
Tenía miles y miles de páginas escritas a medio terminar. Barajaba entre sus dedos posibles proyectos letrados que mantenían la herida abierta debido a sus puntos suspensivos. En cada presión de una tecla, el impulso innegable de la joven por contar historias le soplaba al oído alguna fantasía que adornara la vida e hinchara la realidad. Ella inmortalizaba todas esas ideas pero sólo eso… ¿Cómo atropellar su responsabilidad profesional para abrirse camino hacia su real vocación? De seguro sus padres no lo permitirían y fue entonces donde recordó una vieja plática al interior de su casa.
- Quiero escribir.
- ¿Piensas ganarte la vida vendiendo libros?- le preguntó su padre, con voz fría y prejuiciosa.
- ¿Acaso quieres que la pierda haciendo lo que no quiero?
- No seas exagerada.
La muchacha sonrió volviendo a lo suyo. Recluida entre las cuatro paredes de su oficina, imaginó lo que sería sentir la lluvia en el rostro y reír como una niña con esa gracia pronta y auténtica. Cuando se entraba al limitado mundo de los adultos, muchas veces se olvidaban las formas de carcajear ruidosamente. Los años seguían escurriéndose como agua en una fuente sin dar tiempo siquiera para sentir nostalgia. Sus dedos se tornaban rígidos y nebulosa la mente al confundir los recuerdos con la ficción. Parecía que las historias huían de ella de manera despavorida, abandonándola a mitad de un sendero sin claro destino. Temía ante la duda de qué sucedería si fallaba, si no era lo suficientemente buena en ese universo de vidas inventadas. ¿Habría que romper cadenas dejando de ser esclava de la desesperanza?... justo en esa pregunta, un compañero de trabajo se dirigió a ella pidiéndole un aburrido documento. Era lunes otra vez [...]