Francia
Segunda Guerra Mundial.
Junio, 1940
El
rostro de los franceses se había contorsionado en un gesto de total miedo y
desesperación. La noticia de que los alemanes llegarían en tropel a invadir la
capital, provocó que los habitantes huyeran en multitudes abandonándolo todo,
luchando en las estaciones de trenes por una oportunidad de alejarse del
peligro hacia horizontes más neutros. Los aliados estaban en pugna. El dictador
italiano Mussolini, no estaba contento luego del desaire de Hitler al no
concederle sus peticiones como parte de la ganancia teniendo que conformarse
con migajas. Sin embargo, la testarudez italiana tomó las riendas de sus
actitudes bombardeando Lyon al primer descuido y demostrar su poder. París ya
estaba con sus muros delgados, vulnerable, por lo tanto, los soldados italianos
actuaron por su parte como una forma de recordar al mundo que ellos también
sabían pelear y merecían una buena parte del pastel.
Giuseppe
Pagliuca sentía sus manos húmedas al empuñar su arma. Maldijo esos kilómetros
que tuvo que recorrer junto a su compañía, maldijo los caminos de tierra
dispareja, las dunas pronunciadas y al detenerse en uno de los pueblos
aledaños, se quitó las botas de reglamento para descansar sus pies. En sus
oídos retumbaba la molestia de su oficial superior al recibir las nuevas
órdenes por radio. Parecía que a esas alturas todo estaba contradiciéndose.
Instrucciones iban y venían como una lluvia de meteoritos consiguiendo
confundirlos aún más. El teniente a cargo de la Escuadra, cortó la comunicación
masticando su tabaco con mayor fuerza.
-¿Qué
carajo cree que hace, soldado?- se dirigió a Giuseppe- ¡Esto no es un paseo por
el campo! ¡Vuelva a calzar sus botas y póngase de pie, debemos continuar!- Todos
los uniformados se incorporaron de un brinco, acomodando su equipo en la
espalda que pesaba como la vida misma- ¡El bombardeo a Lyon aún no concluye!
¡Tenemos órdenes de avanzar hacia el este y ocupar Menton!- al decirlo, su cerebro
de militar preparado calculó que serían cerca de cinco horas de viaje. Debían apresurarse.
-¡Sí,
señor!- respondió el grupo a una sola voz.
La
energía de la soberbia y la vanidad de enaltecer a una ofendida Italia envenenó
la sangre de Pagliuca. Sus ojos estaban cubiertos por una venda de odio
absoluto: quien no fuese compatriota suyo merecía morir por indigno. Estaba tan
lleno de ese pensamiento que rumiaba ansioso por apretar del gatillo. Debido a
esto, tomaron atribuciones exageradas como la de disparar a voluntad a todo lo
que se moviera fuera de la fila. La compañía a la que pertenecía Giuseppe,
estaba compuesta por quince jóvenes italianos que no superaban los veintidós
años de edad. Muchos de ellos aún mantenían los rasgos infantiles en sus facciones
como también el arrebato impredecible de la adolescencia. Esto último, resultaba
ser una valiosa virtud en un soldado raso. Para la guerra sólo hacían falta
agallas y sangre fría.
El
avance por la ciudad fue cauteloso. Por orden del teniente, se replegaron por
los rincones buscando amenaza enemiga de manera casi paranoica. Si bien las
fuerzas francesas eran mucho más débiles que las italianas, no debía ser motivo
para confiarse. El bombardeo se escuchaba a lo lejos, el granizo explosivo
iluminaba el cielo nocturno y Giuseppe se infestaba de adrenalina. Peinaron los
terrenos tratando de ser agudos e intrépidos. Muchos de los conscriptos tenían
afición a la milicia, pero otros eran tan torpes que muchas veces retrasaban a
la Escuadra consiguiendo el mal humor del oficial a cargo.
Aquella
noche resultaba ser muy calurosa. Las frentes perladas de sudor de los
soldados, daban clara muestra de la humedad que reinaba en la región. El cielo estaba escampado, la luna nueva
colgaba con desfachatez tornándolo todo plateado con su brillo de alma en pena.
El sonido del río que bañaba la ciudad francesa llamaba a los uniformados a
refrescarse pero sabían que era demasiado arriesgado. De seguro, centenares de
ojos enemigos estaban posados en De Rhône
para reventar cabezas forasteras. Si tan sólo volvieran a Italia… ese avance
sólo era justificado por el ego herido de un hombre. Resultaba innecesario
apoyar un ataque en esas tierras, no tenía sentido, no estaban bien preparados
para ello; lo sabían pero nadie dijo nada.
La pasividad que se respiraba en ese momento era
inquietante. Ni una sola alma por esas avenidas, ni un perro callejero, ni una
luz llenando una ventana. Eso le daba mala espina a Giuseppe Pagliuca, quien se
quitó su casco para rascarse la coronilla con impaciencia. De pronto, un filoso
silbido lo hizo sobresaltarse. Una bala había pasado por un costado de su sien
a sólo milímetros de dar en el blanco y se estrelló en el asfalto. Toda la
compañía se arrojó al suelo buscando refugio, sorprendidos por un ataque
repentino que parecía venir de todas partes.
-¡Cúbranse, maldita sea!- gritó el teniente. La
tropa se esparció sin orden alguno. Las explosiones lograban liarlos y sentir
el temblor de la tierra bajo sus botas los alteró perdiendo la noción del
tiempo y el espacio. A pesar de la gran desventaja, los franceses no se rendían
sin pelear y eso los convertía un digno contrincante- ¡Debemos cruzar el
puente! ¡Aquí estamos expuestos!
Giuseppe no veía diferencia alguna. Estaban en
Francia, cualquier lugar era sinónimo a exposición y amenaza. No eran
bienvenidos y el apoyo alemán era algo cuestionable. Esos amantes de la raza no
buscaban amistad en sus simpatizantes sólo servicio, y esperar una ayuda en
momentos como ése era un pensamiento sumamente iluso. El oficial, como un
guerrero medieval, se incorporó y guió a sus hombres hacia el puente Lafayette, sorteando las balas. Giuseppe
no podía ver muy bien a causa del humo que invadía el ambiente. Tosió un par de
veces, empuñó su arma con fuerza y salió corriendo junto a los demás
sintiéndose como un plato servido sobre una larga mesa. El italiano no tenía
idea hacia dónde se dirigían, por lo visto en su brújula segundos antes, debían
estar atravesando hacia el oeste y continuó sin demora. Escuchaba los llamados
de algunos de sus compañeros heridos por el camino pero no se detuvo, brincaba
sobre ellos, debía salir de allí y llegar vivo del otro lado.
-¡Pagliuca!- A pocos pasos de distancia, un soldado
huía de los proyectiles franceses tratando de alcanzar a Giuseppe, quien decidió
detenerse unos instantes para esperarlo. Su carrera era irregular gracias a la
herida en su pierna y el excesivo peso del equipo sobre sus hombros. Ese
muchacho nunca se había destacado por la destreza física, el hecho de que fuera
el traductor de la compañía y el intérprete de los mapas siempre lo mantuvo al
margen del conflicto. No obstante, al llegar casi a la mitad del puente, una
bala certera le atravesó el cuello limpiamente. Su sangre saltó como agua de un
géiser sobre el rostro espantado de Pagliuca, quien vio cómo caía de bruces a
sus brazos. Aquellos gemidos guturales, la perforación en su yugular y el
movimiento de su boca en búsqueda de oxigeno, asquearon al joven como nunca
imaginó. Miró al herido a los ojos sin poder ocultar su terror.
-Lo siento…- dijo Giuseppe, asustado. Y así sin más,
se zafó de él para seguir corriendo. El chico tenía veintiún años de edad, y
entre el horror de la guerra había olvidado que eran mejores amigos.
2 comentarios:
Te felicito Andrómeda, interesante relato que fui vislumbrando en la retina como un film, maldito y penoso a la vez.
Saludos amiga bloguera, y no dejes de escribir!
Un abrazo,
Laura B.
sebast: en fin solo hace falta sangre fria ... pero yo no la tengo ...
aqui ha pasado de todo. y por mas que deseo luchar, yo ya no quiero. solo me mantiene en pie los recuerdos de los que algun dia fuimos parte.
slds.
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