Desde del primer momento en que José Rivera vio entre sus brazos a su
hija, entendió lo difícil que sería dejarla ir cuando se convirtiera en una mujer.
Elena, con su relajada personalidad, estaba preparada desde pequeña a dejar
partir a los hijos, su propia madre le enseñó lo que era la fuerza interna y la
enseñanza que se les da, nunca dudó en permitirles ser felices lejos del hogar.
A temprana edad, Alicia desarrolló su actitud carismática y comenzó a
sentir curiosidad por los hombres mayores, espiaba a los vecinos del barrio de
reojo sin que se dieran cuenta sus padres. Elías fue el único que la sorprendió
observándolos y le guardó el secreto, pero desde ya el muchacho, entonces un
niño, supo que esa inclinación de su hermana la haría sufrir en el amor.
El mejor amigo de Elías, un mocoso de claros cabellos y nariz respingada
que vivía al frente de la casa Rivera, siempre estaba a disposición de la
pequeña Alicia. Su nombre era Javier San Martín, hijo de un matrimonio
separado, que en esos años era algo terrible, y muy educado en cuanto a la
conducta. No le importaba si los otros niños lo molestaban cuando corría si
Alicia lo llamaba, sentía un hermoso amor infantil por ella. Por su notable
falta de cariño, le encantaba pasar en casa de los Rivera muy aferrado a las
piernas de Elena. “Cuando crezca, me casaré con Alicia- decía el niño mientras
comía membrillo en la cocina a grandes mascadas” Elena lo escuchaba sonriente
sabiendo que esas palabras no eran desvaríos de un chiquillo, lo quería como un
hijo más y lamentaba que pasara todo el día con la nana. Su sueño era verlo
hecho un hombre llevando a su hija al altar, sin embargo, no tenía idea de lo
que les esperaba a ellos más adelante.
Alicia era una niña alegre y de mucho desplante, toda su niñez la pasó
jugando con los niños varones a la pelota sin tener mucho contacto con las
pocas niñas del barrio. Las hermanas de José Rivera se escandalizaban cuando la
veían llena de barro y costras en las rodillas.
-Parece una mendiga
cualquiera- decían las dos al mismo tiempo.
-Pero a mí me gusta jugar
con ellos- respondía Alicia con una modulación perfecta, se subía las mangas y
corría de nuevo hacia la calle.
Elena se reía de sus cuñadas, no podía creer la cara que ponían al ver a
la pequeña revolcándose en el pasto con su hermano y con Javier. A José lo
tenía sin cuidado las cosas que hablaban sus hermanas, le gustaba saber que su
hija sabía cómo defenderse entre los niños, que su carácter fuese explosivo
siendo de respeto y que nadie se atrevía a tocar a Elías por no recibir una
golpiza por parte de la niña.
Esa fue una de las cosas que Javier adoraba en ella, su increíble
energía y ganas de vivir. No obstante, no se atrevía a expresarle sus inocentes
sentimientos, le pedía a Elena que no le confesara nada a Alicia repitiéndole a
Elías la misma advertencia. Por otra parte, José no tenía idea de lo que
sucedía, estaba demasiado concentrado en los caballos y en los dinerales que
perdía apostando, endeudado hasta el cuello tuvo que hacer pasar a su familia
la vergüenza del embargo. Con impotencia veía cómo se llevaban muebles
antiguos, cuadros que en su juventud había regalado a Elena y otras cosas que
reflejaban años de esfuerzo. Él, derrotado, escondía su rostro entre las manos
maldiciendo ser como era. “No me interesa tener objetos materiales, José- le
decía Elena acariciando su cabeza- lo único valioso para mí, es mi familia”
José sonreía y tales palabras de su esposa lo alentaban a seguir adelante.
A medida que pasaba el tiempo, Alicia se volvía más hermosa y angelical
que cualquier otra niña en los alrededores, esto incomodó a José intentando no
permitirle salir de casa. En su décimo cumpleaños, sólo parientes cercanos
fueron invitados para la fiesta, ningún amigo, inclusive Javier, era
bienvenido. Elena discutía con su esposo por esa estúpida razón de esconder a
su hija de los ojos de los vecinos, era absolutamente imposible esclavizarla
toda su vida dentro de esas cuatro paredes, le explicaba que debería sentirse
orgulloso de poseer una hija preciosa en vez de sentirse amenazado por todos
los hombres de la ciudad. Aquel cumpleaños fue el más aburrido para Alicia,
estar sentada como señorita en la mesa escuchando las conversaciones sin
sentido de sus tíos, era algo que intentaba soportar contra todas sus convicciones.
José perdía la paciencia con rapidez cuando algún hermano o cuñado hacía
mención de lo linda que estaba su hija, Elena al ver la expresión que ponía le
daba un codazo discreto obligándolo a sonreír. Javier trató por todos los
medios que tenía a su alcance de entrar a la casa para entregarle a Alicia su
regalo, sin embargo, al llegar al umbral de la puerta, Elena le dijo
amorosamente que volviera al día siguiente por que el tío José estaba de mal
humor y no dejaba entrar a nadie a verla. El niño desilusionado, volvió en sus
propios pasos notando que entre las cortinas de la casa veía perfectamente a
Alicia sentada y con la misma mirada de hastío que él.
La primavera no sólo llegaba en la ciudad, las flores en el jardín de
los Rivera no eran las únicas en florecer, también la niña de la familia
comenzaba a convertirse en una mujer esbelta y de largos cabellos castaños. A
sus catorce años, demostraba estar en su proceso de madurez al encontrarse
lejana a los asuntos de la casa. Leía gran parte del tiempo, se internaba en
las profundidades de su imaginación encerrándose por horas en su habitación o
trepando el inmenso nogal cerca de la casa para mirar todo desde las alturas.
Elena logró hacer desistir a su marido de la ridícula idea de esconder a
Alicia de la gente, le tomó tiempo hacerle entender que era imposible detener
el crecimiento en ella y que estaba bueno ya de imaginársela como una niña de
cinco años. José, después de muchas discusiones, empezó a notar a su hija más
alta, más delgada, de caderas anchas y busto sobresaliente, le sorprendió verla
tan diferente de la noche a la mañana, estaba convencido de que era aún la
pequeña de costras en las rodillas y tierra en los codos. Estaba ahora frente a
una jovencita llena de curiosidades.
Dentro de la casa, Alicia parecía una sombra, silenciosa como un gato.
Cuando nació Marcelo cuatro años antes, Elena ocupó gran parte de su tiempo en
cuidar de ese niño sietemesino, débil y azulado. Por lo tanto, dejó un poco de
lado las exigencias de Alicia y Elías, quienes ya estaban lo bastante grandes
como para hacer sus propias cosas, decía José. Por eso mismo, ninguno de sus
padres notó la sutil llegada de un hombre a la vida de Alicia. Nunca se
olvidará una tarde de verano, cuando el pasto recién plantado de José estaba
creciendo como mala hierba, cuando el nogal que la niña acostumbraba a subir
dejó de llamar su atención, un automóvil de esos que recientemente llegaban de
Alemania se detuvo a un costado de la acera, frente a la casa Rivera. Alicia,
sentada en el umbral de la puerta principal, leía un libro de cuentos
fantásticos mientras el vehículo apagaba el motor. Dejó la lectura a un lado
para observar discretamente las cosas que traía en su interior, llena de
incertidumbre escrutaba las extrañas cajas de todos los tamaños, las maletas
gordas de ropa y un perro que ladraba desde la ventanilla trasera.
La portezuela del conductor se abrió para ver ante ella la figura ancha
de un hombre con traje. Unos treinta años, cabellos oscuros y tez canela fueron
suficientes para que la niña quedara prendida de él desde ese momento. Lo
observaba sin inhibiciones, sus manos gruesas, su espalda amplia y sus
movimientos varoniles la atrajeron como imán al metal, sin darse cuenta que al
otro lado de la calle, Javier la miraba experimentando un odio nuevo por este
extraño personaje.
Luego de ese encuentro, el nuevo vecino se instaló en la casa contigua a
la de los Rivera. Nadie más que la chiquilla había notado su llegada al barrio,
siendo motivo para ella encerrarse en su habitación y mirar durante horas a
través de la ventana por si tenía la fortuna de verlo nuevamente sin que
sospecharan algo. Durante las noches, Alicia presenció la vida nocturna de este
hombre pareciéndole cada vez más excitante, entre los visillos de su habitación
veía claramente cómo se desvestía al acostarse, cuando se arreglaba para salir
y cuando trabajaba en su escritorio revisando papeles y otras cosas. Se dormía
imaginando que lo tocaba por todas partes, que respiraba su perfume
embriagándose de deseo, que enredaba sus piernas juveniles por esa cintura
tosca llevándola a perder el sueño sintiéndose húmeda de placer.
Pasaron muchos días en los que ella espiaba al vecino por la ventana de
su habitación, su familia aún no se percataba de que existía un hombre que
provocaba a su niña tocarse de una manera que a las hermanas de José Rivera no
les hubiera gustado nada. Sin embargo, ella mantenía en secreto su
conocimiento. Al poco tiempo después, comenzaba a hacerse muy desesperante la idea de
sólo verlo, una noche se moría de celos viéndolo cómo fornicaba con una de las
vecinas cercanas, estaba harta de reconocer entre los brazos de ese hombre que
amaba a muchas mujeres quienes al día siguiente, paseaban arrogantes con sus
esposos de la mano. Conocía perfectamente sus actitudes en la cama, agudizó el
oído sólo para escucharlo gemir y soñaba con que era ella quien lo hacía gozar.
Una tarde después de clases, Alicia se llevó la sorpresa de su vida. Al
cruzar el umbral de la entrada vio a su soñado vecino sentado en el comedor
riendo junto a su padre. Ella se quedó helada, de pie a unos cuantos metros de
ellos sin saber qué decir. Elena incitó a la muchacha para que se sentara en la
mesa y comiera acompañando a la visita, Alicia completamente roja, se sentó sin
volverle la mirada al invitado.
-Hija, quiero presentarte
a Ignacio Andrade- le dijo José sin notar su incomodidad- él es nuestro vecino
de al lado.
Alicia, casi inmóvil, sólo pudo alzar las cejas en señal de saludo.
Sentía una vergüenza enorme con sólo sospechar que él la miraba, tenía sobre
sus hombros la culpa de estar espiándolo durante semanas, de saber mucho más de
lo que imaginaban y de haberse masturbado con su recuerdo. Estaba segura que él
podía oír sus pensamientos. Sin embargo, por esos juegos del destino, José
Rivera estableció con Ignacio Andrade una amistad basada en las carreras de
caballos. Todos los días iban a escuchar algunos “datos” y partían a apostar en
las tardes. Durante las noches, José lo llevaba al bar que acostumbraba presentándole
a sus amigos de parranda, incluyendo al tuerto Isaías, un ex militar dueño de
la cantina. Ignacio prefirió no compartir con José sus aventuras ilícitas con
las vecinas del mismo barrio, era la primera vez para este intrigante sujeto
que alguien fuese tan amable en tan corto tiempo. Disfrutaba con las anécdotas
de José y de su muy peculiar forma de hablar, encontró en ese hombre de ojos
dulces un amigo de los que costaba encontrar.
Javier, por otro lado, detestaba a este hombre culpable de que Alicia
cambiara notoriamente. Odiaba la manera en que caminaba, reía y vestía. El
muchacho de quince años mantenía con Elías charlas sobre Ignacio Andrade, ambos
no conseguían aceptar esta nueva amistad de José Rivera ni la secreta devoción
de Alicia. Por lo tanto, no había momento en que no le apartaran los ojos
cuando éste se presentaba a cenar. Como dos jueces ante un condenado, Elías y
Javier lo observaban con los labios tensos. Elena se incomodaba por esta
situación y los enviaba a los dos a comer en la cocina.
Elías fue el único que sorprendió a su hermana espiando al vecino desde
la ventana de su habitación. Mientras limpiaba el jardín de la mierda de los
perros callejeros, advirtió que un cuarto de la casa contigua se llenaba de
luz, por el rabillo del ojo notó la figura de Ignacio y al tiempo que volvía la
mirada a sus quehaceres, reparó que a la misma altura, desde su propia casa,
estaba Alicia entre los visillos como una delincuente. Le tomó unos segundos
entender lo que sucedía, no pudo dormir tranquilo imaginando que su hermana
menor estaba teniendo tales actitudes. Después de todo, también para Elías ella
aún era una criatura.
Al pasar de los días, Alicia notaba que el vecino comenzaba a mirarla
diferente. Sentía sus ojos sobre ella cuando se cruzaban dentro de la casa, que
mientras su padre buscaba su saco azul para salir a la hípica Ignacio la
observaba discretamente advirtiendo que era mucho más mujer de lo que
imaginaba. Y en efecto, no estaba equivocado, esa niña poseía encantos que deslumbrarían
a cualquier hombre, una belleza y juventud excitantes y fue entonces cuando
empezó a desearla.
Una tarde durante la comida anual de los Rivera, Alicia salió de casa
para despejar su cabeza de tanta gente, estaba aturdida de política, religión y
partidos de fútbol que en nada le interesaban. Su padre, como cada año, quedaba
ebrio de vino y cognac discutiendo con sus hermanos lo errados que estaban por
no coincidir con sus opiniones. Su madre platicaba con su suegra y cuñadas
sobre recetas nuevas, temas de actualidad, de la mujer de tal fulano y los
niños, que cada vez están más desobedientes, decían.
Aprovechando esta distracción de toda la familia, la chiquilla se
aventuró a caminar por algunos lugares visitando a sus amigas para hablarles de
su amor platónico de la casa contigua. Todas educadas en colegios religiosos,
estrictamente católicos en donde las monjas pueden transformar hasta lo más
hermoso en un sacrilegio apocalíptico, encontraron esta fantasía motivo de
ganarse el infierno sin chance de salvación.
Sin embargo, estas advertencias no le preocupaban a Alicia en lo más
mínimo, para ella la salvación estaba sólo en la búsqueda del amor verdadero y
la vida sin arrepentimientos, fuera de eso eran exageraciones de mojigatas.
Decidió volver a casa cuando la luz del sol comenzaba a extinguirse, caminaba
sin prisa por la vereda cuando notó que la casa de su vecino parecía estar
sola, se preguntó si sería demasiado arriesgado saltar la reja para mirar por
una de las ventanas y ver por primera vez cómo vivía su amado de película.
Evitando los ojos ajenos, no lo pensó dos veces, pasó al otro lado con su
vestido recogido y se acercó sigilosamente a la ventana escrutando todo en su
interior. La sala principal era muy espaciosa, sin muchos muebles comprendió
que Ignacio Andrade amaba las esculturas, un sin fin de figuras abstractas llenaban
la falta de sofás y de un comedor como la gente, no vio la presencia de plantas
para dar al lugar un aspecto más acogedor como su madre decía, aún se
vislumbraban cajas sin desembalar sobre el piso y bolsas llenas de quien sabe
qué. Cuando intentó observar desde un mejor ángulo el gruñido de un perro
alertó a Alicia. A unos escasos metros, la mascota de Ignacio estaba mostrando
sus colmillos a esa intrusa de audaces modales, la muchacha no se movió, no
consiguió reaccionar ante el animal viendo aterrorizada cómo corría hacia ella.
Entonces, fue en ese momento que un silbido calmó el ímpetu del can, Alicia
levantó la vista y desde la ventana que estaba observando apareció el mismísimo
Ignacio Andrade muy serio y decidido.
-No temas- le dijo con
ternura- ese quiltro asusta más de lo que hace daño, nunca ha mordido a nadie.
La muchacha quedó sin palabras, no supo si agradecerle o disculparse por
estar invadiendo su propiedad, pero para su sorpresa él, con una sonrisa en sus
labios, la invitó a pasar. Se dio cuenta, que las facciones de ese hombre eran
mucho más dulces de lo que había visto, estaba frente a un rostro franco, ojos
luminosos y dientes perfectos. La muchacha con poca experiencia ante hombres
mayores a excepción de su propio padre, se sentía como una invasora de
privacidad, acorralando a un vecino que hace su vida sin rendirle cuentas a
nadie, ¿Por qué ella se sentía con el derecho de vigilar sus conductas a través
de las cortinas, de llevarle la cuenta de todas las mujeres que llevaba a la
cama? Ahora estaba frente a él, sin nadie alrededor, con sus padres a metros de
distancia internados en asuntos familiares, con un deseo más incontenible cada
vez que lo miraba. Sus labios color carmesí estuvieron a punto de divulgarle a
ese hombre excitante sus más indecorosos anhelos, contarle de las oportunidades
que se tocó hasta lo más recóndito del cuerpo pensando en sus sonidos, sin
embargo, no pudo más que beber de esa limonada que Ignacio amablemente le había
traído desde la cocina ahogando sus confesiones.
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