Afuera
llovía sin descanso, pero era una lluvia suave, delicada, incongruente a los
tosidos tuberculosos de los truenos resonando a lo lejos. Bebía de mi taza de
té mirando la vida ocurrir desde mi ventana como quien admira la eclosión de
una oruga a mariposa. Volteé un segundo para mirarte y dormías plácidamente sobre
mi cama, entre el revoltijo de sábanas blancas. Sonreí. Mi corazón se recogió
con violencia, igual a una ola más del océano inquieto. Me volví hacia el
jardín nuevamente y me fijé en unas margaritas bañadas por el clima, parecían
abandonadas a su suerte pero dignas gota a gota. Bajé, salí descalzo y corté
una. “Me quiere mucho, poquito, nada”, dije mientras la deshojaba. Con cierto
miedo, continué sin saber si conseguiría lo que estaba esperando. La angustia
arrancó mordiscos de mi cuerpo y cuando deshojé el último pétalo, mi sangre reanudó
su camino ante el resultado. Corrí de vuelta a la habitación para lanzarme a la
cama y abrazarte fuerte.
-¿Qué
pasa?- me preguntaste de manera somnolienta.
-Nada.
Sólo boberías sin importancia...
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