lunes, 30 de septiembre de 2013

El que habla, habla, habla...


La verborrea se contagia así que he decidido ponerme en cuarentena por el bien de los que me rodean. Las palabras salen de mi boca como agua de una cascada, no hay represa, no hay ni sacos de arena para detener su flujo y arrasan con todo. Me miro al espejo y veo cómo el hablar me ha creado más arrugas en el rostro hasta pintarme el pelo. Cuando solía escribir por lo menos lo hacía en silencio sin perturbar a nadie, sin atropellar con impulsos de pendejo y me mantenía joven, incluso divertido. Me he perdido de buenas historias, de saludos cordiales, de argumentos válidos por no dejar de hablar. Me he perdido de la serenidad de mi apartamento mientras pregunto porqué me he convertido en un viejo odioso, en un huevón que sólo sabe de monólogos. Muchos ya prefieren evitarme, como mi mujer por ejemplo, grité su nombre para que me hiciera compañía y ni siquiera me ha respondido. Aunque me parece que se marchó, creo que algo dijo sobre abandonarme pero la interrumpí antes de escuchar un portazo.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Jinrikisha





Mi nombre es Tai, que significa sublime, divino, poderoso… sin embargo jamás me sentí de esa forma sino hasta tenerla cerca, al alcance de un roce. Al verla en compañía de ese soldado americano, riendo, coqueteando, murmurándose intimidades al oído, no pude más que bajar la mirada y apretar mis dientes con impotencia. Un dolor cansino y muy conocido se adueñó de cada parte de mi cuerpo haciéndome temblar. No tenía derecho alguno de ponerme así, lo sabía, después de todo qué tenía yo para ofrecerle a ella si al mirarme los pies sucios y descalzos la realidad me abofeteó la cara devolviéndome a mi lugar.  

Ambos subieron a mi humilde transporte de dos ruedas con el cual me ganaba la vida como un caballo. Ninguno volteó hacia mí para hacerme saber que existía, tal vez no y eso explicaría muchas cosas. El americano me balbuceó algunas palabras en su jerga sucia y metió unos dólares en el bolsillo flojo de mi camisa. Llevé mis ojos de viejo hacia la pareja sin poder evitar posarlos unos segundos en ella. Mi cabeza dio vueltas de manera vertiginosa, como si un tornado me hubiera cogido a la fuerza por el pescuezo y me hiciera retroceder en el tiempo quince años atrás, cuando la vi por primera vez siendo apenas unos niños… cuando la vida era mucho más sencilla en ese pequeño pueblo pesquero que era Yokohama.

Su nombre era Hikari, y como luz que significaba ella era puro resplandor. Su rostro parecía lavado por siglos y siglos de llantos de luna, su boca prevalecía como una flor erótica perfumando mis sentidos y al sonreír, con gloriosa propiedad, pude darme cuenta que en la tierra sí habitaban seres celestiales, que sí se mezclan entre los pecadores y nos cambian la vida. Tomé los sujetadores del carro uno a uno más para afirmarme al mundo que otra cosa, me incorporé sintiendo el peso de la pareja más ligero que el de mi alma y comencé a caminar, primero derrotado, tirando de mi mala fortuna, para luego ir más rápido siguiendo el ritmo de mis latidos.

Había conocido a Hikari en un barrio humilde, donde una pedregosa avenida albergaba decenas de desvencijadas viviendas de pescadores. Entre esas redes pestilentes y vapores de cocina que condensaban el aire, la vi una mañana, sentada en la tierra jugando con piedras. A mis cortos diez años de vida sentí el indomable deseo de protegerla, de defenderla, de desmontar ahí mismo mi bicicleta y abrazarla. No sé cuánto tiempo me quedé paralizado, sin poder mover una sola extremidad de mi desnutrido cuerpo hasta que el zarandeo de mi padre me hizo aterrizar desde las nubes. ¿Qué pasa contigo, muchacho?, me ladró sin tomarle atención alguna. Después de aquel día, llegaba tarde a casa cada vez que salía a los mandados. Me quedaba a una distancia prudente mirando a esa niña de manos delicadas y cabello liso como lienzos. No quería intervenir en sus juegos solitarios de pura vergüenza. A pesar de su vestido desteñido parecía hija de un rey y eso me intimidaba, me mantenía al margen dolorosamente.

-¡Hikari! ¡Ven a aquí!- la llamó quien parecía ser su madre. Ella corrió al llamado y fue tomada del brazo con más brusquedad de la que hubiera deseado presenciar. Eso volvió mi sangre de arena.

Durante las noches repetía su nombre iluminando mi diminuto cuarto, imaginando compartir con ella, sentir su completa curiosidad en mí y sólo en mí. Una tarde, mientras pedaleaba camino a mi casa, la encontré a un costado del camino y me saludó. Aquello logró superar el sonido del oleaje en mis oídos. Comenzó a hablarme, así sin más. Me robó un trozo de mi entereza sólo escuchar su voz llena de matices. Mi corazón se deshizo al extremo de hacerme perder el equilibrio. Nos hicimos amigos tan rápido y con tal convicción que me sentí dueño de los rayos. Hubiera dado la vida por ella, de eso estoy seguro.

Corríamos por las laberínticas calles de Yokohama de la mano como si fuéramos los amos de todo a nuestro alrededor. Los pescadores nos veían al amanecer espantando a las aves posadas en la escasa playa y nos sonreían con sus bocas desdentadas. Nunca fui más feliz que en esos maravillosos días de verano. No obstante, una mañana, la casa de Hikari estaba vacía. Llamé a su puerta como había hecho mi costumbre pero nadie salió. Me quedé allí por horas hasta que una señora me dijo que se habían largado. Mis oídos no quisieron escucharlo ni mi cabeza aceptarlo, por lo que volví al día siguiente, luego al siguiente y así durante todo un año tenazmente. De nada sirvió. Ella se había ido y dejado a un niño con el corazón tan herido como el de un amante antiguo.

Recuerdo que enfermé de amor. No comía, no atendía, no sonreía al punto de atrofiarse algunos músculos de mi cara angulosa. Mi madre trató de sanarme a punta de medicinas y sahumerios que una anciana del barrio hacía con total efectividad. Nada de eso resultó. Mi pecho sangraba por dentro, nadie lo entendía, nadie lo sabía. El tiempo pasó, las semanas arañaban el año y tuve que levantarme de a pedazos porque una voz en mi interior me ordenaba como un sargento: Levántate, ahora, me gritaba y contra todas mis ganas salí a la vida a dar la cara. Con mi origen humilde seguir mis sueños era un lujo el cual no podía darme, tenía que lucrar de alguna manera y llevar dinero a casa. Dejé los estudios a temprana edad, trabajé en todo lo que rindieran mis manos hasta que al pasar del tiempo pude ahorrar para comprarme un carro. Tiré de él desde los veinte años. Trasladando turistas y gente rica por caminos que me herían los pies y el orgullo. 

Ahora, llevar al amor de mi vida con un idiota occidental me hizo sentir un animal. Apuré mis pasos llegando a correr, como si quisiera escapar de ellos pero resultaba estúpido e inútil. Hikari se había vuelto una geisha hermosa, una figura tan inalcanzable y majestuosa que quise vomitar mi pobreza. Escuché a mis espaldas un par de besos del soldado que provocó la erupción de mi rabia. Ni siquiera tenía cuidado con los baches, yo sólo corría sin pensar. De pronto, el tipo me graznó algo que supuse era una orden de detenerme. Obedecí, él descendió unos segundos caminando hacia un pequeño negocio para comprar alguna mierda y yo, como poseído por el demonio, aproveché ese precioso instante para plantar nuevamente la carrera con Hikari sola en el carro. Escuché su hermosa voz pidiéndome explicaciones sobre qué carajos estaba haciendo. No contesté, sólo escapaba. Mi agilidad y conocimiento de las calles de Yokohama me convirtieron en un bólido, no sentía el dolor de mis callosidades, ni el choque de algunos descuidados que pasaba a llevar. Giré en una esquina concurrida y me perdí entre la gente tan exitosamente que pensé haber desaparecido. Al frenar a merced del puerto, el aire marino me devolvió la compostura y sentí la falta de aliento y el cansancio como un garrotazo en todo el cuerpo. Temblaba, resoplaba, sudaba y lloraba. Hikari, tras su perfecto maquillaje, me miraba con el ceño fruncido sin entender absolutamente nada. Sin embargo, su expresión fue cediendo de a poco al reconocerme a la luz de los faroles.

-¿Tai?- preguntó, entrecortado. Yo sólo me clave en su mirada de pupilas audaces.- ¿Eres tú?

-Hola, Hikari- respondí, deseando estar tan pulcro como ella.

-Pero… ¿Por qué no dijiste nada antes?

-¿Saludarías al sujeto del Jinrikisha?- dije yo, señalando mi carro y aludiendo a mi aspecto. Ella no dijo nada, sólo me miró con una luz diferente, como si miles de palabras se amontonaran contra sus labios sin saber cómo darles el paso.

-Te he extrañado- me confesó.

-Y yo amado- solté sin medir consecuencias. Hikari abrió más sus ojos, no de sorpresa ante mi revelación sino ante mi agresiva honestidad. – Te veo bien, acompañada de occidentales con poder.


-Tú no entiendes- me dijo, sonando ofendida y triste. Me arrepentí de inmediato de lo dicho. Maldito mortal tan imperfecto. Quise tocar su rostro, oler su cabello, sentir su respiración. Me aproximé un paso, reduciendo la distancia infame que nos separaba y tomé una de sus manos suavemente. Hikari dejó entrever lágrimas subversivas al delineado. Me observó unos instantes que me parecieron tan breves como un latido y sonrió. El tiempo sin vernos se había quemado por entero. De repente, unos pasos estrepitosos nos alertaron. Era el soldado acompañado por dos camaradas con la misma vestimenta. Gritó, me apuntó con su brazo estirado y fueron en mi caza como tres perros rabiosos. - ¡Vete, Tai! ¡Ahora!- yo me negué, Hikari me empujó. Sentí mis músculos tensarse listos para la pelea pero ella, me cogió de la solapa de mi camisa andrajosa un segundo haciendo una pausa. – También te he amado. Por favor, vete- me dijo y mi estómago se fue a vivir a mi espalda. Como provisto de alas de Ícaro, antes que llegaran los americanos, volé hacia la orilla del muelle y me lancé al agua de cabeza. El agua salada me hizo doler los pies, pero el de mi alma no se le comparaba. Juré buscarla para amarla lejos sin represalias

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Avanzar




Cuando dio su opinión en aquel debate sin sentido supo que la había cagado de entrada. Si bien sabía las técnicas para no pelear al discutir, Amparo no pudo controlar esa mezcla de hastío con aguda tristeza creciente en su pecho. ¿Cómo era posible que el pasado venciera al presente de un sólo chasquido? ¿Que ese tipo de diferencias hicieran mella en las miradas amigas volviéndolas de acero? Estaba aburrida de esas conversaciones basadas en políticas setenteras, errores de hombres cegados y la mierda de un país que no conoció porque aún ni la habían gestado. Dejó el vaso de ron con coca cola sobre la mesa, apagó el resto de su cigarrillo con total elegancia y se incorporó para no seguir escuchando huevadas.

-¡No puedo creer que pienses así! ¿Y te llamas a ti misma artista?- le gritó su amigo antes de que saliera del bar. Quiso voltear para gritarle un par de puteadas pero prefirió alzar el mentón y salir a la agradable brisa de la noche veraniega.


Estaba cansada de etiquetas que ni siquiera entendía. Sólo había opinado, nada más. Estaba harta de vivir protestas en Santiago, ciudad la cual ya tenía heridas supurantes por descontentos actuales como para además insistir en abrir viejas cicatrices. Amparo tenía veinticinco años de edad, para el tema específico que discutían los jóvenes de su generación ni existían todavía. ¿Para qué seguir ese círculo vicioso? ¿Para qué alimentarse de influencias, de ideales prestados? Quería avanzar, quería pelear cosas de su propia época, luchar por la escasez del agua, los incendios forestales, la delincuencia, la perversión sexual y los malditos hijos de puta que roban con corbata. ¿Hablar del pasado cuando debo prestar atención a mi presente? Váyanse a la mierda, pensó ella. Volver a ese bar significaba retroceder, fomentar esas pelotudeces resentidas que no hacen más que anclar los barcos en la bahía o engrapar el sol al horizonte. Prefirió avanzar, subirse a un taxi en la Alameda y pintar alguna idea en su departamento de cuarenta metros cuadrados. No era mucho, pero se había esforzado por él y era suyo. 

martes, 3 de septiembre de 2013

Esencia


Hay palabras que vuelan por la vida, incluso en tu diaria rutina y se estrellan contra ti como una gigantesca señalética de tránsito. Esas palabras te penetran por los poros ocupando tu garganta, tu torrente sanguíneo y aceleran tu corazón sedado de conformismo. Te sumerges en trabajo, en horarios, en responsabilidades renunciando a esa esencia salvaje que todos llevamos dentro, esa que nadie puede gobernar mucho menos doblegar. Aquellas palabras las vi rayadas frente a mí en un autobús rumbo a la oficina. Me dejaron ensimismada, cabreada, mirando al tiempo pasar por la ventana con sus minutos preciosos arrastrados igual que tarros, viendo a la gente caminar a un ritmo, de un mismo gesto y de un mismo color confundiéndose con el impreciso tono que vive entremedio de la primavera y el invierno. Sin ser ni de aquí, ni de allá no entendemos que somos de acá, del centro del pecho, en donde reside todo lo que es bueno, todo lo que es puro y sin musgos. Hoy mi viaje en autobús tuvo mucho más sentido y aunque llegué atrasada de mi boca no salió ni una puteada.