viernes, 12 de abril de 2013

Mucho más valiente





No sé gritar, escuché decir a una jirafa cuando fui al zoológico, en ese entonces yo era muy niña y creí que lo había inventado. Me quedó esa frase dando vueltas en la cabeza por un buen tiempo sin querer mencionarlo, ni siquiera a mis padres por miedo a que me creyeran loca. Meses después, un incendio en ese mismo zoológico devoró todo lo que encontró a su paso, incluyendo a la manada de jirafas que perecieron sin esperanza alguna. Nadie las escuchó. Las jirafas no emiten sonido, comentó un veterinario por la televisión luego del desastre y recuerdo que lloré, lloré de impotencia porque estaba equivocado. ¡Yo la había escuchado!

Traté de olvidar, como hacen los cobardes cuando sienten la culpa mordiéndole las orejas, sin embargo, lo que sea que haya sido aquello volvió a mí pocos años después. No sé si será un don, una maldición o sólo mi imaginación sobrealimentada de películas, libros y series que veía con mis hermanos, pero una tarde de salida familiar escuché algo que me hizo saltar de mi silla como impulsada por corriente. Ahí estábamos todos, ubicados en las graderías de un rodeo viendo cómo un par de huasos montados a caballo aplastaban contra las contenciones a una vaca desafortunada. Muchos aplaudían los puntos ganados con un morbo asqueroso y yo sólo quería largarme, abandonar ese circo romano de voyeristas. Mi padre hablaba animadamente con un tipo obeso sobre la linda tradición de ese deporte chileno y no pude evitar verlo convertido en un monstruo, tan irreconocible como el reflejo en un espejo quebrado.

Los huasos perseguían a la vaca de cerca entre chiflidos, risas y garabatos, y cuando lo consideraban adecuado, la abatían con fuerza oyéndose sus mugidos doloridos rompiendo el día. Me cubrí los oídos desesperadamente. Traté de cerrar los ojos, de no ver aquella demostración de dominio absurdo ni los ojos suplicantes y confundidos del animal. De pronto, entre el bullicio de la gente, un clamor de piedad me atravesó limpiamente: ¿Por qué? ¡Ya basta! ¡Por favor! ¡Déjenme! Me puse de pie un brinco, mis hermanos me miraron con extrañeza y el nudo en mi estómago casi me hace vomitar las malditas manzanas confitadas que había engullido. En cada golpe contra la contención por parte de los huasos, una letanía de quejidos resonaba en mis tímpanos: ¡Me lastiman! ¡Ya déjenme, déjenme!- Era tan claro lo que estaba escuchando que con lágrimas en los ojos lo repetí a viva voz:

-¡Déjenla tranquila! ¡Ya basta!- mi padre dejó de hablar con el tipo para hacerme callar pero yo, como instada por un disparo, corrí gradería abajo ignorando a todo el mundo que intentó detenerme. Trepé el corral con una agilidad impensada y aprovechando que un par de metros más abajo uno de los huasos pasaba con su caballo, me dejé caer sobre él derribándolo de la silla. Caímos juntos al lodo en un enredo de los mil demonios.
-¿Qué te pasa, pendeja de mierda?- me ladró. Yo, enceguecida, lo golpeaba con mis puños cerrados en la cara, pecho, cuello.
-¡Déjala en paz! ¿Acaso no la escuchas? ¡Te pide que pares! ¡Déjala!- le grité con desgarro.

No sé realmente lo que pasó después. Sólo me entregué a la furia viéndolo todo a través de un velo oscuro. Debí caer en un estado de shock porque lo único que recuerdo es haber despertado llorando sobre mi cama con mis manos heridas, y sucia de pies a cabeza. Desde la distancia escuché voces amortiguadas que provenían de la sala y supe que mi papá estaba conversando acaloradamente con alguien. Luego de un rato que me pareció eterno, unos contenidos golpes en mi puerta me hicieron despabilar. Me senté en la cama, sequé mis lágrimas con mis mangas y permití el ingreso a quien fuera que estuviera del otro lado. Para mi sorpresa una policía de rostro agradable entró a mi alcoba. Se presentó oficialmente y me preguntó si podía sentarse a los pies de mi cama. Yo asentí sin saber el motivo de su presencia.

-¿Metí en problemas a mi papá?- quise saber escuchándome ronca y desafinada. La policía negó con la cabeza despacio.
-Nos dijo que no sabía la razón de por qué te lanzaste al corral- yo me miré las manos cubiertas de tierra. Las leves heridas en mis nudillos comenzaban a arder.
-No me lo creería si se lo dijera- dije bajo un tono resignado y afligido. Inesperadamente, la mano de la policía acarició una de mis mejillas haciendo que la mirara a los ojos sin entender la repentina caricia. Ella me sonrió.
-Yo te creo. Yo también la escuché- respondió para luego ponerse de pie estirando sus pantalones- Y déjame decirte que a pesar de ser yo quien lleva el uniforme, tú eres mucho más valiente.- Con ello, se dirigió a la puerta dejándome con el ceño fruncido y el corazón disparado. Mi papá, por fortuna, no tuvo que pagar ninguna multa por mi culpa.


Continua...

4 comentarios:

rosa_desastre dijo...

¡Que sensibilidad la tuya, (yo tambien oigo hablar a las girafas)
Te seguiré leyendo, hay mucho que aprender en tus letras.
besos

San dijo...

Precioso texto, lleno de toques enternecedores. Me ha gustado mucho lo que he leido, vendré de tarde en tarde para encontrarme con tus letras.
Un abrazo.

Cecy dijo...

Es un precioso relato, conmovedor, hace falta muchas niñas así, con esa fuerza y sensibilidad.
me alegra encontrarla acá.

Un abrazo.

AnDRóMeDa dijo...

Rosa,
Muchas gracias, mi niña, la sensibilidad es una de las cosas que nos ayuda a inspirarnos. Un beso para ti.

San,
Muchas gracias por pasarte y dedicarle tu tiempo a mis letras.
Un abrazo también para ud.

Cecy,
Muchas gracias, ese tipo de personas, con el corazón expuesto y los oídos abiertos es la que hace falta en este mundo cada vez más frío.
Cuídate!