lunes, 18 de julio de 2011

La vida por hacer todo distinto


Cuando supe que Andrea, mi novia, estaba embarazada no hice más que reprocharle en la cara su estupidez. Le grité que había confiado en ella, que pensaba que tomaba precauciones para evitar una desgracia así. Reclamé mi juventud, mi libre responsabilidad ante lo sucedido y que no quería saber nada del niño que crecía en su vientre… Ella lloró y yo no la consolé, de hecho me di la media vuelta y me fui pisando fuerte, escupiendo maldiciones. Sí, resulté ser un maricón, no lo voy a discutir ahora. Después de eso, me perdí en mi propia mierda. Quise borrar la imagen de esa chica frente a mí a golpes de licor y dosis de fiestas a la vena. La noche que no me preocupé de eyacular fuera, me perseguía como sombra siniestra apagando la luz en mis ojos. Algo en mi interior se vino abajo como un castillo de naipes pero no quise reconocerlo. Me pesaba el alma, mi corazón latía trabajosamente y mi cabeza desatendía todo lo que me rodeaba pensando sólo en una cosa: sobre este mundo caminaba una parte de mí y yo le había dado la espalda.

Andrea intentó contactarme durante el primer año. Yo les pedí a mis padres cambiar el número telefónico y me extravié entre rostros ajenos para esquivar el problema. Pasó el tiempo derribando semanas, meses, años y yo seguía encogiéndome por las noches sin conciliar el sueño. Traté de encontrar la paz interna ubicándola pero fue ella quien en esa oportunidad no quiso saber nada de mí. Me espetó mi egoísmo y descargó su ira con dos bofetadas seguras en mi rostro. Sin embargo, necesitaba pedirle perdón, necesitaba conocer a ese hijo que me arrastraba hacia él de forma inconsciente. Andrea me permitió ver una foto y al tenerla entre mis dedos un nudo me ató la garganta. Ya era un adolescente, atractivo, con un aire a mi padre en sus risueños ojos claros. Me aflojé la corbata tratando de respirar.

-Se llama Joaquín, como mi abuelo- me dijo.

-Quiero verlo… por favor- insistí. No sé qué tan desgraciado y arrepentido me veía porque noté en Andrea un cambio en su rígida postura.

-¿Para qué?

-Sólo para verlo- y luego, silencio. Un silencio tan espeso que me llenó los pulmones de concreto. Ella suspiró dejando caer sus hombros. Bajo un tono desconfiado, me indicó que él trabajaba después de sus clases en la cafetería en donde fui al día siguiente. Tardé dos horas en decidirme a entrar, aunque a decir verdad había tardado dieciocho putos años.

Hasta que lo vi, vi a Joaquín saliendo de la cocina con una bandeja en sus manos y esa sonrisa pícara de quien disfruta de la vida. Se notaba feliz, vigoroso, sano. Atendió un par de mesas antes de acercase a la mía y decirme distraídamente que en un minuto tomaba mi orden. Comencé a sudar. No sabía cómo hablarle, cómo saludarlo, cómo pedirle su perdón por abandonarlo tan egoístamente. De pronto, el celular de Joaquín sonó en su bolsillo y contestó: Hola, papá… sí, hablé con mamá hace unos minutos y cuando acabe el turno nos encontraremos en el cine, ¿a qué hora vendrás por mí?... Excelente, atiendo al último cliente y estaré listo. Nos vemos… Yo también te quiero… cuando lo dijo, en voz más baja porque a su edad es típica la vergüenza, sentí que alguien me atravesaba el pecho con una espada caliente. Inmediatamente mis palabras, mi valor, mis débiles intenciones se fueron al mismísimo carajo. Me hundí en la silla cuando llegó a mi lado a preguntarme:

-¿Qué desea ordenar, señor?- lo quedé mirando un tiempo que pareció eterno e incómodo. Él me instó alzando las cejas y su libreta en mano- ¿Señor?

-Un… cappuccino- dije casi susurrando. Joaquín anotó, giró sobre sus talones y se perdió en dirección a la cocina. Al instante me di cuenta que yo siempre sería sólo eso… sólo un señor.