Su voz,
cómo olvidar su voz de niña grande, con la que gritaba a los cuatro vientos que
no quería ser como su madre. Yo reía, la amaba y me reía, la miraba por horas y
podía ser ella una perfecta fotografía. Toda su figura era de otoño, tenía el
dorado del ocaso en su boca y el perfume de tierra húmeda en la piel. Qué ganas
de haberla conservado así toda la vida, sin los surcos de la angustia en el
rostro ni los agujeros que se abren en el pecho debido a la pena.
Como un
poeta esperanzado traté de sanar sus heridas con mi prosa maldita, sólo
conseguí envenenarlas y convertir nuestras lágrimas en sangre que supura como
pus de la carne infectada. No fue mi intención escribir esos párrafos que
inventé, no quise relatar esas historias que volvieron su esencia en puro humo
entre mis dedos. Es etérea, como los ángeles protectores que luego brillan por
su ausencia. ¿Qué hago ahora con todo lo que manché? ¿Qué se supone que rezaré
ahora para limpiar mi insolencia y transformarla en reverencia?
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