Jamás había visto antes esa clase de dolor físico representado en una mirada roja como la lava. La joven se quedó allí, tiesa en el marco de la puerta como una estaca mal clavada. Él espetaba palabras hechas un manojo de verdades y su voz se trizaba en cada sílaba como capa de hielo bajo sus pies. Ella creyó que caería en cualquier momento y sintió miedo.
Ese hombre,
tan alto y fornido, de pronto se convirtió en un niño de diez años perdido
entre la muchedumbre. Ella quiso abrazarlo, decirle que ya era suficiente, que
la perdonara, que lo perdonaba, que borraran tantos años de opiniones mal vertidas,
ideas mal paridas, actitudes mal hechas. Todo lo que salía de esa boca
masculina eran misiles radiodirigidos al corazón causando una guerra sin
cuartel y lo entendió, por primera vez en mucho tiempo lo entendió y lo dejó
hablar dejando de lado su puta manía de intervenir como un ciego dando
bastonazos.
Luego
de que la voz de ese hombre terminara por venirse abajo en un alud de
emociones, se acomodó su bolso negro en el hombro y giró sobre sus talones para
salir por la puerta, quizás con un kilo menos de peso gracias al desahogo. Tras
él, una estela de silencio espeso igual al vapor de un barco mercante ocupó toda
la casa. La joven lo siguió con la mirada sabiendo que ni siquiera merecía
detenerlo. Él se había vuelto agua de río que debía seguir su curso. Ella movió
su boca unos segundos buscando las palabras indicadas tropezándose con lamentos
inútiles y te amos extraviados. La puerta se cerró tras él y sólo una frase
brotó imperceptible de su garganta:
-Papá,
no quiero que te vayas…
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