No
había logrado salvarlo. Por más que luchó en ese enfrentamiento sin cuartel,
pudo sentir bajo el desfibrilador cómo los latidos de su paciente se iban apagando
como una ahogada llama sin oxígeno. La joven trató de evitarlo, trató de convertirse
ella misma en una corriente eléctrica y recorrer sus venas hasta el corazón
pero nada pudo hacer, y las lágrimas huyeron de su fortaleza sin permiso. Ella las
barrió de un manotazo torpe y salió del quirófano empujando con sus brazos el
aire espeso.
Aquella
tarde llovía. No era una lluvia común, eran gotas pesadas que caían como rocas
en un tejado de metal causando alboroto. Así las sentía ella golpeando su
cabeza. Condujo su camioneta ciega de llanto hasta ese rincón que era suyo,
privado, a un costado de la estrecha carretera. Estacionó entre los arbustos y
descendió respirando a todo pulmón la humedad del ambiente. Sin pensarlo
demasiado, se cambió de ropa quitándose la bata blanca para calzarse su traje
de buceo negro a su delgado cuerpo. Cogió su tabla que siempre llevaba en la
parte trasera, cruzó la breve distancia hacia las arenas mojadas de la playa y
admiró el mar unos segundos. Le encantaba imaginar que el océano la estaba esperando
como cada día de lluvia. Sí, la joven doctora sólo surfeaba en días de lluvia…
y cuando su pecho ya no resistía más los embistes del dolor.
Se
lanzó al agua recostándose con maestría sobre la tabla. Braceó elevándose sobre
las olas como parte del perfecto paisaje. Veía el cielo tan cerca que bien
podía besar las nubes de haberlo deseado. Sus lágrimas eran lamidas por el fuerte viento y eso era lo que estaba buscando. Estaba cansada de limpiárselas con las
manos manchadas de sangre. Se deslizó en la primera ola experimentando la
velocidad, el vértigo y las microscópicas gotas salpicando su rostro. La marea
estaba inquieta, tenía ese color amenazante del plomo fundido pero no le
importó, fue por la siguiente, luego la siguiente, hasta que sus piernas
temblaban aferrándose a la tabla bajo sus pies con inseguridad. La repentina
rabia del mar la traicionó y el oleaje se desembarazó de ella como un toro salvaje
de su jinete. La muchacha fue cubierta por una sábana de agua volviéndose todo
confuso, turbulento, sometida a los antojos de un remolino caprichoso. Muchas imágenes
destellaron en su mente… sangre, jeringas, mascarillas, miradas doloridas, reproches,
gritos, abrazos… todo un resumen de su vida como terca doctora enemiga del
destino.
De
pronto, cuando el agua salada comenzaba a entrar de lleno a sus pulmones, la
forma de un bote en la superficie sobre su cabeza apareció de la nada. Un
segundo cuerpo se zambulló, la tomó por la cintura y tiró de ella para sacarla
de allí. A viva fuerza, cayeron a una cubierta tosiendo sin parar. La joven,
con sus ojos doloridos y visión todavía borrosa, reparó que se trataba de un
bote de la Guardia Costera. Sonrió para sus adentros. Ya la conocían por su
deporte en días de lluvia y desolación.
-¡Por
favor, doc! ¡Le he dicho mil veces que no surfee cuando llueve de esta manera!-
le reclamó el salvavidas cubriéndola con una gruesa toalla blanca. Ella sólo lo
miró con sus pupilas rotas- ¿Qué ha pasado?
-Perdí
a un paciente hoy. Es el primero al que no logro salvar… - dijo entre los
espasmos de su llanto. El salvavidas se enterneció al oírla y la abrazó para
evitar que se desmoronara a pedazos.
-Yo
también he perdido... a varios, de hecho…- le respondió en voz baja- pero hoy la salvé a
usted. Mañana será otro día.- y la joven, sin decir nada, apoyó su cabeza en su
pecho sintiéndose confortada. La lluvia seguía cayendo con fuerza.
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