lunes, 31 de mayo de 2010

Crédula


Me asegurabas que corriendo contigo no debería sentir miedo alguno, que mientras tomara tu mano y estuviera a tu lado nada malo podría suceder. Te creí, te creí como tantas veces lo había hecho antes. Los pasillos penumbrosos que se extendieron frente a nosotros no hicieron más que invadirme de un temor renuente y conocido, una incertidumbre pegajosa de que si avanzabamos podríamos encontrar un abismo bajo nuestros pies y caer en una fosa insondable, o tropezar con esos monstruos de rostros deformados que se esconden por los rincones. Los conocía, intenté combatir contra ellos pero me vencieron en incontadas ocasiones. Me recogí de forma instintiva al imaginar que pudieramos fracasar de nuevo y tú me apretaste la mano para darme confianza. Te creí.

Corrimos. Nos internamos en los pasillos torcidos de aquel laberinto oscuro y por momentos pensé que lograríamos salir de allí, juntos. Una ilusa esperanza me encendió el corazón pero no debí cantar victoria tan prontamente. Los monstruos aparecieron desde la negrura y fueron tras nosotros. Resollaban, gruñían de forma gutural aumentando el peso de mi cuerpo debido al pavor. Los sentía tan cerca en cada paso que dabamos que podía percibir su aliento putrefacto de seres desalmados en la espalda. De pronto, tu mano me pareció viscosa, amorfa. Tus dedos me resultaron huesudos e irreconocibles. Detuve mi paso frenético para mirarte a la cara y para mi espanto te habías convertido en uno de ellos.

Estaba atrapada. Te solté de inmediato y retrocedí despacio viendo cómo se acercaban a mí con hambre, con deseos de convertirme en uno más de ustedes. Me negué, grité por ayuda pero mi voz sonó como un leve crujido durante una tormenta. Seguí reculando hasta el límite de una especie de fosa. Arrinconada, no pude más que dar la vuelta, cerrar mis ojos y dejarme caer para no ser alcanzada, ni por ti ni por los putos monstruos que te acompañaban. El vertigo me fustigó los intestinos, mi mente se echó a volar y fue donde desperté violentamente y desorientada en mi cama. La sombra de los árboles en mi pared dibujaba formas imprecisas que me llevaron a cerrar los ojos como niña aterrada. Me cubrí hasta la cabeza con las cobijas, repitiendo constantemente entre dientes… “Te creí… maldita sea, te creí”

martes, 11 de mayo de 2010

Una nueva actitud


A través de la ventana del restaurante te vi y detuve mi andar. No tuve la menor duda de que eras tú por la forma en que acomodas tu cabello cada vez que platicas con alguien. Sonreí a pesar del fuego que me hervía las venas. Estabas cenando con mi rival, esa cualquiera que no dejaba de mirarte la boca al hablar. Ignoré el movimiento de la gente en la vereda mientras estaba detenida allí sin saber qué hacer ni qué pensar. Sus hombros chocaban con los míos en un roce común de todos los días. Parece que el mundo es demasiado pequeño para todos o somos como las hormigas que necesitamos de contacto al pasar.


La tomaste de la mano y mis desvaríos se interrumpieron. De seguro le hablabas algo divertido porque esa idiota no dejaba de reírse. Me pregunté desde cuándo eras tan gracioso y mis cejas se arquearon de puros celos. Apreté mis manos enguantadas, indiferente al frío y a las gotas que comenzaban a caer sobre mi cabeza. Ideé miles de maneras para entrar a la batalla de forma radical. Pensé en llegar y verter el vino de las copas en sus caras, o descargar mi ira en la ensalada y usarla como sombrero para tu cabeza. Sin embargo, retuve mis instintos casi heroicamente a sólo pasos de invadir el restaurante. Tú y yo no teníamos nada. Jamás me habías dicho un Te amo o un Te necesito a mi lado. En mi dedo no había anillo alguno, no teníamos ningún lazo que nos uniera más que las noches de locura enredados en tu cama.


Aún rumiando entre dientes, igual entré al local creyéndome la nueva Brigitte Bardot. No sé por qué pero de pronto me embargó una seguridad que jamás creí posible en mí. Me aproximé a tu mesa aparcada en un rincón del salón e ignoré las palabras del anfitrión que tal vez me preguntó si necesitaba mesa para uno. Ni siquiera lo escuché. Una vez a sólo dos zancadas de ustedes, esa perra me miró como si fuese el diablo en persona. Ella sabía de mí y yo de ella… qué cosa más estúpida. Le dediqué dos segundos de mi atención para luego volverme a ti, decidida. Tus ojos desorbitados por la sorpresa merecían una fotografía para capturar el momento. Me sonreí internamente. Sin pensarlo ni un instante, me incliné, te tomé por ambas solapas de tu camisa y te besé. No sabía lo que estaba haciendo, pero al sentir tu boca contra la mía quise que lo recordaras por siempre. Después de casi extraerte el alma, me erguí de nuevo y salí de allí tal cual entré, sintiéndome dueña del mundo y de las miradas.


Fuera del restaurante, pude sentir cómo cada extremidad de mi cuerpo temblaba como gelatina. Tuve que sujetarme de un árbol un segundo para no irme al carajo y arruinar mi nueva actitud. ¿Qué mierda había sido eso? Seguí caminando tratando de mantenerme inalterable, me recordé como letanía religiosa que era fuerte y determinada aunque mi valor había quedado en el restaurante. Alcé el mentón esperando en una esquina la luz verde para cruzar. Cuando me dispuse a hacerlo, escuché una carrera frenética a mis espaldas. Al voltear reparé que eras tú. Me abrazaste para acto seguido besarme como si la vida misma dependiera de ello. Sonreí para mis adentros. Brigitte Bardot: 1… Perra: 0.

domingo, 9 de mayo de 2010

Egoísta


Te vi y tú me viste. Volviste a correr lejos de mí y yo te seguí como una cazadora tratando de alcanzarte. Te encontré, estuviste a mi lado y al parecer perdiste la paciencia porque huiste de nuevo. Me sentí como Alicia persiguiendo al conejo. Delante de mis ojos te desvaneciste en la noche, entre las nubes, detrás de la luna exhausta si es posible. No lograba entender la razón. Tuve miedo de olvidar tu rostro entre los extraños y todos no eran más que manchas de un Test de Rorschach que no podía dilucidar. Estaba cansada, estaba arraigándome con uñas y dientes a la idea de tenerte siempre. Egoísta de mí que no piensa en ti. Egoísta de mí. Quizás necesitas escapar, quizás soy una de las tantas prisiones que te mantienen en cautiverio y arañas las paredes intentado liberarte. Quizás soy un grillete sujeto a tu tobillo exigiendo mierdas sin sentido. Dejo caer la aguja sobre el disco de vinilo y oigo una vieja canción fumando un cigarro. Su sonido rasgado reemplaza la odiosa expectación que flota a mi alrededor y así festejo el hecho de que no estás de nuevo. Una verdadera amante del drama novelesco. Escucho tu silencio, veo tu ausencia, siento el desprendimiento y no hago más que maldecir en voz alta porque… no pienso dejar de ser una egoísta miserable.