Maldito
destino
San
Felipe, Chile, enero de 1958
Con su rostro golpeado, labios
sangrantes y ojos llorosos, Carmen había ido a constatar lesiones al Juzgado
del Crimen de San Felipe. Dentro del ajetreo de la oficina y con el calor
sofocante de ese enero infernal, la mujer se mostraba lánguida, a punto de
desfallecer. Un oficial de turno se apiadó de ella y le sirvió un vaso de agua
mientras esperaba en un rincón olvidado junto a un helecho medio muerto.
Carmen se miraba las manos
temblorosas. No podía recordar cuándo se había ido todo al carajo en su vida.
Tenía recién veinticuatro años y sentía que había vivido por lo menos cincuenta
de pura pena y desesperación. Cerró sus ojos y junto con sus lágrimas cayeron a
su regazo recuerdos nefastos. Su matrimonio, su horrendo compromiso con José
cuando aún era una niña. Esa asquerosa noche de bodas donde, sin ningún
cuidado, la había desflorado como quien destapa un caño y sigue bombeando.
Tenía apenas catorce años y, año tras año, dio a luz sin control hasta tener a
su octavo hijo en condiciones paupérrimas. Su cuerpo se había convertido en un
estropajo que a nadie le importaba.
Desde uno de los despachos, un joven
oficial asomó su cabeza para llamar a Carmen e invitarla a pasar. Ya era pan de
cada día ese tipo de denuncias en aquel lugar. Tenían alrededor de cien
acumuladas, todas por lesiones provocadas por maridos autoritarios y ninguna
solución en el corto plazo. La denunciante ingresó con timidez y tomó asiento
tan lentamente que parecía flotar en el ambiente. Una vez acomodada, Carmen
alzó su mentón raspado como quien espera una sentencia de muerte. El oficial,
al verla, quedó paralizado por unos segundos. Le costó reconocerla, sus rasgos
infantiles habían sido pulidos y ahora estaba frente a una mujer de rostro
ovalado y cuello elegante. El relámpago de la memoria le atravesó la cabeza de
lado a lado. Aquella muchacha era hija de unos inquilinos de su padre en la
hacienda, debían de tener más o menos la misma edad y la recordó corriendo por
entre las huertas como una pequeña gacela. Esa comparativa lo hizo ponerse
nervioso, se removió en su sitio y carraspeó para volver al presente de manera
brusca.
- -Buenas tardes, soy el oficial Javier Villablanca- dijo
con voz contenida - ¿Puede decirme su nombre para el registro, por favor?
- - Carmen Salinas- respondió la afectada, desprovista de
emociones. Él ya lo sabía.
- -Viene a realizar una denuncia, ¿no es así? - inquirió
Javier, escribiendo con mayor velocidad. Carmen asintió en silencio y tragó
saliva que le supo a metal.
El joven se sorprendió a sí mismo al
no olvidar esa voz angelical que poco había cambiado. Aquellas tardes de
primavera, durante la cosecha de los primeros frutos aromáticos, la niña Carmen
cantaba tocando su guitarra. Él, montado sobre un caballo junto a su padre, la
escuchaba desde la distancia sintiendo que su sonrisa no podía ser más ancha y
plena. Le encantaba esa chica y era su secreto. Cada vez que la observaba
oculto de miradas entrometidas, le parecía lo más bello que jamás había visto.
Graciosa, talentosa, llena de vida.
- -Si quieres, llévatela a los matorrales – le había
dicho su padre guiñándole un ojo – Esa potranca ya está en edad de merecer.
Esa sugerencia había asqueado a
Javier y sintió pena al saber qué clase de patrón había sido su viejo. Tal vez
tenía decenas de hermanos bastardos muertos de hambre por el pueblo, mientras
él tuvo una excelente educación y gozaba de un empleo bien remunerado. Sacudió
la cabeza en un esfuerzo de olvidar esa escena y suspiró para concentrarse en
lo que Carmen tenía que decir.
- -Mi esposo se llama José Ahumada, es un trabajador
agrícola - comenzó ella, hablando con el típico acento de campo que enternece
hasta las puteadas. - Nos casamos hace diez años. Tenemos ocho hijos.
- -Disculpe, señora Salinas, ¿escuché bien? ¿Dijo ocho?
- -Me escuchó bien- aseveró la chica. Al sonreír
irónicamente, su labio inferior volvió a sangrar desde la comisura izquierda.
Javier le apuró un pañuelo limpio. Ella lo aceptó y continuó: - No fue por
haberlo deseado, señor Villablanca, fui forzada a tener relaciones cuando él
quería, estando enferma, dolorida, incluso recién parida… a él no le importa
más que su propio placer. Después de dar a luz a mi último hijo, el doctor del
pueblo habló con nosotros y, a pesar de que José se opusiera rotundamente, él
insistió en esterilizarme debido a mi estado físico. Luego de eso, si mi vida
ya era un infierno, todo empeoró aún más.
Javier la observaba con atención.
Notó que sus dedos femeninos se mostraban algo amoratados y todavía callosos por la guitarra que
alguna vez tocó tan hermosamente. Lamentó la condición en la que se encontraba,
lamentó haberla perdido de vista tantos años, lamentó que el concepto de amor
en ella hubiera sido ultrajado. Sin quererlo, la rabia lo llevó a empuñar las
manos al punto de volver blancos sus nudillos. Carmen siguió con su relato.
- -José se volvió loco después de mi operación. Comenzó a
beber más, a imaginar más cosas, a golpearme con mayor fuerza. Me gritó en la
cara que me había esterilizado para andar culeando
con otros hombres sin preocupaciones, que quizás cuántos de los críos que
teníamos no eran suyos, que era solo una puta… en fin. – el joven oficial del
Juzgado anotó todo con una letra casi ilegible. Sentía que su pluma se había
vuelto una espada y algo despertó en su interior, algo tan profundamente
dormido que lo estremeció cual dragón a una caverna.
- -¿Estos golpes fueron propinados por su esposo el día
de hoy?
-No, anoche. Volvió tan borracho y aburrido, que se
entretuvo buscando infidelidades mías cuando sólo las hay suyas- aquella afirmación
resignada de Carmen entristeció a Javier. Él intentaba mantenerse profesional,
inalterable e imparcial, pero con todas esas mariposas en llamas pululando en
su interior, sabía que le resultaría una tarea imposible.
- - ¿Usted le dijo algo sobre sus infidelidades?
- - Sí, me quejé de las que compartían la cama con él. Le
pregunté por qué tenía el derecho de mirar y estar con otras, mientras yo
cumplía con mi papel de esposa. - Javier imaginó la respuesta del esposo como
si estuviera escuchándolo – Me dijo que era una inútil ya que no podía
darle más hijos, y que: “por ser hombre,
no tengo nada que perder. Tú eres mujer, puedes perderlo todo”. – Y cuánta
razón tenía al decir eso. El esposo era el rey del Rancho, nada más. El
prestigio del hombre y del huaso aumentaba con las relaciones extraconyugales,
pero si la esposa era infiel, quedaba totalmente desamparada y juzgada ante la
ley.
- -Después de golpearla, ¿qué sucedió?
- -Se fue al bar a seguir tomando, supongo.
- - ¿Todavía no vuelve a la casa? – Carmen se encogió de
hombros y extravió su mirada en dirección a la ventana del despacho.
Algo en su semblante había cambiado.
Su ceño, antes sumiso y tímido, se había endurecido marcando cada ángulo de su
rostro. El oficial reparó en el cambio, pero se limitó a seguir escribiendo la
denuncia lo más fiel posible a lo relatado. Tomó los datos del esposo y envió
una patrulla en su búsqueda. Carmen se mantuvo con el mentón erguido, parecía
una niña regañada por el director de la escuela. Javier apretó ligeramente los
dientes al comprender un detalle: “Dudo
que haya ido siquiera a la escuela”, pensó.
Le agradeció su honestidad
ayudándola a ponerse de pie. Le hizo saber que lo encontrarían y que al menos
podría encarcelarlo un par de noches por asalto y obligarlo tal vez a pagar una
multa, pero no podía ordenarle que abandonara el hogar. Carmen dejó caer sus
hombros mostrándose decepcionada. Miró al joven por primera vez directo a los
ojos en un gesto indescriptible. Javier no pudo evitar el rubor en sus
mejillas. Quiso pedirle perdón ante el hecho de tener las manos atadas, pedirle
perdón porque estaba seguro de que después del encarcelamiento, José se
ensañaría más con ella y la vería por el pueblo nuevamente maltratada.
- -Le avisaré una vez encontremos a su marido, ¿está
bien? – dijo casi en un susurro. Carmen ni siquiera se mostró interesada en
eso. Le agradeció tan secamente que sonó a insulto, y salió del Juzgado
perdiéndose entre la gente y el polvo.
****
A la mañana siguiente, los golpes en
la puerta principal de su casa sacaron a Javier de un sueño incómodo, lleno de
imágenes torcidas y desagradables. Con la modorra de una noche de mierda, abrió
bruscamente para ver en su umbral a dos agentes faltos de aliento. Ya tenía la
experiencia suficiente como para adivinar que sus caras eran fiel reflejo de
malas noticias.
- - ¿Qué pasa?
- -Necesitamos que venga con nosotros, don Javier- dijo
uno de ellos. El aludido asintió. Entró unos momentos para vestirse y salió a
toda prisa siguiendo a los agentes hasta el carro en dirección oeste.
En las cercanías de la taberna del
pueblo, a varias calles del Juzgado del Crimen, un grupo de curiosos miraba con
morbosidad un bulto que interrumpía la corriente del agua de una acequia.
Javier Villablanca, al llegar, se abrió paso entre los presentes ordenando
alejarse de allí para evaluar la situación. Para su horror, un cuerpo de
espaldas estaba atravesado en la zanja como si fuera un perturbador puente. El
joven oficial lo reconoció como muchos de los que estaban allí. Cómo olvidar a
ese hombre de cara curtida y ojeras prominentes, cómo olvidar a ese hombre si
fue él quien sacó a Carmen de su hacienda con promesas huevonas de cuidado,
fidelidad y estabilidad. Era José Ahumada, parecía un muñeco de trapo mal
sentado. Su cabeza estaba inclinada hacia un lado y Javier notó una línea
morada atravesando el cuello, como si lo hubieran ahorcado.
- - Comuniquen al Laboratorio de Medicina Técnica en
Santiago, que vengan cuánto antes – dijo finalmente el joven. - ¡Y ustedes,
manga de zánganos, aléjense de aquí o pasarán la noche en el calabozo!
Tras la orden, los curiosos se
replegaron y se fueron en distintas direcciones, pero no cabía ninguna duda que
repartirían la escabrosa noticia y volverían acompañados en poco rato. Una vez
solo, Javier barrió el lugar con la mirada. Trató de caminar despacio entre las
hojas, no quería borrar ninguna evidencia que pudiera ser importante para los
especialistas. Dedicó largos minutos a la observación de ese cuerpo flaco. Notó
que una cierta satisfacción le calmó la rabia. El destino se había encargado de
hacerle pagar a ese imbécil todas sus faltas.
Cuando se disponía a dirigirse al
domicilio de Carmen Salinas para informarle del hallazgo, algo en el agua le
llamó la atención. Si bien la corriente no era muy lenta, el agua no estaba
turbia por lo que logró distinguir una especie de alambre grueso atajado en una
piedra. Javier caminó hasta el objeto y lo sacó con cuidado para verlo de
cerca. Al darse cuenta de lo que era, no pudo evitar enrollarlo con torpeza y
guardarlo en el bolsillo de su saco.
- - ¿Todo bien, don Javier? – le preguntó de pronto uno de
los policías más jóvenes. El aludido llegó a saltar.
- - Sí, sí, que se apuren los del Laboratorio. Yo me
ocuparé de avisarle a la familia para el reconocimiento del cuerpo. – su
respuesta se oyó más ruda y nerviosa de lo necesario. Sin más que agregar, Javier
giró sobre sus talones y se dirigió hasta el Juzgado para encerrarse en su
despacho.
La noche tardaba en llegar gracias a
ese verano resplandeciente que llenaba el cielo y calentaba el aire. El pueblo
poco a poco guardaba silencio en las casas, pero en las cantinas aumentaba el
ruido y las peleas absurdas. Estaba en boca de todos la muerte de José Ahumada.
Era lo más perturbador que había sucedido en ese pueblo tan chico. Muchos
especulaban que había sido un ajuste de cuentas debido a sus problemas de
dinero, otros le echaban la culpa a una simple pelea de borrachos; sin embargo,
algunos sospechaban de la esposa o de alguna de sus amantes como un arrebato de
celos. “Ya saben lo que dicen: las
mujeres las carga el diablo”, bromeaba un viejo campesino desdentado, al
tiempo que empinaba el codo bebiendo de su vino.
Javier estaba sentado en su
escritorio de trabajo con una torre de denuncias frente a él. Las había
extraído todas desde su archivador y con gran pesar contó más de las que
esperaba. Muchas mujeres, muchos maltratos, muchos abusos que la ley ignoraba
porque estaba fuera de su alcance, lo que pasaba entre las cuatro paredes de un
matrimonio no tenía por qué incumbir al resto, así eran las cosas. Recordó la declaración
de una mujer mayor y la resignación ante su destino: “Mi abuelo golpeaba a mi abuela, mi padre a mi madre y mi marido a mí.
Así es la vida de la mujer de campo”. Javier cerró sus ojos con fuerza. No
podía aceptarlo. Con un movimiento distraído, extrajo desde su bolsillo el
largo objeto encontrado en la acequia. Lo observó con paciencia notando
pequeñas marcas rojas de sangre que el agua no pudo barrer. No le cupo duda que
era el arma homicida.
Ya entrada la medianoche, cuando el
suave rocío salpicaba la hierba, Javier condujo su vehículo hasta el domicilio
de Carmen Salinas. Agradeció que aquellas calles rurales no contaran con
alumbrado público, sólo el interior de las casas tenía luz y en algunos casos
eran velas. El joven estacionó frente a la humilde morada, comprendiendo que no
era lugar para criar ocho hijos. Sintió en carne propia la pobreza y la
desesperanza. Frente a la puerta, golpeó tres veces y después inhaló profundo
sin saber muy bien qué decir ni hacer.
- - ¿Quién es? - preguntó la muchacha desde el interior.
- - Javier Villablanca- respondió el recién llegado.
Pasaron unos segundos para que Carmen abriera y lo dejara pasar. Javier paseó
la mirada rápidamente por el lugar. Una pequeña sala que hacía de comedor y
cocina a la vez, una mesa con cuatro débiles sillas que de seguro turnaban a la
hora de comer, un par de velas en el centro que iluminaban escasamente el
interior y dos ollas ennegrecidas colgaban en una pared. Una vez más, la realidad
abofeteó a Javier en pleno rostro.
- -Ya sé lo que viene a decirme- dijo Carmen rompiendo la
pausa. – José está muerto ¿no?
- -¿Cómo se enteró?
- - Pueblo chico… - aludió ella viéndose mucho más niña a
la luz tenue.
- - ¿Cómo se siente?
- - ¿Y cómo espera? Deshecha, por supuesto – dijo, pero por
supuesto que Javier no le creyó. No veía nada de eso en su expresión. Observó
sus manos y reparó que las tenía metidas en los bolsillos de su delantal sucio.
Su voz como oficial del Juzgado del Crimen le hablaba de manera firme a los
oídos, que cumpliera con su deber. La voz del niño enamorado de la campesina,
en cambio, le gritaba al corazón otra cosa.
- -No tienes para qué mentirme, Carmen – esa informalidad
repentina llevó a la chica a fruncir el ceño. Javier endureció su expresión. –
Sé lo que pasó aquí. Sé que estabas desesperada y no encontraste otra solución.
- - No sé de qué habla…
- -Muéstrame tu guitarra – no se lo pidió, se lo ordenó.
Carmen perdió los colores del rostro, incluso sus moretones parecían haber
desaparecido.
- - ¿Cómo sabe que tengo una? – Javier le dijo que la
conocía desde pequeña, que era hijo del dueño de la hacienda en donde sus
padres habían trabajado y vivido como inquilinos. Nunca le permitieron
acercarse a ella, pero sí la observaba desde lejos y la escuchaba cantar con
deleite porque tenía una voz preciosa, como la de un ángel. La muchacha se
conmovió, pero en ningún momento bajó la guardia. - ¿Qué es lo que quiere?
¿Meterme presa?
- - Yo no, pero la policía no tardará en sospechar de ti.
– Carmen levantó su mentón con esa tozudez que caracterizaba a la mujer
chilena. Si tenían que venir por ella, le pondría el pecho a las balas. Javier
perdió la calma y sacó de su bolsillo las tres cuerdas de guitarra enlazadas que halló en la acequia para enseñárselas. – Por favor, Carmen, dime la verdad…
- - ¿Qué quiere que le diga? ¿Que fui yo? – no gritó, pero
no hubo necesidad. La solidez de sus palabras y su entonación dejaron en claro
que estaba enfurecida y que tuvo que aprender a moderar la voz para no
despertar a los hijos. - ¿Quiere que le diga que fui yo quien luego de ser
golpeada pensó en cómo matarlo? ¿Que después de la pateadura mi marido siguió
bebiendo hasta quedar tirado en ese sillón? ¿Que esperé un buen rato hasta que
no se pudiera el culo y le saqué las cuerdas más gruesas a mi guitarra para ahorcarlo?
¿Que las entrelacé para que no se cortaran mientras le apretaba el cuello con
rabia? – Javier estaba paralizado, temblaba tanto como ella. Carmen barrió una
lágrima que caía por su mejilla como quien se espanta una mosca molesta de la
cara. Continuó. - ¿Quiere que le diga que le pedí a una amiga, tan golpeada y
humillada como yo, que me ayudara a sacar el cuerpo de aquí para dejarlo en la
zanja porque pesaba como bestia? ¿Quiere que le diga que tiré las cuerdas al
agua con la esperanza de que la corriente se las llevara? ¿Quiere que le diga
que lo maté, pero solo porque… él me mató primero? – en ese punto, Carmen
rompió a llorar. Javier tuvo que sujetarla porque parecía que iba a
desvanecerse. La abrazó con torpeza y sintió el aroma a humo y jabón de su
cabello. No tuvo que pensarlo dos veces.
- - Dame la guitarra. La quemaré. – la joven se alejó de
él para mirarlo a los ojos. – Dámela, por favor. Déjame ayudarte.
- - ¿Por qué haría eso?
- - Porque no mereces esta vida. No mereces lo que viene.
Irás a la cárcel por esto y no importarán tus razones. La ley no te amparará,
Carmen. No lo hará. – el argumento de Javier se oyó como una súplica. Ella, rendida
y por completo desvalida, se deshizo de los brazos del oficial y caminó hacia
el cuarto principal cerrado por una cortina. Al poco rato, salió del interior
con el instrumento entre sus manos. Efectivamente le faltaban las tres cuerdas.
Javier la recibió y en cambio le entregó algunos billetes. – Puedes decir que
la vendiste, si alguien te pregunta. – Carmen asintió de forma obediente. El joven
oficial se disponía a retirarse cuando la mano de ella lo retuvo de la muñeca.
- - ¿Por qué me ayuda? - Javier no quería volver a mirarla
a los ojos, esos ojos de un color impreciso, tan marrones como dorados, tan
oscuros como cristalinos. Se sentía absurdamente responsable por su suerte de
mierda. Suspiró sin poder responderle. - ¿Lo hace para reparar lo que le hizo
su padre a mi madre? – aquella pregunta casi lo lleva a caer de espaldas. Se volvió
a Carmen lentamente. – Sí, yo también lo recuerdo. Usted sabía que su taita era un patrón violador y no hizo
nada.
- - No quise creerlo. No importa ya… - la chica frunció el ceño antes de arremeter.
- -Imagino que el hecho de que yo sea su bastarda tampoco
importa ¿verdad? – Javier creyó que había escuchado mal. El silencio que cayó sobre
ellos fue tan absoluto como si hubieran quedado sordos de un segundo a otro. No
tuvo el coraje de negar aquella afirmación, el rostro de Carmen dejaba claro
que no estaba mintiendo. Javier quiso vomitar su impotencia. Se sintió
infinitamente traicionado, conservando un recuerdo de amor sin sentido alguno. De pronto, el llanto de un bebé rompió la pesada
pausa. – Debo atenderlo... – dijo la muchacha girando hacia la habitación. En ese momento fue Javier quien la retuvo
de la muñeca.
- - Entonces con mayor razón te ayudaré - fue lo último
que le dijo antes de salir por la puerta con la maldita guitarra apretada en su
mano y el corazón completamente hecho pedazos.
FIN.
Relato inspirado en las entrevistas de
mujeres agredidas en San Felipe, Chile, entre los años 1958 y 1988.