La oscuridad de esa noche era voraz. Toda luz en
la habitación había sido engullida por la penumbra siniestra y sólo un valiente
destello se atrevía a cruzar las pesadas cortinas. La niña que intentaba dormir
en su cama, cubierta por las cobijas y aún temblando de frío, miraba hacia las
extrañas figuras que se rayaban en su muro y se repartían por los rincones como
pequeños ninjas. Tomaban formas, actuaban en un escenario vertical que
desdibujaban la realidad convirtiendo todo en un sueño estremecedor. Ahí hay un monstruo, pensó ella. Cerró
los ojos con fuerza para inútilmente escaparse hacia alguna parte inhóspita de
su mente y hallar calma, pero todo estaba ocupado de mierda. Ni siquiera su
corazón podía ser su refugio. Ese lugar se había vuelto tan sólo un músculo y muchas
veces en una roca de río, dura, fría e impenetrable. Al darse cuenta de ello,
las figuras amorfas se unieron en una sola alzándose al mismo tiempo en que
ella levantaba su cabeza de la almohada debido al pánico. Buscó a tientas el
interruptor y encendió la luz de la lámpara. Era tan sólo su reflejo en el
espejo que desconoció por un segundo, sin embargo no pudo respirar tranquila. Sí
había un monstruo en su habitación después de todo.
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