No sé
gritar, escuché decir a una jirafa
cuando fui al zoológico, en ese entonces yo era muy niña y creí que lo había
inventado. Me quedó esa frase dando vueltas en la cabeza por un buen tiempo sin
querer mencionarlo, ni siquiera a mis padres por miedo a que me creyeran loca. Meses
después, un incendio en ese mismo zoológico devoró todo lo que encontró a su
paso, incluyendo a la manada de jirafas que perecieron sin esperanza alguna. Nadie
las escuchó. Las jirafas no emiten sonido,
comentó un veterinario por la televisión luego del desastre y recuerdo que
lloré, lloré de impotencia porque estaba equivocado. ¡Yo la había escuchado!
Traté de olvidar, como hacen los cobardes cuando
sienten la culpa mordiéndole las orejas, sin embargo, lo que sea que haya sido
aquello volvió a mí pocos años después. No sé si será un don, una maldición o
sólo mi imaginación sobrealimentada de películas, libros y series que veía con
mis hermanos, pero una tarde de salida familiar escuché algo que me hizo saltar
de mi silla como impulsada por corriente. Ahí estábamos todos, ubicados en las
graderías de un rodeo viendo cómo un par de huasos montados a caballo
aplastaban contra las contenciones a una vaca desafortunada. Muchos aplaudían
los puntos ganados con un morbo asqueroso y yo sólo quería largarme, abandonar
ese circo romano de voyeristas. Mi padre hablaba animadamente con un tipo obeso
sobre la linda tradición de ese deporte chileno y no pude evitar verlo
convertido en un monstruo, tan irreconocible como el reflejo en un espejo quebrado.
Los huasos perseguían a la vaca de cerca
entre chiflidos, risas y garabatos, y cuando lo consideraban adecuado, la abatían
con fuerza oyéndose sus mugidos doloridos rompiendo el día. Me cubrí los oídos
desesperadamente. Traté de cerrar los ojos, de no ver aquella demostración de dominio
absurdo ni los ojos suplicantes y confundidos del animal. De pronto, entre el
bullicio de la gente, un clamor de piedad me atravesó limpiamente: ¿Por qué? ¡Ya basta! ¡Por favor! ¡Déjenme! Me
puse de pie un brinco, mis hermanos me miraron con extrañeza y el nudo en mi
estómago casi me hace vomitar las malditas manzanas confitadas que había
engullido. En cada golpe contra la contención por parte de los huasos, una
letanía de quejidos resonaba en mis tímpanos: ¡Me lastiman! ¡Ya déjenme, déjenme!- Era tan claro lo que estaba
escuchando que con lágrimas en los ojos lo repetí a viva voz:
-¡Déjenla tranquila! ¡Ya basta!- mi padre
dejó de hablar con el tipo para hacerme callar pero yo, como instada por un
disparo, corrí gradería abajo ignorando a todo el mundo que intentó detenerme. Trepé
el corral con una agilidad impensada y aprovechando que un par de metros más
abajo uno de los huasos pasaba con su caballo, me dejé caer sobre él
derribándolo de la silla. Caímos juntos al lodo en un enredo de los mil
demonios.
-¿Qué te pasa, pendeja de mierda?- me
ladró. Yo, enceguecida, lo golpeaba con mis puños cerrados en la cara, pecho,
cuello.
-¡Déjala en paz! ¿Acaso no la escuchas? ¡Te
pide que pares! ¡Déjala!- le grité con desgarro.
No sé realmente lo que pasó después. Sólo me
entregué a la furia viéndolo todo a través de un velo oscuro. Debí caer en un
estado de shock porque lo único que recuerdo es haber despertado llorando sobre
mi cama con mis manos heridas, y sucia de pies a cabeza. Desde la distancia
escuché voces amortiguadas que provenían de la sala y supe que mi papá estaba
conversando acaloradamente con alguien. Luego de un rato que me pareció eterno,
unos contenidos golpes en mi puerta me hicieron despabilar. Me senté en la
cama, sequé mis lágrimas con mis mangas y permití el ingreso a quien fuera que
estuviera del otro lado. Para mi sorpresa una policía de rostro agradable entró
a mi alcoba. Se presentó oficialmente y me preguntó si podía sentarse a los
pies de mi cama. Yo asentí sin saber el motivo de su presencia.
-¿Metí en problemas a mi papá?- quise saber
escuchándome ronca y desafinada. La policía negó con la cabeza despacio.
-Nos dijo que no sabía la razón de por qué
te lanzaste al corral- yo me miré las manos cubiertas de tierra. Las leves
heridas en mis nudillos comenzaban a arder.
-No me lo creería si se lo dijera- dije
bajo un tono resignado y afligido. Inesperadamente, la mano de la policía acarició
una de mis mejillas haciendo que la mirara a los ojos sin entender la repentina
caricia. Ella me sonrió.
-Yo te creo. Yo también la escuché-
respondió para luego ponerse de pie estirando sus pantalones- Y déjame decirte
que a pesar de ser yo quien lleva el uniforme, tú eres mucho más valiente.- Con
ello, se dirigió a la puerta dejándome con el ceño fruncido y el corazón
disparado. Mi papá, por fortuna, no tuvo que pagar ninguna multa por mi culpa.
Continua...
Continua...
4 comentarios:
¡Que sensibilidad la tuya, (yo tambien oigo hablar a las girafas)
Te seguiré leyendo, hay mucho que aprender en tus letras.
besos
Precioso texto, lleno de toques enternecedores. Me ha gustado mucho lo que he leido, vendré de tarde en tarde para encontrarme con tus letras.
Un abrazo.
Es un precioso relato, conmovedor, hace falta muchas niñas así, con esa fuerza y sensibilidad.
me alegra encontrarla acá.
Un abrazo.
Rosa,
Muchas gracias, mi niña, la sensibilidad es una de las cosas que nos ayuda a inspirarnos. Un beso para ti.
San,
Muchas gracias por pasarte y dedicarle tu tiempo a mis letras.
Un abrazo también para ud.
Cecy,
Muchas gracias, ese tipo de personas, con el corazón expuesto y los oídos abiertos es la que hace falta en este mundo cada vez más frío.
Cuídate!
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