viernes, 15 de octubre de 2010

Dolor con dolor se paga


A punta de bofetadas y quemaduras de hierro caliente sobre la piel, la joven hizo confesar al párroco todos sus pecados cometidos. Cada palabra que le oía balbucear la hacía temblar de un odio ciego, un odio supurante. Aquel hombre, acostumbrado a esconderse tras una larga sotana negra y un rosario entre los dedos, no podía más que gemir y suplicar misericordia, tendido desnudo sobre el piso de su casa de campo. No supo cómo su atacante había entrado ni con qué lo había golpeado. Él había cerrado muy bien las puertas, como cada noche antes de dormir, ¿cómo fue que ella pudo entrar sin forzar? Debió de estar en el interior desde un principio, esperando el momento.

Mientras se debatía contra los cables que le ataban las muñecas por la espalda y los tobillos en un apretado nudo, sintió por cuarta vez el ardor insoportable del atizador hirviendo en su cuerpo. Puteó mentalmente su propia chimenea usada en su contra. Apretó los dientes antes de lanzar un alarido que, para su mala suerte, nadie fue capaz de escuchar. Estaban alejados de la ciudad, devorados por los árboles y sin vecinos en las inmediaciones. Cuando su torturadora cesó el martirio unos segundos, abrió sus ojos para verla buscando algo dentro de una mochila. Al voltear de nuevo hacia él, comenzó a desperdigar varias fotos como si fuera un jugador de póker. Las dejaba caer una a una como hojas de un árbol en otoño. El tipo miró una de las imágenes que había reposado sobre su pecho alzando un poco la cabeza. Un niño de quizás ocho años le sonreía con una mirada pícara y pecosas mejillas. Lo reconoció de inmediato como uno de los alumnos en la escuela que dirigía. De pronto, un frío glaciar le congeló la espina dorsal. No solamente lo reconoció por eso. Miró de nuevo a la joven tratando de encontrar nuevas súplicas en su mente paralizada.

- ¡Por favor! ¡Piedad! ¡No sabía lo que estaba haciendo! ¡No sabía!- gritó, desesperado. La mujer, seria e impertérrita, volvió a posar el atizador en el fuego de la chimenea. Esperó hasta verlo al rojo vivo.
- Es lo que diría yo ahora, pero sé perfectamente lo que hago- le dijo casi en un murmullo para después acercar el hierro hacia su rostro.- Ahora te enseñaré una pequeña parte del dolor de una madre...- y bajó el atizador para reposarlo sobre sus genitales de pedófilo. Un nuevo grito rompió la noche.

lunes, 4 de octubre de 2010

Buscando una excusa


Te busco como un ciego ávido y perdido. De tu cuerpo aprendí sobre las dimensiones, los aromas y las palabras en tu piel que se leen con el tacto. Eras mi novela desvergonzada, mi canción desesperada de Neruda. ¿Adónde fuiste a parar ahora? ¿Por qué te ahogó mi amor cuando el tuyo me daba la vida? Debes de estar burlándote de mi panza cervecera y las flores marchitas en mi florero. Esas las corté el día que te fuiste y murieron en mis manos en el acto. Las dejé tercamente en agua y lo sigo haciendo todas las mañanas. Maldita esperanza que llevo trepada en mi espalda y si no me cuido, más temprano que tarde de viejo me dará lumbago.

Arranqué de mis ventanas las cortinas que compraste y vi el exterior de un octubre añejado en nubes. Sabía que debía salir más, debía respirar, lavar mi ropa, tomar una ducha, afeitar mi barba y dormir unas horas. Sin embargo, no fui capaz. Me quedé en vela otra vez, de hecho no duermo por las noches buscando una excusa para explicarle a la gente de por qué ya no vamos de la mano, y camino solo como si fuera pecado.

viernes, 1 de octubre de 2010

Función nocturna


Y allí estaba ella… acompañando a la noche y no al contrario, deseando que esa paz transitoria no terminara nunca y que el sol apareciera pronto entre los edificios. Su maquillaje corrido se notaba a leguas, su rímel embarrado volvía sus ojos sibilinos y misteriosos, su boca estaba fuertemente enmarcada por un labial intenso, casi insolente, que brillaba a la luz amarilla de los faroles; realmente no le importaba ser una caricatura de sí misma, no le importaba disfrazar su rostro y su cuerpo para jugar a ser otra, así las caricias con tarifa las vivía la mujer inventada que se fundía con la nocturnidad y no ella, la que tenía un hijo y deudas impagas esperándola en casa. Miró su reloj barato de pulsera. Marcaban las doce. La función estaba por comenzar.