lunes, 22 de septiembre de 2008

Alicia en el "país de las maravillas"


¿Beber o no beber de esa botella sobre la mesa? ¿Conocer lo que sucede o simplemente vivir en la incertidumbre? ¿Seguir a ese conejo blanco hacia un mundo surrealista o negarse y quedarse? De todas formas, aquel mundo no resultó ser tan alocado como pudo imaginarse. Aquel conejo presuroso, dependiente insufrible de su reloj de bolsillo, apremiaba las decisiones de la niña como un adulto lo hace en su vida cotidiana. Siempre corriendo, siempre estresado, siempre programado. Me recordó a la masa de capitalinos que corre por las calles para ingresar temprano al trabajo o para llegar pronto a casa al terminar el día. Todo funciona como un reloj bien engrasado, con cada una de sus partes perfectamente acopladas para un buen funcionamiento… la falla de una sola pieza puede generar caos en el sistemático movimiento siempre continuo. Ese margen de error no puede ni siquiera considerarse.

¿Cuál es la idea del mundo adulto de siempre avanzar y no detenerse un momento para recapitular sobre la vida y los cambios? ¿No vale la pena hacer un resumen de tanto novelismo dramático? ¿Es por eso que Alicia llora hasta el punto de nadar en sus propias lágrimas? ¿Hemos perdido a Alicia entre ese sufrimiento maduro en donde no hay soluciones sólo tragedias?
- Eso díselo a la oruga- me comenta ella y yo me sorprendo.
Cómo olvidar a esa oruga, difusa entre tanto humo de su pipa, regodeándose de filosofías sobre la vida y su anestesiada actitud de personaje drogadicto. Debe ser un homenaje a quienes huyen de este mundo con inhalaciones y exhalaciones sospechosas, mostrándose felices y a la vez insatisfechos. Bienaventurados sean los que olvidan, dicen por ahí… ¿Es mejor eso a recordar?... yo digo: Bienaventurados los de buena memoria, porque de ellos saldrán historias…

¿Qué hay del dios todopoderoso en este relato? ¿Del gato Cheshire y su habilidad envidiable de aparecer y desaparecer a voluntad? Alicia, difícilmente impresionable, dice al conocerlo: “pero sí sólo eres un gato”, después de un despliegue magistral de sonrisa entre la oscuridad y ojos ambarinos sobre ella… ¿Sólo un gato? ¿Se ha vuelto la juventud tan difícil de sorprender?... Alicia le pregunta: “¿Qué camino debo tomar?” ante esta interrogativa, Cheshire sólo contesta un obvio: “¿Adónde quieres ir?”… a la niña no le importan las direcciones, es aquí donde el libre albedrío que Dios nos otorga entra en juego y el gato lo pone en práctica: “Entonces, realmente no importa el camino que escojas” ¿Para qué quiere Alicia perseguir al conejo blanco? ¿Para qué perseguir una vida adulta que luego de obtenerla sólo queremos regresarla? El gato Cheshire la envía a preguntarle al Sombrerero Loco o a la Libre Marcera, no importa a quién, todos están locos… Tal vez, fue una manera de confundirla y hacerla desistir de su determinación… pudo haberla enviado directamente hacia el conejo, pero prefirió delegar la responsabilidad a estos dementes que pueden ser incluso mucho más coherentes y hacerla entrar en razón: déjalo y sigue siendo una niña.

La vida es un juego. Existen reglas y estatutos que muchos deseamos romper pero debemos lidiar con las consecuencias al hacerlo. Cada quien tiene su valor, cada quien es un naipe dentro de un juego de mesa y debe cumplir con su debida función. ¿Qué mejor escenario que los jardines de una Reina dictadora? Haz lo que todos hacen o te cortarán la cabeza, te anularán para siempre, te reprocharán por no vivir como los demás lo aprobarían… Alicia halla este juego de naipes y croquet un absurdo pasatiempo arbitrario, ¿es la vida bien definida con estos conceptos? ¿Son las reglas y nominaciones así de descabelladas? Preguntémosle a la oruga, quien de seguro debe ir por la quinta pipa de su opio o marihuana, buscando aligerar el peso de su condición desocupada.

Podría agradecerle a Alicia el que haya explorado mi mundo con los ojos infantiles que presumo tener, ojos inexpertos que me dan la indulgencia de poder criticar a mi antojo y decidir si bebo o no de la botella sobre la mesa, si lloro hasta ahogarme o sigo al conejo de mierda que corre sin detenerse. Después de todo, Alicia se pierde en el país de las maravillas que lentamente va tomando un matiz adulto, crecido… un país que a pesar de querer ser ficticio, es más real y ordinario que nunca, con caminos complejos que no llevan a nada, con personajes diferentes que irremediablemente conviven con uno día a día y con un dios llamado Cheshire, que como es obvio no aparece cuando se le necesita y se desvanece en mitad de las respuestas…

jueves, 11 de septiembre de 2008

Pérdida y extraña ganancia




"Caminando por las húmedas calles de Santiago, mis manos temblaban de frío e impotencia. Mi hombro, ahora aliviado del peso de mi bolso recién robado, no hacía más que recordarme que el dinero que llevaba en mis bolsillos no valía nada ante lo que realmente había perdido: palabras grabadas en ese cuaderno, asertivo y compañero, en el que volcaba mis ideologías sin temores… letras que resonaban en mi cabeza como música y entre ellas hurtaron también mi dignidad, mi fuerza, mis recuerdos… ¡Qué mierda de noche!"

...


"Al ver cómo protegía sus pertenencias con recelo, sospeché que allí estaría mi recompensa a esa jornada tan mediocre. Observé a mi víctima caminar con mayor rapidez y eso me tentó todavía más a alcanzarla. Así lo hice y detuve sus pasos en medio de la calzada. Al mirarme, me atravesó con sus ojos asustados para luego resistirse a mi atraco. Le arrebaté el bolso bruscamente. Cuando cumplí mi cometido estudié su rostro sabiendo de inmediato que me esperaba un tesoro… sin embargo, no tenía idea que era una riqueza diferente… en el interior, un cuaderno lleno de páginas escritas me llamó la atención. Haciendo a un lado mi ocupado horario de delincuente, leí unas líneas sentado en una plaza. Debo admitir que nunca había tomado en cuenta palabras como aquellas, donde me vi desnudo, me vi equivocado, me vi herido y maltratado… ¿Por qué tenía que haber leído eso? ¿Por qué tuve que dejarme influenciar de manera tan empalagosa por alguien que no conozco y que temo conocer? Cerré el cuaderno lamentando haberlo robado, por lo menos el dinero no me hace pensar en otra cosa más que sólo gastarlo… en verdad, lo prefiero así…"

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Malabarista de emociones




Mientras dibujaba figuras abstractas e imposibles, liberaba mi mente en cada pelota traviesa que arrojaba por los aires. El sol de la mañana me brindaba su calor en ese invierno despiadado notando así que me encanta esta estación del año a pesar de todo. Yo no era más que un malabarista callejero, un artista sin ley, un amante del sinsentido… uno de los muchos que se atreven a soñar en una esquina de Santiago, uno de los pocos que aman lo maravilloso de la magia y el detalle del desastre.



De pie ante los vehículos detenidos por el rojo del semáforo, me paseaba de aquí para allá elevando las pelotas al cielo para recibirlas otra vez con maestría, una por una… todas en su debido momento. Me gustaba experimentar con la gravedad y desafiar las posibilidades con ligeros movimientos de mis muñecas, ver las miradas embelesadas de mi público fortuito y elevar mi voz con energía para saludarlos, sin embargo, una mirada en particular capturó mi atención por completo. Eran los ojos oscuros más hermosos que había visto nunca y me costó trabajo seguir con lo que estaba haciendo. Detuve mi malabarismo sólo para fijarme en ella, montada en su roja bicicleta de montaña. Nos quedamos mirando unos segundos que pude haber aprovechado para pedir la cooperación monetaria correspondiente pero no tuve el tiempo ni el deseo, ya me sentía saldado ante la belleza traslúcida de esa santiaguina como ninguna otra.



La luz verde no tardó en llegar dando hincapié a los automóviles de reanudar su camino y pasar por mi lado con peligrosa proximidad. Me importó una mierda. Ella, sonriente, pedaleó en su vehículo acercándose a mí y no supe qué hacer, el alma de payaso que llevaba dentro me dijo que le alegrara el día con una pirueta pero no me quise mover por no perderla de vista. Al tenerla sólo a un metro de distancia, la joven detuvo su andar y quedamos hombro con hombro. Se inclinó un poco plantándome un dulce beso en la mejilla que sentí viajar por toda mi columna vertebral. Quedé absolutamente desarmado.


- Espero que eso compense el hecho de que no traigo dinero conmigo- me dijo en un tono burlón y me guiñó un ojo antes de continuar pedaleando. Sólo con eso me sentí el hombre más rico del universo y agradecí a Dios este bello oficio…

viernes, 5 de septiembre de 2008

M.iles de S.entimientos al N.avegar



Galicia... 18:00 hrs.

“Mientras descolgaba inspiraciones desde ramas secas del otoño, comprendí que la fuerza de las letras me habían transformado en una persona mucho más elocuente. Pude viajar sin moverme de mi silla, experimentar emociones y juguetear con tonalidades creando otras nuevas… solamente mías. Entre esa locura de párrafos, estrofas, oraciones encadenadas hallé mentalidades atrayentes que consiguieron hacerme soñar y con sólo leerlas cada día me enriquecen, odiando la inmensidad de mar entremedio como nunca creí hacerlo…”

Buenos Aires... 13:00 hrs.

“Odiar las distancias cada vez que me sentaba a escribir era lo que me mantenía con los pies sobre la tierra, sobre todo cuando me permitía volar lejos sin límite alguno. Miraba el cielo cobrizo en los atardeceres sacando cuenta de las horas de diferencia y teñía de anhelo mi imaginación, creando escenarios, describiendo encuentros, inventando universos… buscando la manera de romper con los estereotipos y mapas tan necesarios que a la vez se tornan inútiles…”

Santiago... 12:00 hrs.

“Como cuando pienso en latitudes ingratas, desapareciendo cordilleras y océanos cada vez que posaba mis dedos sobre el teclado, haciendo bailar mis yemas por cada gélido botón que si me pongo a pensar, se han ido volviendo amigos, aliados en cada historia y conversación. Construyo vidas para poder mantener tranquilo mi corazón ansioso, dirigiendo mis ojos a una pantalla rutilante escarbando en ella, explorando, saboreando… hallando motivaciones que me convencen que odiar la inmensidad del mar y teñir la imaginación son pensamientos que describen también el mío…”



Julio, 2006

jueves, 4 de septiembre de 2008

Crónica de un 2 de mayo


Lo más curioso de aquella tarde fue el frío inexplicable que recorrió el cuerpo de todos los presentes. Afuera de la casa brillaba un sol precioso, típico de domingo, mientras el viento corría en todas direcciones enredando los cabellos. Cuando crucé el umbral de la puerta principal, el silencio construido me golpeó el rostro al igual que el aroma a muerte impregnado en las paredes. En la habitación el más viejo de la familia agonizaba lentamente bajo las insoportables agujas de los paramédicos, quienes más que curar sólo experimentaban nuevas formas de luchar contra lo inevitable. Detuve mis pasos en la entrada del cuarto principal bajo la atenta mirada de mis tíos y primos. El sonido de las respiraciones de mi abuelo retumbaban en mi cabeza ahogándome la energía de sonreír, sus ojos que una vez fueron de un color indefinido se habían tornado grises ante la desolación de ver a la muerte directamente. Los años lo habían abandonado al extremo de que no pude calcular la edad de ese hombre frente a mí y una rara incomodidad me estremeció.

Un amigo médico estaba sentado a un lado de él recorriéndolo con su estetoscopio buscando algún indicio de esperanza bajo la piel, se atrevió a pinchar su brazo derecho para administrarle suero pero ya la vida no quería más ayuda, estaba definitivamente cansada. El brazo se hinchó de una forma alarmante provocándome rabia, déjenlo en paz, pensé. Busqué en lo profundo de su mirada perdida una forma de pedirle perdón, una excusa tranquilizante para años de incomunicación, de distanciamiento, una manera de conversar con él sin palabras y no tuve más elección que dejarme caer a su lado, posar mi mano sobre su pecho y sentir sus jadeos como agujas bajo mis uñas. Mi tía Mary, la menor de las tres hermanas, se paseaba de un lado para otro guardando no sé qué, buscando algo que nadie le pidió, ordenando cosas que no estorbaban; simplemente estaba huyendo dentro de cuatro paredes, se mantenía ocupada para no dejar tiempo a la mente de absorber todo como una esponja en agua y la dejé tranquila, no quise interrumpir su ceremonia sutil de resignación.

Besé la frente de mi abuelo ligeramente tibia, lo observé por largos minutos sumando sus arrugas reconociendo cuáles eran por mí y cuáles no, acomodé sus canas sabiendo de antemano que sería innecesario porque sólo faltaban segundos. Cuando el médico propuso cambiar su postura en la cama fue el inicio para que el viejo se fuera en suspiros trabajosos, la irregularidad en que su pecho subía y bajaba me ató la garganta en un nudo y sólo mi tío Carlos y yo percibimos que inhalaba muy pocas veces. El doctor leyó en mis ojos la desesperación y nuevamente lo asaltó con ese aparato para escuchar su corazón, “Saquen a las mujeres” fue lo que le oí decir antes de ser echada del cuarto sin darme tiempo de mirar atrás. Lo gracioso fue el ruido desde el exterior. La casa de mi abuelo está cerca de un estadio de fútbol de la ciudad y al parecer algún equipo jugaba esa misma tarde, al tomar asiento en el comedor el estrépito de un gol hizo que mis labios rompieran la seriedad y sonriera por la rareza del momento, imaginé que sería el equipo de mi abuelo y recordé cuando él iba a verlos entrando por la puerta trasera del estadio- con la ayuda de un amigo empleado del lugar- se introducía con gracia para no pagar la entrada y después perder esa plata igual apostando a los caballos en la hípica.

Nadie sabía cómo reaccionar ante la situación de ver al viejo en agonía. En la familia no habíamos sufrido una pérdida hacía muchos años y por eso cuando salió mi tío Carlos de la habitación y nos dijo que se había ido nos costó trabajo creerle por lo poco convincente. Fue extraño lo que pasó en mí, las palabras que había escuchado al parecer no habían entrado totalmente porque la explosión de llanto que azotó a mis tíos y primos no me azotó a mí y me sentí pésimo. Caminé con lentitud hasta estar a un costado de la cama y fijé mis ojos en el rostro pálido de mi abuelo, ya no tenía las facciones que le conocí durante veintiún años, parecía una persona diferente, desconocida, abracé a una de mis primas mecánicamente y comencé con mi papel de prima mayor entre las mujeres. A mi padre no lo vi en el trance que afectó a mis demás tíos como a la mayor de las hermanas, mi tía Mely, quien con sus sollozos remecía las cortinas dejando escapar la tranquilidad. Mi padre se ocupó de hacer las diligencias ingratas de la muerte, tomó su vehículo y en compañía de algunos más se dirigió a lugares como la pompa fúnebre, el cementerio, la financiera, sin darle tiempo de derramar una lágrima por su viejo querido y odiado. Yo me había limitado a esconderme en el rincón de la habitación pasando inadvertida para los demás, mimetizándome con el color de las paredes, como una espectadora de aquella escena.



Las dos noches en que velamos al abuelo conocí gente que nunca había visto en mi vida o que en realidad vi y no recordaba, me incomodaba cuando alguna señora llegaba y me decía lo grande que estaba, “pero si yo la vi de éste porte, le di besos en todas partes”, y eso me hacía sentir un rubor en las mejillas sólo imaginarlo. Una de esas señoras se puso de pie a mitad de la noche y propuso rezar un rosario para pedir por el descanso del alma de Juan, mi abuelo. Me puse de pie sin siquiera suponer que no volvería a sentarme luego de casi cuarenta minutos de rezar cincuenta Aves Marías, cinco Padres Nuestros, cinco Misterios de Gozo y de cantar dos canciones religiosas. Comprendí que al Ave María número veintidós mis pies comenzaban a dolerme y que para el número treinta y seis mi cabeza ya daba vueltas y me preguntaba si era necesario repetirlas tantas veces. Sin embargo, había algo extraño en el ambiente, no se sentía una pena desaforada o ese pesado aroma a muerte que al principio había percibido; existía alegría, incluso risas al recordar al viejo en una de sus rabietas, al bromear con la expresión de su rostro durmiente o de lo tranquilo que se veía a través del cristal.

Mis nervios estaban de punta, parecía un robot yendo de un lado para otro, porque sin darme cuenta había tomado cerca de diez tazas de café negro para combatir el frío y no dormirme de pie conversando con los demás. Muchos hicieron lo mismo, pero mi tío Carlos fue más oportuno y preparó una sopa de pollo que me calentó hasta la punta de los pies recompensando el hecho de que no había almorzado bien. Sebastián, el menor de mis primos, llenó la casa de alegría. A sus pocos meses de vida sabía exactamente cómo sanar las heridas, reía con alevosía, jugaba sin descanso, iba de brazo en brazo consolando quizás a conciencia, porque imagino que dentro de esas mentes infantiles existe un entendimiento mayor del que uno piensa. Al acercar al pequeño al cajón e inclinarlo un poco sobre el vidrio para que viera al abuelo, él fijaba sus ojos oscuros de aceitunas tornando sus labios a una seriedad adulta, lo observaba en silencio demostrándome que sabía quién era y lo que estaba ocurriendo. Ahora que lo pienso, ese pequeño se convirtió en el respiro que alivió un poco el sofocante dolor de la enfermedad del abuelo. Víctor, otro de mis primos, se dedicó enteramente a diseñar las tarjetas de agradecimiento para los que nos habían acompañado aquella noche, y por eso, toda la familia lo elevó a un trono que yo nunca ocuparía. Las tarjetas se habían convertido en una obra intocable más que en lo que realmente eran y secretamente me llené de rabia. Aquella diferencia absurda creó entre los dos una cierta distancia, recelo, incomodidad; me provocó preguntarme si alguna vez había deshonrado el apellido para que pensaran de mí lo peor todo el tiempo. Sin embargo, me había acostumbrado, comencé a interesarme tan poco por lo que pensaban que dejé que imaginaran lo que se les antojara y que enchaparan a los demás en el oro que yo no merecía. Ya no podía hacer nada más.

Esa noche del velorio, salí al patio para fumar un cigarrillo y sentir el frío de mayo tocar mi rostro. Me senté en un escalón y miré el cielo reparando que estaba totalmente despejado. Busqué en cada rincón de la noche una estrella fugaz, deseaba sin razón ver aunque fuese una y como siempre, cuando uno las busca nunca encuentra ninguna. Comencé a contar las bocanadas a mi cigarrillo hablando sola, esperando escuchar una voz amiga, limitando el cielo convencida que mil billones de kilómetros con cincuenta centímetros eran su medida… y cuando llegué hasta ese punto el recuerdo recurrió a mi desvarío y ordenó mis pensamientos. Me di cuenta que el patio había cambiado bastante, había pasado por ahí tantas veces sin notarlo que una nostalgia me remeció el espíritu. Las tardes de domingo, con sus asados y mesas bajo el ciruelo entraron a mi mente sin orden cronológico, atochándose en mi cabeza, buscando un lugar, reprochándome que por fin los hubiera evocado. De los volantines que mi padre con mis tíos construían y vendían en el barrio, de su forma de bromear en la mesa y de desprestigiar los equipos de fútbol del otro. Las navidades y años nuevos que nos reunían y limpiaban las asperezas de discusiones anteriores, no importaba cuán enojado se estaba, el abrazo siempre pedía disculpas sin hablar. La sonrisa nuevamente sorprendió mis labios sintiéndome renovada, levanté la vista y uno de mis tíos encendía fuego en medio del patio para espantar el hielo de la madrugada, me pregunté si aquello le causaría a mi tía Mary la misma gracia que a mi tío por la ropa tendida, pero no se podía negar que el calor era regocijante.

Sin duda, mi abuelo era un bromista y cara dura, amante de su familia pero muy testarudo y orgulloso para soltar una caricia, le era mucho más sencillo dar un golpe juguetón que un beso en la frente. Creo que por eso murió un domingo, el día más simbólico para todos y el día en que podíamos estar con él para acompañarlo en su viaje, ese dos de mayo no pudo ser mejor momento. La fortaleza de mi tía Mary no había dejado de sorprenderme, aún cuando se abandonó a los brazos de uno de sus hermanos y lloró a gritos como una niña, su valentía me congeló la sangre definitivamente. El tamaño que tengo se encogió de repente, mis brazos no alcanzaban a rodearla, mis lágrimas eran salpicones que no expresaban nada, mi voz se confundía con el ruido exterior y comprendí que en realidad era ella, la última soltera de la familia, quien me enseñaba a sentir dolor. A sus cuarenta y tantos años de vida, ella sabía perfectamente cómo amar a sus sobrinos como hijos propios, amar a sus cuñadas como hermanas y extender sus manos para mantener el valor de la familia lo mejor posible. Las delgadas arrugas alrededor de sus ojos la definen mejor de lo que alguna vez pueda hacerlo yo, pero haré un esfuerzo. Aquella era una mujer valiente, seria, prudente y estricta, de manos marcadas por el sacrificio de años sirviendo a un padre generalmente malhumorado, con una mirada fría para los que no le inspiran confianza y dulce para sus seres queridos. Puede sonreír con la misma franqueza con la que llora sus penas, ferviente creyente de la religión católica y enemiga a muerte del machismo chileno. Sí, realmente fue ella quien soportó el peso de todos nosotros aquella noche, fue ella la que dio su juventud en ofrenda recibiendo nada más que ingratitudes. Veo en su mirada una amargura que le es difícil de expresar, ganas de decir tantas cosas pero sólo se limitó a caminar conmigo hacia la salida de camposanto… Hay que cocinar como todos los días, me dijo susurrando…

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Un paseo dominical


Bendito sea el estar vivo aún y volver a verte, bendita sea la memoria y los recuerdos que no me abandonan ni me traicionan… bendito sea el camino de tierra que se despliega entre nosotros ubicándonos en un mismo espacio. ¿Qué más podría pedirle a la vida a mi edad? ¿Cuánto más podría estirar mi suerte en esta vejez tan poco elástica?

Te observé a distancia, te observé caminando con pasos inseguros y temerosos provocándome recrear muy bien los que diste alguna vez hacia mí corriendo con alegría, donde yo te elevaba por la cintura y recibíamos el frío de las olas en nuestros pies… ¿Te acordarás de esos veranos en Valparaíso? ¿Te acordarás de nuestras tardes azarosas en el funicular hace ya tantos años? ¿De los eternos paseos por la bahía? La tensión de mi ceño experimentado se remarcó gracias a la nostalgia y preferí sonreír con dificultad.

¿Quién era ella? ¿Quién te acompañaba del brazo con tanta dedicación? Dejé escapar mi imaginación dando rienda suelta a mi mente y la idealicé como nuestra hija, la que pudo haber consolidado el amor entre nosotros, la que pudo habernos prevenido de las malas decisiones y asegurado la felicidad, pero no… no era mía, aunque lo deseé… como nunca antes había deseado nada en décadas.

Estabas hermosa. La delineación de tu boca no había cambiado nada a pesar de las rayas de una vida sacrificada sobre el labio superior. Tu cabello blanco no encandiló esa intrigante belleza de mujer morena que había conocido, esa mujer de carácter y felinos movimientos que bien pudo enloquecerme con sus besos de ninfa apasionada. Quise oír tu voz, quise oír de nuevo tus “Te amo” que la brisa marina me había arrebatado. De cualquier forma, no habría caso alguno porque estoy quedando sordo. Mi sentido del oído se había cansado de darme el privilegio de escuchar, simplemente se dejó vencer ante las voces poco importantes, bloqueó sonidos que a mi edad resultaban insignificantes y se disculpó conmigo por hacerme falta… me sentí impotente, como si fuese un marinero sin sirenas en altamar.

Disminuí la velocidad patética de mis propios pasos y me aferré a mi bastón con más ahínco que a la vida misma. Estaba decidido a hablarte, estaba absolutamente determinado a detener tu paseo para descolocar tu domingo con viejas reminiscencias. Sin embargo, no lo hice, no pude hacerlo. Me ingenié miles de maneras de estrechar tu mano, de dirigirme a ti y decirte mi nombre, pero esa espera perpetua antes de ser recordado, se hubiera convertido en el peor de los castigos sobre esta tierra… mantuve esa distancia que sólo la genera el respeto- ¿o será el miedo?- y te vi pasar cerca de mi hombro… encogida, vulnerable y maravillosa, delegando tu peso a la joven a tu lado como una heroína al término de una batalla ganada. Enmudecí al punto de tener que extirpar de mi pecho un insípido “Buenas tardes” que respondiste con un débil ademán. Creo que morí sin darme cuenta. Seguí mi camino temblando y volteé la mirada para darme cuenta por un breve instante… que tú también habías volteado para verme alejarme… para nosotros ya era demasiado tarde…