-Hola, Johann- saludé a
mi hermano con mi voz rasposa y desaliñada. No había dormido en toda la semana.
-¿Qué haces aquí? Deberías
estar cuidando de nuestra madre…- a lo lejos, oímos un bombazo que ya se habían
hecho habituales en Berlín, al igual que los disparos y los gritos. Bajé mi cabeza
tratando de no soltar un sollozo.
-He venido a hablar
contigo… necesito de tu ayuda…
Me había enamorado de
una judía, una joven que despertó en mí hasta las más intensas emociones. Estaba
envuelto de ella, de su cabello, de su piel, de su sonrisa, de su luz, me
pareció curioso que ninguno de mis hermanos se diera cuenta que no estaba lleno
de una vida que ya no me pertenecía, le pertenecía a ella, a Alexandra. La conocí
entre los embistes de la guerra, en medio de la basura, de las balas, de la
sangre. Fui en su rescate tanto como ella del mío. Me distinguió de los demás
alemanes temerosos, furiosos, desconcertados, asustados y de los desalmados. No
todos éramos iguales, no todos éramos ciegos ni deshonestos. Alexandra y yo nos
enamoramos inevitablemente, nos besamos por primera vez en algún callejón clandestino
huyendo de todos, sintiendo el sabor de la pólvora en sus labios pero aun así,
un almíbar celestial para este pobre mortal. No me importaron sus raíces ni las
mías, sólo buscaba ramas, ramas largas para irnos por ellas hasta salir de
Alemania.
Mi hermano mayor,
Gerhart, era un uniformado de alto rango en el ejército y estaba moviendo hasta
la piedra más ínfima para encontrarnos. Yo era una deshonra y debía pagar con
sangre mi ofensa hacia la misma. Cuando su escuadra irrumpió en nuestra casa
para sacarme a patadas y matarme frente a todo el vecindario para dar una
lección, no dudé en escapar lanzándome por la ventana de mi cuarto que estaba
en el segundo piso. Caí y no me importó el dolor punzante que sentí en mis
rodillas ni los cortes de vidrio en mi cara. Corrí, corrí, llegué hasta el
escondite en donde Alexandra me esperaba y de la mano nos aventuramos a salir
al exterior a buscarte a ti…
-Necesito de tu ayuda… y
de tu bendición- Johann me escuchó del otro lado del confesionario, viendo a
través de la tela oscura su rostro contorsionado por la sorpresa y el espanto.
-¡Thomas! ¡Ya vienen!-
me llamó Alexandra desde la puerta de entrada y apuré la reacción y respuesta
de mi hermano. Él, elevando su mentón unos centímetros, salió del cubículo,
buscó entre los bolsillos de su sotana y lanzó hacia mí las llaves de su
querido Volkswagen.
3 comentarios:
El bien y el mal son la sal y el azúcar de nuestra existencia, Andómeda. El odio es tan irracional como la ira.
Un beso
JM
El amor no entiende de religiones. Bella historia.
Besos.
Juan Ma,
Gracias por pasar a leerme y comparto absolutamente lo que dices, ambos sentimientos nublan la visión y el corazón.
Un beso.
San,
Me alegra mucho que te haya gustado esta historia.
Un abrazo.
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