Nuestros cuerpos parecían
hechos a la medida, éramos perfectos como finas telas en manos de un sastre italiano. Su perfume
me devolvía la sonrisa extraviada en arrugas que antes no eran parte de mi
rostro, que no eran parte de mi alma. La extrañaba. Recostados sobre la cama de
dos plazas parecíamos viejos amantes reposando luego de hacer el amor de forma
pausada, tierna, de memoria pero sin perder la sorpresa. Él besaba mi frente de
vez en cuando, yo acariciaba su abdomen reconociendo con el tacto lo que sin mentiras me decía su piel en sistema Braille.
Él me hablaba, yo le hablaba,
hablábamos, dialogábamos y me di cuenta que había perdido la práctica. Cuántas noches
de sólo lamentos, gritos e improperios. Cuántas malas palabras se habían alojado sin permiso en mi garganta. Podía hablar y por primera vez en mucho tiempo me agradó mi
voz. Podía ser suave, podía ser ligera como la espuma y jugar con las
entonaciones para darle a entender cuando bromeaba y cuando no. Él sabía, entendía, y luego de reír me
besaba con ganas y su boca me pertenecía.
Entregados al letargo de
domingo, sumidos ante la renuncia de nuestros músculos cansados, yo yacía feliz
en su pecho escuchando sus latidos acompasados, convenciéndome que no existía
mejor sonido y silencio, sonido y silencio. La televisión estaba encendida
frente a nosotros, la película pasaba y pasaba en vano porque no la atendía, la
paz que me recorría las venas me tenía aturdida. Él bajó el mentón y subí la
mirada hasta sus ojos benevolentes, ojos limpios y expectantes. Un te amo se
desprendió de mi pecho, subió por mi laringe quemando todo a su paso pero se
estrelló contra mis dientes cerrados tercamente. Lo amaba, lo amaba de
verdad y aquella certeza logró ocupar todo mi cuerpo y preferí callar. Bajé la
cabeza con rapidez ocultando mi miedo como una niña.
-¿Qué pasa?- me preguntó.
-Nada, debo irme- respondí
sonando tan mecánica que pensé carecer de humanidad. Me senté en la cama
sabiendo que no me quitaba la vista de encima.
-¿No puede esperarte un poco
más?- esa pregunta desesperada me sumó una tonelada de peso justo en el centro
de mi estómago. Negué en silencio y empecé a vestirme recogiendo mi ropa
desperdigada por el suelo. Mis hijos… mis hijos y el hombre que ya no conocía
me esperaban en casa para retomar la rutina. Mañana será lunes otra vez.
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