin querer alertar a nadie de nuestra presencia, vimos a Claudia de espaldas al público contigo en brazos y en ocasiones te entregaba a tu tía Susana. Te veías linda, con un vestido blanco, un delicado lazo en tu cabeza y tu mirada soñadora más definida que nunca. Miré de soslayo a las demás muchachas que estaban sentadas a mi lado y todas sonreían admiradas, orgullosas, repitiéndose quizás lo mismo: “Cómo ha pasado el tiempo” Entonces, Claudia se levantó despacio para llevarte hacia el púlpito donde te esperaba el religioso”


“El cura mojó tu cabeza mientras que alzaba una mano hacia el cielo clamando a los ángeles que te protegieran, a Dios para que te guiara por el sendero amplio de la verdad, que los sagrados votos católicos tocaran tu corazón y que nunca, pero nunca se te ocurriera no hacer la primera comunión, la confirmación y todas esas ceremonias ordenadas militarmente para que algún día puedas casarte como la gente y refregar en la cara de cualquiera que tienes tus papeles celestiales al día con San Pedro burocrático”


“En fin... el bautizo acabó entre fotos, abrazos, velas encendidas e invitaciones a la comilona de gula que nos aguardaba en casa. Pepa no esperó a que la gente desocupara el lugar para salir de ahí, se levantó de la butaca de un salto, la retuve del brazo con la esperanza de que Claudia la viera por lo menos un minuto y antes de que pudiera hacer algo Pepa me apartó y caminó hasta la salida rompiendo en llanto. Sentí el corazón apretado, tenía un sentimiento de culpa corrosiva en el pecho ya que había sido yo quien le había insistido en que fuera a la ceremonia. Verla irse trastabillando entre las butacas sólo me sumó una tonelada de arrepentimiento al estómago. No lo pensé dos veces y fui tras ella. Lo curioso fue que al llegar a las grandes puertas de la capilla Claudia había sorteado a toda esa gente para llegar casi de inmediato y sin vacilar ni un segundo entrelazó a Pepa por los hombros para abrazarla fuertemente, sin decir palabra alguna. En ese instante comprendí que no fue ninguna coincidencia habernos hecho amigas”


“La escuela había terminado, los caminos comenzaron a separarse y nosotras también. Tus cinco tías se habían convertido en tres lanzándonos a la cara esos absurdos juramentos. Las enseñanzas sobre la vida que pensábamos darte cambiaron junto con nuestra forma de ver el mundo, nos perdimos en nuevas experiencias, nos alejamos de los sueños juveniles, olvidamos tu sonrisa, tus coquetas pestañas, el lunar de tu mentón y por sobre todo olvidamos ser cinco, las que debían cumplir con amarte...”



Al terminar de escribir, Amanda levantó la vista y notó con regocijo que había comenzado a llover. Era la primera lluvia del año, tuvo el impulso de salir para sentir las gotas sobre su rostro, su cabello, sus manos, pero antes de hacerlo releyó lo escrito con una sonrisa en sus labios. No sabía qué era precisamente lo que había hecho, juntó las hojas entre sus dedos y antes de colocar su nombre al pie de la página desvió su mirada hacia la fotografía de sus amigas en uniforme escolar colgada en el muro de su habitación...