martes, 3 de abril de 2012

Inocencia de niño


Cuando era un niño todo a mi alrededor me emocionaba porque lo veía desde mi ventana.

Me imaginaba tantas cosas, tantas aventuras por el barrio, a orillas de la caleta, conversando con los pescadores.

Me atraían los lobos marinos, los perros callejeros, esa taberna en donde se refugiaban los viejos del pueblo.

Yo quería ser como ellos, lleno de historias, de chistes cochinos, de manos callosas y mirada sabia.

Yo quería salir más seguido pero mi madre siempre fue una mujer hipocondriaca que le temía a todo.

Tuve que mantenerme al margen porque ella juraba que moriría de una pulmonía en esta tierra de humedad eterna.

Me gustaba la Anita, la hija de don Ernesto, el pescador más empeñoso y de ojos color océano.

Muchas veces quería que mi papá fuera como él. Recio, enorme, de risa estridente y pecho amplio para llorar en él.

En cambio, mi viejo era de huesos débiles, ojos hundidos y dolores permanentes que calmaba con golpes de vino tinto.

Odiaba ese color. Me cargaba el morado que teñía la ropa, los labios y la lengua.

Cuando vi ese color en el rostro de mi madre, me asusté y pensé que el vino estaba contagiándola.

Seguía mirando por mi ventana. Veía pasar a la Anita con su vestido nuevo y suspiraba. Veía a don Ernesto que abraza a su mujer y la besaba.

Veía a mi papá que se empinaba la botella y que mi mamá cambiaba de color extrañamente después de sus borracheras. Yo prefería seguir mirando hacia afuera.

1 comentario:

Mononoke- dijo...

Dulce inocencina... Gran entrada.