miércoles, 5 de noviembre de 2008

Jueves, 11 de octubre de 1979


Caminé por un largo pasillo flanqueado por decenas de camillas con patas blancas y metálicas. Me imaginaba una extraterrestre en tierra ajena sin saber muy bien qué estaba haciendo allí. Sentí mucho frío, ese tipo de frío que es capaz de morder los huesos y erizar los vellos de la nuca en un lamido extraño, un lamido presagioso. No dije nada, no sabía cómo había dado con ese cuarto enorme en donde podía percibir el aroma dulzón que suelo sentir cuando huelo el pasto o las flores marchitas.

El silencio que me envolvía me dejaba sorda. Miraba a mi alrededor creyendo que estaba perdida en el más raro de los bosques, aunque después de ese momento siempre me sentiría así dentro de un hospital. Sí, ahí estaba yo… en un hospital que por su tamaño y rutina, no puso atención a esa adolescente que caminaba errante hasta dar con su habitación más temida. La pena manejaba mis pasos y yo sólo obedecía a mis pies. Nadie se dio cuenta.

Pies… ¿Por qué no puedo dejar de ver esos pies descalzos que vi entonces fuera de cada camilla? Esos pies que no poseían color pero sí historias, pies que no reflejaban identidad pero sí una vida terminada. De sus pulgares, colgaba una pequeña etiqueta que de seguro sería un número gélido en vez de un nombre… no quise averiguarlo. Estaba perdida en mi dolor sin recordar bien por qué sufría. A veces, la memoria es tan cobarde que trata de olvidar cuando sólo se desea evocar hasta el cansancio.

De repente, como un garrotazo en medio de la cabeza, recordé el motivo de mi llanto gracias a un par de pies familiares y pequeños que me dieron vuelta el estómago. Los reconocí tan bien como si hubiese visto el rostro de su dueña en ellos. Apreté mis dientes sintiendo que la inocencia de la juventud me abandonaba en ese mismo instante al igual que el color en mis mejillas. Era cierto, allí estaba… en el bosque de los pies desconocidos, cubierta hasta la frente por una sábana de tono verde y me enfadé estúpidamente con ella… “¿Por qué estás aquí?”, le pregunté sin hablar y volví a llorar.

Recuerdo muy bien las manos inmensas y fuertes que me tomaron por los brazos sacándome de la morgue en vilo, recuerdo el rostro sorprendido de mis hermanos como también la voz de mi padre reprochando mi tonta decisión de entrar allí sin avisar… “¿Qué clase de seguridad tiene este hospital?”, bramó con molestia al enfermero y yo no dejaba de visualizar la imagen impregnada en mi mente de aquellas noches en vela, donde espantaba mi sueño vigilando la respiración irregular de mi madre y sus taquicardias. No me comprendí la reacción en ese momento, pero al recordar que ella debía dormir sentada todo el tiempo por culpa de su corazón cansado… me alegré muchísimo de que por fin pudiera descansar en paz completamente recostada…

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