viernes, 25 de octubre de 2013

Mal olor


Vi como caía un compañero en la esquina, luego otro en el parque, otro cerca del quiosco de la señora amable que nos da frituras y otros dos en la banca donde dormía el señor con olor a uva rancia. Tuve miedo. No sabía qué estaba sucediendo. Retrocedí porque mi instinto me gritaba a los oídos que me fuera. Un frío muy extraño me recorrió todo el lomo. Las piedrecillas bajo mis patas se volvieron pequeñas agujas y a cierta distancia vi a una niña que me miraba con pena y horror. Vete, sálvate, le escuché decirme claramente y creí que me había vuelto loco. Con toda la fuerza que me quedaba corrí lejos. Los humanos son malos, me dije, y traté de esquivarlos.

Cerca de la calle de los pescados, así la identifico yo porque huele a pescado, dejé de correr y sentí una sed horrible. Tomé agua desde un charco en la vereda y refresqué mi lengua percibiendo el sabor a tierra. Un gemido salió de mi hocico sin planearlo, el olor a muerte seguía flotando en el aire y traté de distraer mi nariz con otro compañero que no conocía. Olía a pelo mojado.

-No vayas al parque- le dije- los humanos huelen a lodo podrido.

-Mala señal- contestó, mientras se rascaba tras la oreja.

-Será mejor que avises a los que puedas y estén alerta. No somos bienvenidos y nos están matando a todos- el compañero se fue y una señora me echó de donde estaba a escobazos. Caminé entre los puestos de comida y la panza me gruñó fuerte. El susto me había hecho olvidar por un rato el hambre que siempre me acompaña. 

De pronto, una voz que me pareció familiar me hizo levantar las orejas. Toma, come, escuché. Era la niña que vi en el parque. Tenía un trozo de masa con carne y no quise acércame. Ella al parecer entendió y arrojó la comida al suelo. El hambre me hizo dejar a un lado mi orgullo y comí. Era salado, ligeramente metálico y blando. No me tengas miedo, dijo y volví a pensar que me había vuelto loco. Quiso tocarme, pero no la dejé. En toda mi existencia, jamás he dejado que un humano me toque. Le di la espalda y me fui camino a la calle de las frutas. La acidez de la muerte seguía en el aire.



Dedicado a la matanza de perros callejeros en San Joaquín, Santiago, 2008.

jueves, 24 de octubre de 2013

Piedras en el camino



A ciento veinte kilómetros por hora… ¿Por qué llevaba tanta prisa? ¿Hacia dónde iba? ¿Por qué discutíamos con Andrea? ¿De dónde salió la piedra? ¿Dejaré de escuchar en algún momento ese escándalo de vidrios y huesos rotos que por las noches me despierta? ¿Qué hice yo luego? No lo recuerdo. Sólo luces, frío, abandono, miedo y rabia. Su voz ronca a mi lado enmudeció la mía, sus labios entreabiertos liberaban suspiros de agonía que me sonaban a gritos, el parabrisas estaba despedazado y una piedra ensangrentada yacía en el piso del auto. Dolor, sólo dolor.

Después de esa noche creo que morí un poco. Personas me hablaban pero mis oídos estaban inundados de lágrimas porque sólo escuchaba murmullo de agua. Un canal desembocándome justo en el corazón. Las autoridades me preguntaban mierdas que no sabía contestar, pero ellos insistían en que sí, ¿acaso me había vuelto transparente y veían respuestas ocultas? ¡No sabía nada, maldita sea! Poco a poco fue disipándose la niebla en mi mente y desde un espacio vacío en el que estaba, me vi de repente en la autopista, en algún kilómetro determinado, a poca distancia de un paso nivel.

-Alguien lanzó una piedra a su vehículo desde la altura, señor- me informó un oficial mientras los paramédicos se llevaban a mi esposa con el cráneo destrozado. Creo que caí de rodillas porque cada vez que evoco ese momento, viene acompañado de un breve dolor en mis rótulas. La prensa no tardó en llegar y cuando vi mi rostro por la pantalla balbuceando sobre lo ocurrido esa noche, supe de inmediato cómo me vería a los ochenta años. Mi piel se había roto tal cual lo hizo el vidrio de mi auto.

Fuimos noticia por toda una semana. En mi casa la gente iba y venía, las palmadas en mi espalda me tenían la piel enrojecida y mi perro me seguía para todos lados. Yo caminaba perdido, por primera vez solo desde que la había conocido. Andrea fue internada de urgencia y con su coma se llevó nuestras conversaciones al limbo durante semanas. Las fotografías de nuestra boda celebrada el año pasado, me miraban desde las paredes como ventanas a un universo paralelo. Sintiéndome microscópico, me refugié en la clínica esperando noticias como un lobo hambriento. Merodeé tantas veces sus pasillos que parecía un enfermo siquiátrico. Flaco y extraviado.  

-Vete a casa un rato, hijo. Cualquier cosa que sepa, te llamo- decía mi madre, preocupada por los círculos oscuros alrededor de mis ojos.
-Quiero estar aquí cuando despierte- me negaba, terco hasta el final.

Andrea despertó un sábado por la tarde y yo estaba a su lado, con su mano lánguida entrelazada con la mía. Llovía afuera y hacía frío. Fui tan feliz que lloré entre los brazos de una de las enfermeras de turno. Me acerqué a mi esposa y ella me miró perdida hasta que fijó lentamente sus ojos castaños en mí. La saludé y mordí mis ganas de llenarla de besos. Su cabeza estaba sumergida en vendajes y algodones que aumentaban el doble su tamaño. Sin embargo, las semanas siguientes de nula reacción se transformaron en meses. Las noticias en la televisión habían cambiado. Creo que sucedieron las eliminatorias para el Mundial, una elección Municipal, bajó el precio del dólar, subió la bencina… no estoy muy seguro. Lo único que tenía en la cabeza era que el doctor me había pedido fuerza ante la posibilidad de que mi esposa no volviera jamás.

Por otro lado, mi abogado me hablaba de burocracias asquerosas, trámites, demandas y papeleos que no estaba en condiciones de llevar a cabo. Mi cabeza se había vaciado de todo tipo de pensamiento fuera de la clínica. Creo que me dijo que el responsable había sido un chico de catorce años, menor de edad y por tanto, inimputable. La impotencia que me invadió mantuvo mis lágrimas a raya y calientes como la lava. ¿Cómo era posible que cosas así ocurrieran sin culpa alguna? ¿Qué mierda quería lograr ese pendejo? ¿Dónde estaba Dios que no detuvo esa roca? ¿Dónde está Dios que no lo condena? ¿Dónde está? Apreté mis dientes y me encerré en la habitación con Andrea. Lugar que se había vuelto mi hogar.

Celebré el Año Nuevo con mi cabeza apoyada en el regazo de ella. El verano fue un sol pasajero por la ventana y las hojas del otoño me saludaron en su corto viaje hasta el pavimento. No fue sino hasta su cumpleaños a mitad del invierno que Andrea volvió a abrir los ojos y movió un poco sus labios, como si quisiera comunicarme algo. Para mí fue un acontecimiento tal que vomité en el baño de la emoción. Acerqué mi oído a su boca, deseoso de escuchar su voz otra vez. Esperé ansioso casi una hora, la miré de frente adivinando su expresión. Leí su ceño, las líneas de sus facciones, la luz en su mirada. Fue inevitable. Habló lento, entrecortado, bajo y desafinado, pero aún así, le entendí bien y solté el llanto.

-Eres joven… Vive por ti… vive por mí. Te amo…- y después de eso, sólo silencio.

jueves, 3 de octubre de 2013

Wrong answer



Looks like I’m gonna do everything myself, maybe I could use some help but hell, if you want something done right, you gotta do it yourself…

La canción resonaba en sus tímpanos como una arenga elevada por sus pulsaciones. Mientras giraba la velocidad con su mano duramente empuñaba, su motocicleta Ducati Diavel rugía en la oscuridad cual pantera en cacería. Francisca se internó en la ciudad cortando el viento, la niebla de invierno la escondía de los cuervos sintiéndose libre y a la vez protegida por un velo natural. Cegada por la rabia y la impotencia, dobló en una curva cerrada sin disminuir su carrera. Patinó un segundo sobre el asfalto pero logró controlar la máquina a tiempo. La canción seguía con las patadas en sus tímpanos volviéndola imprudente.

Las calles de Santiago estaban húmedas, una suave capa de rocío brillaba a la luz de los postes y a lo lejos, la torre Entel parecía un periscopio vigilante y siniestro. Francisca ni sentía el frío reinante, su sangre se había vuelto de mercurio y sin darse cuenta, su respiración- normalmente suave- en ásperos gruñidos. La doblar desde José María Caro hacia Purísima, los adoquines de esa calle antigua hicieron vibrar su motocicleta. La joven se detuvo a media cuadra y desmontó de un salto. Sus piernas temblaban, sus huesos parecían de repente hechos de algodón egipcio. Sin quitarse el casco, volteó su cabeza hacia la parte trasera de su vehículo para comprobar que todavía tiraba de ese bulto al cual miraba con asco. Caminó hacia él escuchándose los tacones de sus botas golpear el asfalto como balazos. Un hombre gemía dolorido y sangrante, agradecido de que ese trayecto del infierno al fin hubiera tenido pausa. La cadena que lo apretaba por la altura del torso le impedía respirar profundamente.

Francisca sentía que no cabía en su chaqueta de cuero. Tenía los pulmones tan inflados de ira que bien podía irse flotando a la deriva en cualquier minuto. Se acercó al hombre y lo tomó por las solapas de su camisa hecha jirones. Lo miró de cerca provocando que él viera su propio reflejo en el visor del casco y lo empañara con su aliento. Era tanto lo que la joven tenía que decirle que las palabras se acumulaban tras sus dientes. No pudo traducir sus pensamientos ni mucho menos sus puteadas a un castellano entendible. Tragó saliva reparando que no servía de nada, tenía la boca seca.

-Así que te dejaron en libertad por falta de méritos- habló ella por fin.

-El juez… es… el que decide- dijo el hombre con extrema dificultad.

-Y yo decido hacer justicia real, ¿o te arrepientes de haberle robado la inocencia a mi pequeña?- el aludido no hizo más que mirarla con displicencia y escupir saliva sanguinolenta hacia el visor de su casco. Francisca se incorporó despacio y limpió el desprecio con el puño de su chaqueta.-Respuesta equivocada- y bajo un desplante felino, volvió a montar su motocicleta y derrapó cerca de la cara de su víctima para seguir recorriendo los barrios de Santiago, tirando de ese bulto que gritaba de vez en cuando.