miércoles, 2 de marzo de 2011

Lenguaje corporal


Al desembarcar, la vi y sentí que me ahogaba aun pisando tierra firme. En todos mis meses en altamar, jamás había visto semejante sirena perdida entre los humanos. Sentí la urgente necesidad de tocarla para saberla terrenal y no un desvarío de marinero mercante. Entre la muchedumbre, en donde muchos se reencontraban, se saludaban, otros vendían sus mercaderías y ofrecían servicios a voz en cuello, la seguí como pude apartando a todos de mi camino. Ella era veloz, grácil y coqueta. Sus largos cabellos se sacudían a cada paso que daba dejándome por completo sumergido entre sus aguas. No recordé ni en qué país habíamos anclado.

A pocos metros del muelle, pude finalmente dejar la batahola a mis espaldas y observarla a mi antojo. Llevaba un vestido color vino tinto que explotaba en encajes casi increíbles. Tenía la sensualidad de una diosa egipcia. Sus ojos grandes y almendrados, sus pupilas agudas e intimidantes revelaban que tal vez en alguna vida pasada fue una felina. Me estremecí de anticipación por llegar a ella y enfrentarla. Nada tenía que ver mi apremio masculino con desearla, aunque suene una vil mentira. Era mi corazón el que latía fuerte y no mi sexo contra mi bragueta. Tuve la fugaz idea de que me había vuelto loco por culpa de tanta sal en la sangre.

Reparé que la muchacha había entrado a una casa de madera desvencijada y pintura carcomida por la humedad del puerto. Me quedé de pie afuera hasta que comprendí que se trataba de un burdel del pueblo. Varios de mis compañeros pasaron por mi lado incitándome a ingresar con ellos a palmadas en mi espalda. Lo hice, pero fue para verla a ella. Rebusqué algo de dinero en mis pantalones gastados y pagué a la señora de enormes pechos la suma que correspondía por una noche. Me ofreció un sinfín de opciones que ni siquiera miré. Inmediatamente escogí a la joven que me había atrapado en sus redes.

Al señalarla, se acercó, me tomó de la mano y con la seguridad que se necesita para el rubro me condujo hasta una de las habitaciones. Su mano en la mía me hizo alucinar. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que no sentía la suavidad de unas manos femeninas? Sentí vergüenza por las mías ásperas y encalladas. Entramos a la alcoba provista de una cama al centro y una mesita de noche con una triste vela encendida espantando la penumbra. Me sentó sobre el colchón, cerró la puerta y se volvió hacia mí. Era mucho más bella de lo que había visto desde lejos.

-¿Cómo te llamas?- le pregunté.

-Perla- me dijo y liberó una sonrisa vanidosa.

-¿Es tu verdadero nombre?- lo pensó un momento mientras me miraba intensamente.

-No.

Restó la distancia entre nosotros y se sentó a horcajadas sobre mi regazo para incitarme. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no desvestirla a manotazos y poseerla sin cuidado, arremetiendo, invadiendo a estocadas como una bestia. Llevaba meses en medio del océano, por Dios. Apreté mis dientes y la aparté de mí para sentarla a mi lado. Me tomé un tiempo indefinido para observarla. Ella, lógicamente descolocada, arqueó sus cejas un tanto ofendida. Un hombre jamás rechazaba la oportunidad de follar.

-Te vi al momento de bajar del barco- le comenté. La joven volvió a echarme una mirada intensa y algo extrañada. Continué- Llegué hasta aquí siguiéndote. No esperaba que esta casa fuera un burdel.

-Soy la carnada que arrojan para atraer a la presa- contestó y a pesar del tono hastiado, amé su voz- No eres el primero que me sigue, marinero.

-Pero de seguro que soy el primero que no te toma al momento de cerrar la puerta- Perla no me respondió y bajó la mirada hacia su falda- Yo quiero conocerte.

-¿Por qué no cogemos y ya? Mañana tú y tus compañeros se irán y vendrán otros. No me hagas perder mi tiempo.

Su irreverencia me encantó. Pude descifrar los dieciocho años emocionales que tenía dentro de su cuerpo de treinta. La atraje por la nuca para besarla pero se echó para atrás sin dejarme alcanzarla. Llevé mis labios a su cuello para recorrer esa piel libre de las rudezas del mar, del sol y las tormentas. Si no quería que le hablara, le hablaría con el cuerpo y me esmeré en hacerle el amor sin que ella lo esperara. Claro, hay sexo en burdeles, hay saciedad y satisfacción personal, pero jamás suavidad, entrega y cariño. Un lenguaje tan delicioso que Perla intentó contradecirme durante nuestra lucha pero la sometí con caricias que le arrancaban gemidos honestos. Trató de ahogarlos, pero finalmente se dejó vencer. La besé en la boca, perseveré hasta que uní mis labios con los suyos. Sentí cómo reaccionaba su intimidad alrededor de la mía, cómo arqueaba su espalda, cómo estrujaba las sábanas con las manos y cómo me alentaba a llegar más allá. Retozamos hasta el amanecer, enredados en un desorden de extremidades y almohadas. Ella despertó entre mis brazos sin disimular su rostro asustado ni su inmensa incertidumbre por lo que había sucedido. Algo en su mirada cambió.

-¿Cómo te llamas realmente?- le insistí en un susurro.

-Josefina- me dijo- Como mi abuela.- Y con eso cerré por completo mi decisión de quedarme en tierra firme. Ya había navegado lo suficiente.

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