miércoles, 20 de marzo de 2013

Waste




 Miro por la ventana las hojas caer como una lluvia lenta, parsimoniosa y conciliadora. Siempre rindo culto al otoño y no sé si lo sabrá, si se dará cuenta de que miro su cielo de plata con los ojos más encendidos y la sonrisa más dibujada. El frío se vuelve compañero y los recuerdos de tiempos pasados llegan en tropel compitiendo en cual llega primero y escribo sobre ello. A veces me siento tan atosigada de momentos que no puedo escupir nada coherente y sigo los pasos perdidos como un militar desmotivado. Hoy comprendí que se me fueron meses entre los dedos, desperdiciados, derrochados  cual agua de grifo abierto. Mi tiempo corre por las calles, corre formando un río triste que se cuela por los recovecos de una ciudad que no le importa nada, sólo brindar lucro e injusticia en dosis de insulina. A nadie le importa ver cómo se pierde el tiempo y el agua como sinónimos.
Esta noche ron con coca cola para cenar.

jueves, 14 de marzo de 2013

De pasión y otros conflictos





Esa chica sobre el escenario baila como los dioses, pensó ella entre el público mientras la veía moverse con gracia y sensualidad. La música de la disco resonaba por los amplificadores haciendo que retumbara el piso bajo sus pies. La joven no podía quitarle la vista de encima, no podía siquiera fingir la fascinación dibujada en cada detalle de su rostro. Imaginaba que la bailarina danzaba únicamente para ella en una función privada, sin toda esa tropa de tarados lanzando gritos de calientes descerebrados y su estómago se contrajo con fuerza. Se llamó estúpida apurándose un largo trago de su vaso. 

Los focos, los cuales se movían rítmicamente en todas direcciones, lanzaron su luz fija iluminando a los espectadores. La muchacha no pudo evitar fruncir el ceño por lo molesto del brillo en sus ojos. Sin embargo, la intensa mirada de la bailarina se posó sobre ella de repente. Fue como una bofetada que despertó cada uno de sus sentidos, un impulso eléctrico que viajó por toda su piel y sus nervios la tomaron por el cuello para ahorcarla. No pudo explicar el por qué de esos latidos desaforados ni de sus horribles deseos de esconderse entre la gente, pero allí se quedó, estática como una roca pesada. La bailarina, desde donde estaba, sonrió de manera sugerente, invitándola a sonreír también, y siguió su show terminando con un aplauso estruendoso como recompensa.


La joven la vio descender peldaño a peldaño perdiéndose de su vista. Su nerviosismo aumentó mezclado con el miedo de no volver a verla y sin pensarlo demasiado, se abrió paso entre la muchedumbre para alcanzarla. A poca distancia, reparó que entraba al baño de mujeres, apuró el paso y cruzó el umbral encontrándose con un espejo enorme frente a los lavabos. Ahí estaba la chica, la bailarina, tan hermosa como la había visto bajo las luces de colores. Quiso saber cómo era su voz, cómo se llamaba, quería saber de su vida y por qué era para ella tan condenadamente sexy. ¿Acaso se trataba de una invención de la ironía para quitarle la cordura? ¿Acaso había llegado a bailar a ese preciso lugar, esa precisa noche para decirle algo? La bailarina la miró a través del espejo sin moverse pero demostró en su cara que la había reconocido. La joven reanudó sus pasos hacia ella como azotada por una fusta, la giró y la tomó de las mejillas para besarla de lleno en los labios. La suavidad en su boca fue lo primero que derritió todos sus pensamientos. La besó con ganas, con hambre, con pasión sin olvidar la ternura que residía en su personalidad. Lo prohibido la sedujo, le tejió una telaraña alrededor y sólo quería enredarse sin culpas. El monótono ruido del local desapareció como el trinar de un ave en invierno. La bailarina la rodeó con sus brazos a la altura de la cintura, embriagada por esa caricia tan perfecta, y cuando se dispuso a estrecharla más hacia su pecho para darle la bienvenida, el sonido de la puerta las hizo detenerse de golpe. La muchacha la soltó casi como si se tratara de una plancha hirviendo.


-Aquí estabas… ya nos vamos. Gabriel te está esperando afuera.- le avisó una chica desde la salida.


-Sí, ya iba en camino.


-¿Gabriel?- susurró la bailarina para que solamente ella la escuchara.


-Mi novio…- respondió, para luego salir de allí con la mano en sus labios.


Mucho...



Afuera llovía sin descanso, pero era una lluvia suave, delicada, incongruente a los tosidos tuberculosos de los truenos resonando a lo lejos. Bebía de mi taza de té mirando la vida ocurrir desde mi ventana como quien admira la eclosión de una oruga a mariposa. Volteé un segundo para mirarte y dormías plácidamente sobre mi cama, entre el revoltijo de sábanas blancas. Sonreí. Mi corazón se recogió con violencia, igual a una ola más del océano inquieto. Me volví hacia el jardín nuevamente y me fijé en unas margaritas bañadas por el clima, parecían abandonadas a su suerte pero dignas gota a gota. Bajé, salí descalzo y corté una. “Me quiere mucho, poquito, nada”, dije mientras la deshojaba. Con cierto miedo, continué sin saber si conseguiría lo que estaba esperando. La angustia arrancó mordiscos de mi cuerpo y cuando deshojé el último pétalo, mi sangre reanudó su camino ante el resultado. Corrí de vuelta a la habitación para lanzarme a la cama y abrazarte fuerte.


-¿Qué pasa?- me preguntaste de manera somnolienta.

-Nada. Sólo boberías sin importancia...


miércoles, 6 de marzo de 2013

La niña de sus ojos - extracto


Desde del primer momento en que José Rivera vio entre sus brazos a su hija, entendió lo difícil que sería dejarla ir cuando se convirtiera en una mujer. Elena, con su relajada personalidad, estaba preparada desde pequeña a dejar partir a los hijos, su propia madre le enseñó lo que era la fuerza interna y la enseñanza que se les da, nunca dudó en permitirles ser felices lejos del hogar.

A temprana edad, Alicia desarrolló su actitud carismática y comenzó a sentir curiosidad por los hombres mayores, espiaba a los vecinos del barrio de reojo sin que se dieran cuenta sus padres. Elías fue el único que la sorprendió observándolos y le guardó el secreto, pero desde ya el muchacho, entonces un niño, supo que esa inclinación de su hermana la haría sufrir en el amor.

El mejor amigo de Elías, un mocoso de claros cabellos y nariz respingada que vivía al frente de la casa Rivera, siempre estaba a disposición de la pequeña Alicia. Su nombre era Javier San Martín, hijo de un matrimonio separado, que en esos años era algo terrible, y muy educado en cuanto a la conducta. No le importaba si los otros niños lo molestaban cuando corría si Alicia lo llamaba, sentía un hermoso amor infantil por ella. Por su notable falta de cariño, le encantaba pasar en casa de los Rivera muy aferrado a las piernas de Elena. “Cuando crezca, me casaré con Alicia- decía el niño mientras comía membrillo en la cocina a grandes mascadas” Elena lo escuchaba sonriente sabiendo que esas palabras no eran desvaríos de un chiquillo, lo quería como un hijo más y lamentaba que pasara todo el día con la nana. Su sueño era verlo hecho un hombre llevando a su hija al altar, sin embargo, no tenía idea de lo que les esperaba a ellos más adelante.

Alicia era una niña alegre y de mucho desplante, toda su niñez la pasó jugando con los niños varones a la pelota sin tener mucho contacto con las pocas niñas del barrio. Las hermanas de José Rivera se escandalizaban cuando la veían llena de barro y costras en las rodillas.

-Parece una mendiga cualquiera- decían las dos al mismo tiempo.
-Pero a mí me gusta jugar con ellos- respondía Alicia con una modulación perfecta, se subía las mangas y corría de nuevo hacia la calle.

Elena se reía de sus cuñadas, no podía creer la cara que ponían al ver a la pequeña revolcándose en el pasto con su hermano y con Javier. A José lo tenía sin cuidado las cosas que hablaban sus hermanas, le gustaba saber que su hija sabía cómo defenderse entre los niños, que su carácter fuese explosivo siendo de respeto y que nadie se atrevía a tocar a Elías por no recibir una golpiza por parte de la niña.

Esa fue una de las cosas que Javier adoraba en ella, su increíble energía y ganas de vivir. No obstante, no se atrevía a expresarle sus inocentes sentimientos, le pedía a Elena que no le confesara nada a Alicia repitiéndole a Elías la misma advertencia. Por otra parte, José no tenía idea de lo que sucedía, estaba demasiado concentrado en los caballos y en los dinerales que perdía apostando, endeudado hasta el cuello tuvo que hacer pasar a su familia la vergüenza del embargo. Con impotencia veía cómo se llevaban muebles antiguos, cuadros que en su juventud había regalado a Elena y otras cosas que reflejaban años de esfuerzo. Él, derrotado, escondía su rostro entre las manos maldiciendo ser como era. “No me interesa tener objetos materiales, José- le decía Elena acariciando su cabeza- lo único valioso para mí, es mi familia” José sonreía y tales palabras de su esposa lo alentaban a seguir adelante.

A medida que pasaba el tiempo, Alicia se volvía más hermosa y angelical que cualquier otra niña en los alrededores, esto incomodó a José intentando no permitirle salir de casa. En su décimo cumpleaños, sólo parientes cercanos fueron invitados para la fiesta, ningún amigo, inclusive Javier, era bienvenido. Elena discutía con su esposo por esa estúpida razón de esconder a su hija de los ojos de los vecinos, era absolutamente imposible esclavizarla toda su vida dentro de esas cuatro paredes, le explicaba que debería sentirse orgulloso de poseer una hija preciosa en vez de sentirse amenazado por todos los hombres de la ciudad. Aquel cumpleaños fue el más aburrido para Alicia, estar sentada como señorita en la mesa escuchando las conversaciones sin sentido de sus tíos, era algo que intentaba soportar contra todas sus convicciones.

José perdía la paciencia con rapidez cuando algún hermano o cuñado hacía mención de lo linda que estaba su hija, Elena al ver la expresión que ponía le daba un codazo discreto obligándolo a sonreír. Javier trató por todos los medios que tenía a su alcance de entrar a la casa para entregarle a Alicia su regalo, sin embargo, al llegar al umbral de la puerta, Elena le dijo amorosamente que volviera al día siguiente por que el tío José estaba de mal humor y no dejaba entrar a nadie a verla. El niño desilusionado, volvió en sus propios pasos notando que entre las cortinas de la casa veía perfectamente a Alicia sentada y con la misma mirada de hastío que él. 




La primavera no sólo llegaba en la ciudad, las flores en el jardín de los Rivera no eran las únicas en florecer, también la niña de la familia comenzaba a convertirse en una mujer esbelta y de largos cabellos castaños. A sus catorce años, demostraba estar en su proceso de madurez al encontrarse lejana a los asuntos de la casa. Leía gran parte del tiempo, se internaba en las profundidades de su imaginación encerrándose por horas en su habitación o trepando el inmenso nogal cerca de la casa para mirar todo desde las alturas.

Elena logró hacer desistir a su marido de la ridícula idea de esconder a Alicia de la gente, le tomó tiempo hacerle entender que era imposible detener el crecimiento en ella y que estaba bueno ya de imaginársela como una niña de cinco años. José, después de muchas discusiones, empezó a notar a su hija más alta, más delgada, de caderas anchas y busto sobresaliente, le sorprendió verla tan diferente de la noche a la mañana, estaba convencido de que era aún la pequeña de costras en las rodillas y tierra en los codos. Estaba ahora frente a una jovencita llena de curiosidades.

Dentro de la casa, Alicia parecía una sombra, silenciosa como un gato. Cuando nació Marcelo cuatro años antes, Elena ocupó gran parte de su tiempo en cuidar de ese niño sietemesino, débil y azulado. Por lo tanto, dejó un poco de lado las exigencias de Alicia y Elías, quienes ya estaban lo bastante grandes como para hacer sus propias cosas, decía José. Por eso mismo, ninguno de sus padres notó la sutil llegada de un hombre a la vida de Alicia. Nunca se olvidará una tarde de verano, cuando el pasto recién plantado de José estaba creciendo como mala hierba, cuando el nogal que la niña acostumbraba a subir dejó de llamar su atención, un automóvil de esos que recientemente llegaban de Alemania se detuvo a un costado de la acera, frente a la casa Rivera. Alicia, sentada en el umbral de la puerta principal, leía un libro de cuentos fantásticos mientras el vehículo apagaba el motor. Dejó la lectura a un lado para observar discretamente las cosas que traía en su interior, llena de incertidumbre escrutaba las extrañas cajas de todos los tamaños, las maletas gordas de ropa y un perro que ladraba desde la ventanilla trasera.

La portezuela del conductor se abrió para ver ante ella la figura ancha de un hombre con traje. Unos treinta años, cabellos oscuros y tez canela fueron suficientes para que la niña quedara prendida de él desde ese momento. Lo observaba sin inhibiciones, sus manos gruesas, su espalda amplia y sus movimientos varoniles la atrajeron como imán al metal, sin darse cuenta que al otro lado de la calle, Javier la miraba experimentando un odio nuevo por este extraño personaje.

Luego de ese encuentro, el nuevo vecino se instaló en la casa contigua a la de los Rivera. Nadie más que la chiquilla había notado su llegada al barrio, siendo motivo para ella encerrarse en su habitación y mirar durante horas a través de la ventana por si tenía la fortuna de verlo nuevamente sin que sospecharan algo. Durante las noches, Alicia presenció la vida nocturna de este hombre pareciéndole cada vez más excitante, entre los visillos de su habitación veía claramente cómo se desvestía al acostarse, cuando se arreglaba para salir y cuando trabajaba en su escritorio revisando papeles y otras cosas. Se dormía imaginando que lo tocaba por todas partes, que respiraba su perfume embriagándose de deseo, que enredaba sus piernas juveniles por esa cintura tosca llevándola a perder el sueño sintiéndose húmeda de placer. 

Pasaron muchos días en los que ella espiaba al vecino por la ventana de su habitación, su familia aún no se percataba de que existía un hombre que provocaba a su niña tocarse de una manera que a las hermanas de José Rivera no les hubiera gustado nada. Sin embargo, ella mantenía en secreto su conocimiento. Al poco tiempo después, comenzaba a hacerse muy desesperante la idea de sólo verlo, una noche se moría de celos viéndolo cómo fornicaba con una de las vecinas cercanas, estaba harta de reconocer entre los brazos de ese hombre que amaba a muchas mujeres quienes al día siguiente, paseaban arrogantes con sus esposos de la mano. Conocía perfectamente sus actitudes en la cama, agudizó el oído sólo para escucharlo gemir y soñaba con que era ella quien lo hacía gozar.

Una tarde después de clases, Alicia se llevó la sorpresa de su vida. Al cruzar el umbral de la entrada vio a su soñado vecino sentado en el comedor riendo junto a su padre. Ella se quedó helada, de pie a unos cuantos metros de ellos sin saber qué decir. Elena incitó a la muchacha para que se sentara en la mesa y comiera acompañando a la visita, Alicia completamente roja, se sentó sin volverle la mirada al invitado.

-Hija, quiero presentarte a Ignacio Andrade- le dijo José sin notar su incomodidad- él es nuestro vecino de al lado.

Alicia, casi inmóvil, sólo pudo alzar las cejas en señal de saludo. Sentía una vergüenza enorme con sólo sospechar que él la miraba, tenía sobre sus hombros la culpa de estar espiándolo durante semanas, de saber mucho más de lo que imaginaban y de haberse masturbado con su recuerdo. Estaba segura que él podía oír sus pensamientos. Sin embargo, por esos juegos del destino, José Rivera estableció con Ignacio Andrade una amistad basada en las carreras de caballos. Todos los días iban a escuchar algunos “datos” y partían a apostar en las tardes. Durante las noches, José lo llevaba al bar que acostumbraba presentándole a sus amigos de parranda, incluyendo al tuerto Isaías, un ex militar dueño de la cantina. Ignacio prefirió no compartir con José sus aventuras ilícitas con las vecinas del mismo barrio, era la primera vez para este intrigante sujeto que alguien fuese tan amable en tan corto tiempo. Disfrutaba con las anécdotas de José y de su muy peculiar forma de hablar, encontró en ese hombre de ojos dulces un amigo de los que costaba encontrar.

Javier, por otro lado, detestaba a este hombre culpable de que Alicia cambiara notoriamente. Odiaba la manera en que caminaba, reía y vestía. El muchacho de quince años mantenía con Elías charlas sobre Ignacio Andrade, ambos no conseguían aceptar esta nueva amistad de José Rivera ni la secreta devoción de Alicia. Por lo tanto, no había momento en que no le apartaran los ojos cuando éste se presentaba a cenar. Como dos jueces ante un condenado, Elías y Javier lo observaban con los labios tensos. Elena se incomodaba por esta situación y los enviaba a los dos a comer en la cocina. 

Elías fue el único que sorprendió a su hermana espiando al vecino desde la ventana de su habitación. Mientras limpiaba el jardín de la mierda de los perros callejeros, advirtió que un cuarto de la casa contigua se llenaba de luz, por el rabillo del ojo notó la figura de Ignacio y al tiempo que volvía la mirada a sus quehaceres, reparó que a la misma altura, desde su propia casa, estaba Alicia entre los visillos como una delincuente. Le tomó unos segundos entender lo que sucedía, no pudo dormir tranquilo imaginando que su hermana menor estaba teniendo tales actitudes. Después de todo, también para Elías ella aún era una criatura.




Al pasar de los días, Alicia notaba que el vecino comenzaba a mirarla diferente. Sentía sus ojos sobre ella cuando se cruzaban dentro de la casa, que mientras su padre buscaba su saco azul para salir a la hípica Ignacio la observaba discretamente advirtiendo que era mucho más mujer de lo que imaginaba. Y en efecto, no estaba equivocado, esa niña poseía encantos que deslumbrarían a cualquier hombre, una belleza y juventud excitantes y fue entonces cuando empezó a desearla.

Una tarde durante la comida anual de los Rivera, Alicia salió de casa para despejar su cabeza de tanta gente, estaba aturdida de política, religión y partidos de fútbol que en nada le interesaban. Su padre, como cada año, quedaba ebrio de vino y cognac discutiendo con sus hermanos lo errados que estaban por no coincidir con sus opiniones. Su madre platicaba con su suegra y cuñadas sobre recetas nuevas, temas de actualidad, de la mujer de tal fulano y los niños, que cada vez están más desobedientes, decían.

Aprovechando esta distracción de toda la familia, la chiquilla se aventuró a caminar por algunos lugares visitando a sus amigas para hablarles de su amor platónico de la casa contigua. Todas educadas en colegios religiosos, estrictamente católicos en donde las monjas pueden transformar hasta lo más hermoso en un sacrilegio apocalíptico, encontraron esta fantasía motivo de ganarse el infierno sin chance de salvación.

Sin embargo, estas advertencias no le preocupaban a Alicia en lo más mínimo, para ella la salvación estaba sólo en la búsqueda del amor verdadero y la vida sin arrepentimientos, fuera de eso eran exageraciones de mojigatas. Decidió volver a casa cuando la luz del sol comenzaba a extinguirse, caminaba sin prisa por la vereda cuando notó que la casa de su vecino parecía estar sola, se preguntó si sería demasiado arriesgado saltar la reja para mirar por una de las ventanas y ver por primera vez cómo vivía su amado de película. Evitando los ojos ajenos, no lo pensó dos veces, pasó al otro lado con su vestido recogido y se acercó sigilosamente a la ventana escrutando todo en su interior. La sala principal era muy espaciosa, sin muchos muebles comprendió que Ignacio Andrade amaba las esculturas, un sin fin de figuras abstractas llenaban la falta de sofás y de un comedor como la gente, no vio la presencia de plantas para dar al lugar un aspecto más acogedor como su madre decía, aún se vislumbraban cajas sin desembalar sobre el piso y bolsas llenas de quien sabe qué. Cuando intentó observar desde un mejor ángulo el gruñido de un perro alertó a Alicia. A unos escasos metros, la mascota de Ignacio estaba mostrando sus colmillos a esa intrusa de audaces modales, la muchacha no se movió, no consiguió reaccionar ante el animal viendo aterrorizada cómo corría hacia ella. Entonces, fue en ese momento que un silbido calmó el ímpetu del can, Alicia levantó la vista y desde la ventana que estaba observando apareció el mismísimo Ignacio Andrade muy serio y decidido. 

-No temas- le dijo con ternura- ese quiltro asusta más de lo que hace daño, nunca ha mordido a nadie.

La muchacha quedó sin palabras, no supo si agradecerle o disculparse por estar invadiendo su propiedad, pero para su sorpresa él, con una sonrisa en sus labios, la invitó a pasar. Se dio cuenta, que las facciones de ese hombre eran mucho más dulces de lo que había visto, estaba frente a un rostro franco, ojos luminosos y dientes perfectos. La muchacha con poca experiencia ante hombres mayores a excepción de su propio padre, se sentía como una invasora de privacidad, acorralando a un vecino que hace su vida sin rendirle cuentas a nadie, ¿Por qué ella se sentía con el derecho de vigilar sus conductas a través de las cortinas, de llevarle la cuenta de todas las mujeres que llevaba a la cama? Ahora estaba frente a él, sin nadie alrededor, con sus padres a metros de distancia internados en asuntos familiares, con un deseo más incontenible cada vez que lo miraba. Sus labios color carmesí estuvieron a punto de divulgarle a ese hombre excitante sus más indecorosos anhelos, contarle de las oportunidades que se tocó hasta lo más recóndito del cuerpo pensando en sus sonidos, sin embargo, no pudo más que beber de esa limonada que Ignacio amablemente le había traído desde la cocina ahogando sus confesiones.

Él se situó a un costado de Alicia en el único sofá de la sala sin decir palabra que llenase el silencio que reinaba entre los dos, ella movía sus piernas nerviosamente intentando saber qué hacía allí y qué esperaba que pasara. La voz de su padre retumbaba en su pecho y oídos como un temblor de conciencia, las miradas de las tías Rivera estaban colgadas en su cuello como una letra escarlata de inmoralidad. Era poco a poco más sabrosa la idea de romper con todo de una vez. Ignacio rozó una de sus piernas descubiertas y eso bastó para que el desenfreno del éxtasis los consumiera de un bocado. Ella, con una sabiduría natural, supo cómo desenvolverse dentro de esas cuatro paredes, entre esos dos brazos gruesos dueños de una fuerza sorprendente con la cual la levantó del sofá y la atrajo hacia sí en un torbellino de deseo. Lo besó con desesperación, recordó lo mucho que soñó y preparó ese momento realizando todo como una fantasía que había reservado sólo para él. Rodeó su cintura con sus piernas mientras que Ignacio, envuelto de locura, la llevaba hacia el segundo piso tropezando con todo a su paso. Conoció desde la otra cara la habitación que tanto observó desde su ventana y lo halló todo diferente, más emocionante, prohibido, lujurioso. Cayeron enredados en esa cama culpable, Alicia cerró los ojos y lo amó con la fuerza de una muchacha enamorada, desgarró, rasguñó, mordió, hizo todo lo que se le cruzara por la mente, sin darse cuenta que estaba su hermano observándola desde las mismas cortinas que ella tantas veces utilizó.