Estudiar Medicina era, al igual que todas
las profesiones del país en ese entonces, un privilegio exclusivo para los
varones. Las mujeres tenían su lugar, pero estaba entre las cuatro paredes de
un hogar criando niños, limpiando pisos, cocinando la cena para el marido que
llega cansado del trabajo. Ese era el curso normal de la vida, así debían ser
las cosas tanto para mí como para todos los hombres cortados por la misma navaja
del tradicionalismo. Pero llegó ella, llegó ella para cambiarlo todo un día
lunes de mañana lluviosa, con sus cabellos oscuros adheridos al rostro y una
tensa línea en su ceño. Todos en el salón nos quedamos en silencio, el tiempo
parecía haberse congelado como también mi sangre que se detuvo a mitad de
camino.
-Saluden a su nueva compañera- dijo el profesor
con incómoda amabilidad. El silencio no se rompió ni con un solitario carraspeo.
Ella sonrió tímidamente, pero esa mezcla entre vulnerabilidad y desafío en su mirada
me golpeó las convicciones depositadas en cada uno de mis testículos.
La muchacha tomó asiento en primera fila
con propiedad, justo a un pupitre de distancia de mí y me sentí agraviado. No tenía
por qué estar allí, creyendo que podría desplegar las mismas capacidades que
yo, ¿qué mierda estaba pensando? ¿Convertirse en una neurocirujana? ¿Dónde se
había visto semejante falacia? Debía estar en su casa, cuidando críos, curando sólo
rasguños y no convencida de realizar complicadas cirugías. No podía permitir
que una mujer invadiera nuestro territorio. Apoyado por algunos compañeros tan
ofendidos como yo, decidimos incentivarla a abandonar su propósito, dejar la
universidad y volver a su seno familiar de donde jamás debió haber salido. Le dejábamos
notas amenazadoras entre sus libros, en su bolso, la intimidábamos en los
pasillos apenas teníamos la oportunidad y le boicoteamos algunos de sus trabajos
buscando doblegarla. Sin embargo, ella siempre llegaba temprano cada jornada, con
la misma mirada de desafío y determinación en sus ojos castaños como si nada
hubiera pasado.
No sabría explicar qué mierda pasó conmigo,
pero esa joven, esa perseverancia y valentía suya, removía algo más que mis machistas
ideales. Quería que renunciara, que no creyera que podía llegar a ser igual que
yo, que eso iba contra la naturaleza, y aún así me detenía por largos minutos a
observarla sin que lo notara. Me desconcentraba la idea de dominarla. Ella levantaba
la mano en cada pregunta efectuada por el profesor, respondía correctamente y
luego repetía el patrón una y otra vez. Me sentía tan poca cosa en las clases
que apretaba mis puños con fuerza y deseaba con todo mi corazón ponzoñoso
cerrarle la boca por insufrible.
-No puedes negar que la chica es buena- me
dijo uno de mis compañeros mientras bebíamos un trago. Sus palabras me llevaron
a fruncir el entrecejo y apurarme un sorbo desde mi copa.
-¿Te imaginas una mujer como médico? ¡Luego
querrán ser políticos! ¡Hay que ponerlas en su lugar antes que se subleven
todas y nos menosprecien! ¡Los jefes de hogar somos nosotros, no ellas, carajo!-
dije yo, vapuleado por la efusividad del alcohol.
Aquella noche me embriagué bastante. Después
de esa reunión en un bar cerca de la universidad, salí a tropezones, molesto
por la conversación. Un tiempo a esta parte, esa nueva estudiante acaparaba nuestras
charlas y eso me salaba horriblemente las venas. Caminé por la avenida
principal sin rumbo claro. La noche estaba fría, el viento se colaba por mi
chaqueta y vaho denso salía de mi boca borracha. Pensaba en ella, en cómo
sonreía al conversar con algún maestro de la facultad, cómo se ubicaba un
mechón de cabello tras el oído, cómo se ajustaba la bufanda en su cuello y
acomodaba su bolso en el hombro. Me molestaba todo en ella aunque
silenciosamente me tenía fascinado.
Al girar en una esquina, entre mi nublada
visión y el velo negro de mi rechazo, reparé en una pareja que conversaba en la
salida de la universidad. Me di cuenta que se trataba de ella y en mi estómago revolotearon
cientos de mariposas en llamas. No supe por qué pero me oculté tras un árbol
para espiarlos. Platicaban con desenfado, la joven lanzó una breve carcajada y
eso me descompuso por dentro. Una mezcla entre odio y celos me ahorcaron por el
cuello. No cabía en mi propio cuerpo. Resoplé como un toro y esperé hasta que
terminaran de platicar. Ella se alejó del inmueble, sola y como siempre
abrazada a sus libros. Yo la seguí sin saber muy bien lo que quería hacer. El sonido
de sus tacones me golpeaba los tímpanos volviéndome ansioso. Superado por rabia
y mi herido egocentrismo, apuré mis pasos aprovechando que en esa calle no
había nadie cerca, sólo la penumbra de la noche temprana. Cuando estuve a sólo
un metro de distancia, la tomé del brazo arrojándola contra un muro. Sus libros
cayeron estrepitosamente al suelo. Le cerré la boca con mi mano evitando que
gritara. Ella, al ubicar sus ojos sobre mí, la luz de certidumbre en ellos me
abofeteó la cara. Fue como si supiera que tarde o temprano nos encontraríamos
en esas circunstancias.
-¿Qué te has imaginado, puta? ¿Por qué no
renuncias todavía?- le pregunté cerca del oído, tratando de obviar el exquisito
perfume que emanaba de su cuello.
-Te atreviste al fin a enfrentarme solo, ¿ah?-
contestó, con un dejo de burla en su tono de voz. No me tenía miedo y eso me
enojó mucho más.
-No seas ingenua. Nunca serás médico. En
este país no permitiremos que mujeres, limitadas y débiles, hagan lo que nos
corresponde a nosotros… ¿Te ves salvando una vida?
-Me veo incluso salvando la tuya- me espetó,
decididamente. Comprender que no conseguía mi cometido de asustarla, me
desinfló la ira como un globo pinchado. Me alejé un par de centímetros para
mirarla mejor. Tuve que admitir que era hermosa. Ojos penetrantes, labios
gruesos y piel blanca y lozana. Tuve el incontenible deseo de tocarla, y así lo
hice. Posé mis manos en su busto y apreté con firmeza sintiendo que lava volcánica
bajaba hacia mi entrepierna. Ella, por su parte, no se mostró perturbada ni
temerosa a mi contacto, me sostuvo la mirada insolente todo el tiempo y eso me frenó
con cierta vergüenza. Los pasos de un tercero me hicieron apartarme de golpe,
jadeando como si hubiera corrido varios kilómetros. La joven no dijo nada, ni siquiera
pidió ayuda o me lanzó una puteada. Nos quedamos allí, observándonos unos
momentos antes de que me obligara a mí mismo a salir corriendo…
Cuando
la vio supo quien era al instante, como si hubiera recibido un rayo de luz
fulgurante. Sus miradas se cruzaron unos segundos pero la de ella lo traspasó
como si fuera un insignificante recipiente de cristal. Aquello le cercenó las
entrañas y apretó su mandíbula de la vergüenza y el arrepentimiento. Quiso
decirle tantas cosas pero sus palabras, o bien querían salir todas en tropel y
no pudo ordenarlas o simplemente no existieron en su garganta. Se quedó mudo,
creyendo que toda el agua del mundo destilaba de sus manos. Recordó cómo la
había conocido, cómo la había maltratado, rechazado, incluso amedrentado. Recordó
que hacía treinta años que no la veía pero a pesar de las finas arrugas que le
marcaban el contorno de sus ojos, seguía siendo la misma muchacha valiente que cruzó
el umbral del salón de clases.
Ahí
estaba ella, vestida con un delantal verde y guantes de látex que se retiró al
momento de salir del quirófano. Él comprendió que el destino se había encargado
de poner todo en su lugar porque no logró ser médico, pero aquella muchacha sí.
Una de las primeras doctoras del país. Él no pudo hacer nada por su hija accidentada,
pero ella sí, le había salvado la vida justo a tiempo. Al verla acercarse y
retirar de su rostro la mascarilla para dirigirse a la familia, sus mejillas
reventaron en un rubor excesivo. No supo si lo había reconocido, después de
todo él había engordado y perdido cabello. Fue su esposa quien habló con ella y
la abrazó agradecida de haber intervenido a la pequeña con éxito. Él no supo
qué hacer quedándose clavado en el piso como una estaca. Cuando pudo al fin reaccionar,
la vio perderse en el pasillo entre los pacientes. Corrió tras ella sin
importarle los años a cuestas. Al alcanzarla, tuvo un breve flash back al
intentar cogerla del brazo, prefirió finalmente tocarle el hombro. La doctora
volteó y de forma dubitativa frunció el ceño al verlo.
-¿Te…
acuerdas de mí?- le preguntó el hombre con voz resquebrajada. Ella, en cambio,
mantuvo la expresión de su rostro serio e impasible. – Fui tu compañero en la
universidad…- Nada. Ninguna respuesta de su parte. Él se puso mucho más
nervioso. Sollozó sin poder evitarlo- Sólo quiero que sepas que te agradezco el
haber salvado a mi hija, y perdón… perdón por todo lo sucedido en el pasado.-
dicho esto, giró sobre sus talones para volver a la sala de espera, derrotado.
-Te
dije que algún día salvaría tu vida ¿no?- habló ella de repente deteniéndolo a
medio pasillo. Su voz quedó flotando unos segundos sobre sus cabezas. Agregó- Y
perder un hijo es casi igual que morir. Cuídala… y déjala que sueñe, como lo
hice yo hace ya tanto tiempo.
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