Ella pintó su rostro de blanco y maquilló sus ojos con movimientos erráticos. El temblor en sus manos la hizo desconocerse, no era la primera vez que mostraba al mundo su arte mudo, pero aquel día, donde el ambiente estaba caldeado y el sol de octubre parecía enojado, sintió que sería su última función y estaba nerviosa tras su nariz roja. Al salir a las calles, mezclada entre la masa de gente que transformaba su dolor y su rabia en cantos estremecedores, ella dio giros en punta de pies para bailar la pena, como una bailarina herida o un arlequín perdido.
La fuerza policial, protegida tras sus
escudos trizados y empañados, sólo veía una mancha amarilla desagradable, una
llama provocadora que debía extinguirse rápidamente. La joven continuó su acto
y al cerrar sus ojos una lágrima negra dibujó un camino hasta su mentón. La
manifestación explotó, las carreras sin rumbo consiguieron confundirla y una
docena de manos fuertes la redujeron para detenerla y arrestarla. La artista
rompió su mutismo sabiendo que nunca más volvería a hablar. Gritó: ¡Justicia y Libertad!
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