Los cascos
de los caballos resonaban contra el lodazal de las primeras lluvias de la
temporada. Los soldados apretaban las riendas de cuero entre sus manos mientras
que el cansancio les soplaba al oído que dejaran caerse y desfallecer algunas
horas. El general, ese hombre singular de ojos color cielo, agudizaba la vista
hacia el frente confiando en que su memoria no lo traicionaría. Cerca de ahí
existía una hacienda, estaba seguro. Habían luchado contra los soldados de la
corona valientemente, pero la superioridad numérica le hizo ordenar la retirada
sabiendo que les pisaban los talones para darles caza. Necesitaban un lugar de
refugio y pasar la fría noche bajo un techo amigable.
A pocos
metros de allí, doña Paula despertó en su cama gracias al instinto. Su corazón estaba
desbocado y encendió su lámpara ajustando la llama. Se acercó a la angosta
ventana de su habitación con la certeza de que una cabalgata se acercaba a sus
dominios. Rápidamente se envolvió de un chal blanco, tomó la luz desde la
mesita de noche y bajó las escaleras de manera delicada pero presurosa. Sus sirvientes
estaban despiertos e inquietos, también escuchaban los cascos y temían que se
tratara de una visita impertinente de los súbditos del rey, sin embargo, doña
Paula tuvo otra corazonada que la llevó a arriesgarse. Sin importar el frío de
esa noche sin viento, la mujer abrió las pesadas puertas de la entrada y
permitió el ingreso de más de cien soldados de su patria que defendían la
independencia.
-Muchas
gracias por recibirnos en su propiedad. Necesitamos de un escondite- habló el
general, desmontando su precioso caballo blanco. La aludida elevó la llama de
su lámpara y acomodó el chal en sus hombros. Reparó que estaba herido y
agotado, al igual que todos en su batallón. No lo pensó dos veces.
-A la
bodega de vinos, señor. Es amplio y bien resguardado en el subterráneo.- les
indicó doña Paula y el general llamó a sus hombres para seguirla entre la
oscuridad escondiendo los caballos en los corrales.
Uno de
sus sirvientes destrabó el portón que rechinó como violín desafinado, y en fila
los uniformados fueron ingresando. El aroma a madera, humedad y uva fermentada
les llenó sus pulmones. El último en entrar fue el general, quien se detuvo
unos segundos frente a la dueña de casa y sin palabras le sonrió en
agradecimiento. Algo cálido y desconocido brotó en el centro de su pecho. Recordó
con nostalgia que hacía mucho tiempo que no sonreía y frente a ella supo que toda
lucha valía la pena. De pronto, ese efímero instante fue interrumpido por la
alarma de la cocinera. Se acercaba un segundo batallón por el sendero. Doña Paula
obligó al general quedarse ahí, subió los peldaños de a dos y caminó por el
corredor consciente que bajo sus pies escondía soldados de la resistencia. Le tomó
un momento calmarse, esperó y abrió un poco la puerta para mostrar sólo parte
de su rostro. Se trataba de un lameculos de la corona.
-Buenas
noches, señora. ¿Nos permite entrar?
-¿Con
qué motivo?
-Creemos
que un ejército de rebeldes se oculta en sus tierras- dijo determinante. Doña Paula
trató de mantener la impasividad en su rostro y fingió ignorancia.
-¿Rebeldes
aquí? Ud está en un error- contestó casi imperturbable- Además, si lo
estuvieran, no los entregaría- esto último lo afirmó con tal convicción que
elevó un poco el mentón haciendo acopio de todo su valor y elegancia. El tipo
de ojos negros como la noche dio un paso hacia ella con la intención de
inspirar respeto.
-No
nos cuesta nada quemarlo todo como escarmiento a su deslealtad con el rey- bajo
el piso, los soldados empuñaron sus armas decididos a impedirlo si algo así
llegara a suceder. El general contuvo el aliento preparado ante todo.
-¡Prefiero
que lo quemen todo a quemar mis ideales! - exclamó doña Paula, con una gallardía
tal que el uniformado alzó sus cejas con cierta admiración. Los empleados de
pie tras la mujer temblaron de miedo. Se hizo una pausa insoportable que trepaba
las paredes de la casona.
-Espero
que esta audacia innecesaria y absurda no le traiga consecuencias- respondió él,
displicente- Esta hacienda es muy bien estimada en el pueblo. No nos obligue a
castigarla. Seguiremos nuestra búsqueda pero le aseguro que volveremos.-Buenas noches- cortó la mujer y cerró la puerta con pestillo. Al girar sobre sus talones, sus rodillas flaquearon y sus sirvientes la atajaron justo antes de derrumbarse. El terror se le había introducido en la médula invadiendo sus huesos. Al levantar la cabeza y enfocar la mirada, en el penumbroso corredor vio al general, pálido y sucio. El hombre volvió a sonreírle sabiendo que a esa mujer le debía la vida pero, por sobre todo, ya la amaba sin remedio.
3 comentarios:
Qué enorme relato, Andrómeda, y qué heroína. Estuve ausente unas semanas por lo que llaman "vacaciones", pero quería regresar para leer estas cosas tuyas.
Mi sombrero, escritora.
Un saludo
JM
Muchas gracias, JuanMa.
Te eché de menos, creo que eres mi único lector q siempre comenta y se nota cuando no estás.
Un beso.
Me sorprendio como construiste lo que debio haber sido la situacion ocurrida entre los personajes de aquel hecho historico, y el sentimiento mas que de gratitud del general.
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