miércoles, 26 de agosto de 2009

La belleza de lo simple


Aquella mañana de enero sucedió algo curioso. El calor insoportable de ese verano provocaba salir de la cama al rayar el alba, soportar las sábanas sobre el cuerpo no resultaba una tarea agradable aunque por otro lado, favorecía a la puntualidad convirtiéndonos en empleados modelos. Salí de casa como todas las mañana rumbo a la oficina y tomé el autobús de siempre para perderme en el infernal tráfico de día lunes. Como era de esperarse, luego de un largo camino para llegar al Centro, la interminable fila de vehículos se detuvo en la Estación de Metro República para atascarse en un embotellamiento. Ahí nos quedamos por minutos eternos. Una serpiente inmóvil calentándose al sol. Cerré el libro que leía en ese entonces, lo guardé en mi bolso y bajé del autobús para caminar el tramo faltante hasta mi oficina. Muchos otros habían tenido la misma idea y parecíamos un regimiento militar ganando terreno. A medida que avanzaba noté que el atochamiento en la avenida principal era alarmante. Todos nos contagiamos el mal humor estornudando garabatos por la hora que no perdona. Mientras me acercaba a la Estación de Metro Moneda, reparé que una grúa alzaba su brazo hidráulico hacia el cielo y obstaculizaba el flujo vehicular al estar detenida entre dos carriles. Allí estaba la razón y bufé de molestia. Sin embargo, para mi mayor sorpresa, una gigantesca marioneta de cobre de ocho metros, yacía sobre el asfalto como un herido en batalla. Fruncí el ceño. “¿Pretenderán hacer algún show?”, me pregunté. Miré todo lo que había caminado y los rostros furiosos de los conductores en sus automóviles no llamaban a la buena onda. Bocinazos, maldiciones, irreverencias, imprudencias… ya eran las nueve de la mañana y muchos no llegaban a sus puestos de trabajo. “La idea huevona de poner una enorme grúa justo en la Alameda”, escuché decir a alguien que pasó por mi lado. De pronto, un joven vestido con ropa artesanal y barba tupida me tocó un hombro para hacerme voltear hacia él. Me entregó una flor hecha con alambres de cobre de no más de diez centímetros. Me quedé mirándola un buen rato. Era linda, de siete pétalos y muy bien hecha. Ingeniosa, por lo demás. Le pregunté cuánto dinero le debía por ella. Negó con la cabeza. “Es un regalo para hacerte sonreír”, me dijo. Así lo hice y deseé que tuviese más dentro de ese andrajoso morral. La aparatosa marioneta no estaba cumpliendo esa labor en mí ni en nadie más.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo Artesa te sale del alma aunque el sistema trate de cambiarte...

Que No lo logren.....
Sigue Adelante, continúa escriiendo

Saludos a la distancia

Anónimo

AnDRóMeDa dijo...

Jejejeje... ya me conoces, no pueden matar mi lado hippie, por más que lo intenten xDDDD

Gracias por tus palabras, mi niño ;)

Anónimo dijo...

Hola Andro. ^^ Me había despistado un tiempo ¿verdad? perdona, he tenido el tiempo muy justo. Sin embargo sabes que tienes mi apoyo incondicional.

O.O Tu eres una diva de inspiración increible Andrómeda. Me encanta cada página de lo que haces. Espero desde lo más profundo de mi corazón que el impetu de tu arte no lo pare nadie. Es algo que merece salir al mundo.

AnDRóMeDa dijo...

Gaby,
Lindo tenerte por aquí. Gracias por tus palabras, te extrañaba bastante. Dónde te habías metido, mujer??? jejeje xD
Un abrazo bien apretado para ti!