miércoles, 23 de junio de 2010

Vida por vida


La veo caminar, reír, sentir. Juega con la brisa en su cabello y las gaviotas en el cielo. Sonrío sentada desde la banca a unos cuantos metros de distancia. El oleaje del mar le alcanza los pies lamiendo a su paso; le gusta, se queda allí un rato invadiéndose con su frescura. No puedo quitarle los ojos de encima. Me parece una obra de arte, un paisaje capturado entre los mágicos marcos de Monet y lo disfruto en silencio. Me acuerdo de ti y de lo mucho que te extraño. Recuerdo nuestra última noche, de aquel beso que me diste en la puerta de mi casa, de los te amo que me rezaste al oído y mi abrazo urgente alrededor de tu cuello. Lloré y te mojé la camisa.

Tenía rabia, estaba furiosa con la vida por lanzarnos esquirlas. Nos amábamos, pero el destino decidió que nos habíamos amado demasiado y te llevó de mi lado. Maldita noche y su hedor a muerte. Maldito desgaste de tu cuerpo enfermo incapaz de retener tu alma sana. Maldito teléfono que sonó y maldita yo por contestarlo. La voz del médico sonó a engranaje oxidado diciéndome que no habías aguantado, que te habías marchado dejándome aquí con menos valor que un trapo. La bocina me pesó tanto que la dejé caer junto conmigo. Aterricé en la alfombra y me quedé allí por horas eternas.


Tu madre, con su tono de voz burgués y natural elegancia, me había informado de tu última voluntad. Nunca me lo habías dicho y al escucharla, no supe cómo reaccionar. Tu corazón, tan fuerte como la marea arreciando en invierno, habría de ir a llenar otro cuerpo para salvarlo. Habías decidido brindar vida por tu vida y volví a llorar. El sollozo escapaba de mi garganta en un rosario amargo que sólo los que saben de dolor pueden entender. Ella me miró, me encerró el rostro maternalmente entre sus manos y me besó la frente. Una acción que jamás esperé de su parte.


Un año pasó y fueron 365 días en que no me reconocí ante el espejo. Creí que el cristal estaba trizado porque miles de surcos disparejos cortaban mi cara, pero no, estaba equivocada… era yo, era mi semblante roto en pedazos y llegó un momento en el que dejé de mirarme. Sin embargo, a pesar del despojo que pudiese ser, quise saber quién había recibido tu corazón. Fue una joven y al conocerla no pude evitar derrumbarme. Era hermosa, agradecida y bondadosa. Ella me abrazó cuando supo que el donante había sido el hombre que amaba. Absurdamente me pidió perdón llorando y comprendí que las lágrimas ya no eran necesarias. Tiene una hija pequeña, una niña de inagotable energía. Ahora mismo juegan por la playa y me saludan a lo lejos mientras te escribo estas palabras.

2 comentarios:

Justo Poe, seudónimo del poeta Frank Ruffino dijo...

Te felicito. Abrazos.

AnDRóMeDa dijo...

Muchas gracias :)
Abrazos para ti también!