Volver
a mi ciudad y verla a ella a lo lejos, causó tal impacto en mí que sentí una
patada a mitad del pecho. Casi me caigo de espaldas al notar que por su rostro
los años pasaron besándola, haciéndole el amor hasta maravillarla. Me sentí
sucio, me sentí sacrílego y quise desandar mis pasos de manera rastrera, no por
inspirar lástima sino que por saberme un ser derruido y traumatizado.
El
sonido de unos petardos celebrando el día de la independencia me devolvió a
1969, en donde el ser parte de la 9° División del Regimiento de Infantería era
todo un orgullo. Ubicados en la boca misma del lobo, en el delta del río
Mekong, vivíamos con la muerte respirándonos en el cuello. Aferrado a mi fusil,
sólo pensaba en aquella mujer que me mantenía cuerdo y alerta a esas balas que
pasaban por mi cabeza como avispas. Me daban órdenes que yo obedecía sin
hablar, pasaba los días mojado y temblando y había empezado mi mal hábito de
fumar. Internados en las entrañas de Vietnam, estábamos rodeados de quienes
eran los dueños de casa, conocían el lugar mejor que nadie, por lo que yo
pensaba que estar ahí era una maldita locura. Mi sargento llamaba y llamaba por
radio pidiendo refuerzos, médicos para algunos que ya tenían heridas con aroma
a queso y sangre verdosa. Sin embargo, no recibíamos más que aspirinas desde
los altos mandos, que no nos preocupáramos porque se estaban tomando medidas, y
mientras tanto, notábamos las frecuentes visitas de aviones americanos que
fumigaban los bosques con un humo color naranja.
-¡Cúbranse,
maldita sea!- nos gritaba el sargento, pero era imposible no respirar ese gas
que ardía en la garganta y escocía los ojos.
Creo haber
aspirado ese tóxico por semanas. El viento corría pero no hacía más que
esparcir la pestilencia. Trataba de luchar contra los vietnamitas por la razón
que fuese – nunca tuve muy clara la oficial – y resultaba doblemente difícil
cuando ambos bandos hacíamos el esfuerzo sobrehumano de no ahogarnos. Mi
superior no pudo explicarme bien lo que estaba pasando, pero la reacción pronta
del bosque fue mi respuesta. Estaban exterminando la vegetación, como quien afeita
el pelaje de un perro para encontrar las garrapatas, pero estábamos nosotros
también allí, ¿acaso no importábamos?
-¡Déjese
de niñerías y actúe como soldado!- me dijo el sargento.
-¡Por
matarlos a ellos nos están matando a todos!- le grité yo fuera de mis cabales y
cogiéndolo por las solapas de su chaqueta de camuflaje. Mis compañeros quedaron
asombrados por mi falta de respeto pero nadie se atrevió a corregirme.
Gracias
a Dios, a inicios de 1970 una bala me
atravesó el hombro durante un enfrentamiento y me enviaron a casa con una puta
Cruz de Servicio Distinguido. Una condecoración de mierda que de nada serviría
para aliviar las pesadillas que me esperaban. Sabía que volvía a mi país con
algo más que un hombro herido y la conciencia sucia. Sentía que algo escabroso
se había alojado en mis entrañas y que esperaba el momento justo para salir a
la luz y escupirme en la cara.
Volví
con la mujer que amaba y traté de ser el hombre limpio que ella había visto
partir. Llegué a su casa sonriendo anchamente y me abrazó. Yo la levanté del
piso y la besé de lleno en la boca luego de haberme lavado los dientes como un
millón de veces para quitarme el sabor a guerra. Hicimos el amor el mismo día
que había regresado, estaba tan sediento de su piel que nada más cabía en mi
mente. Necesitaba limpiar todo en mí y no había mejor fuente que su inocencia,
su pureza. La penetré y reventé en ella sin consideraciones, descansamos hasta
ver el día entre sus cortinas y no pude sentirme más feliz.
Luego
de un año le pedí matrimonio. Estaba enamorado y por alguna razón deseaba
sentirme vivo y normal, un hombre completo y no la fracción de sí mismo desde
que había regresado. Nos casamos, vivimos en una pequeña casa en Lexington,
Kentucky, y todo parecía ir bien. No obstante, nuestros intentos por tener
hijos nos frustraron por varios años la felicidad absoluta. Concepciones
fallidas y abortos espontáneos eran nuestro saldo nefasto semestre a semestre. Por
las noches, tenía sueños horribles de sangre, humo naranja y yo hundiéndome en
una fosa de lodo sin fondo. Cuando logramos embarazarnos, a los tres meses
supimos que el bebé venía con una malformación importante y creí que mis
piernas se habían derretido en la oficina del doctor. No pude soportarlo y me
culpé por presentirlo sin decir nada.
Obligué
a mi esposa a abortarlo, a gritos, a golpes, a terquedad de antiguo soldado. No
quería tener un hijo así y me cegó la rabia. Lo hicimos un terrible día de
invierno. Fue una situación que no pudimos superar, ella no podía mirarme a la
cara y yo no quería que lo hiciera tampoco. Nos divorciamos al poco tiempo y me
fui de la ciudad para buscar el olvido en otra parte. Traté de huir de mi culpa
pero me tenía por el cuello al igual que un cáncer de mierda que me invadía de
forma silenciosa. Descubrí que muchos ex soldados de esa guerra estaban en
similares condiciones y me volví inquieto. Investigué y fue entonces donde lo
entendí todo. Yo era tan víctima como aquellos que maté por soberbia. Después
de todo, Vietnam y yo teníamos algo en común, un Agente Naranja que nos
carcomía el cuerpo. Participé en demandas, me asesoré por abogados y reuní a
varios querellantes tan asustados como yo. Pasó más tiempo del que esperaba
para obtener la resolución del juez, la indemnización para los veteranos
afectados fue aprobada y repartida conscientes de que el dinero no nos
devolvería lo perdido.
10 comentarios:
He estado ausente unas semanas que debo recuperar, Andrómeda. No ha sido abandono sino dolor lumbar y mucho insomnio.
Pero ya estoy aquí para quedarme, que tengo mucho bueno que leerte.
Un saludo
JM
JuanMa, qué rico volver a leerte. Espero q estés mejor y se te echó de menos. Como bien sabes eres uno de mis lectores más fieles de este blog y ojalá pueda seguir obteniendo tus buenas impresiones de lo q escribo.
Cuídate mucho y nos estamos leyendo.
Un abrazo!
Esto repitió mi respuesta como 10 veces ¬¬
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