lunes, 10 de noviembre de 2008

Soledad y compañía


Aquellas manos le recorrían cada curva de su cuerpo como exploradores de lomas y valles desafiantes. Cuando el sudor brotaba por sus poros debido al abrazante calor de los roces, él consumió cada gota con la punta de la lengua. Ella soltó una risa tímida, una risa coqueta digna de una princesa en su noche de bodas. Esto lo conmovió apretándole los muslos mientras se abrigaba en el hueco perfumado de su cuello. Qué excitante era volver a oler a una mujer.

La joven lo recibió calmando su corazón azorado. Parecía un niño indefenso, temblando entre sus brazos. Delicadamente, lo besó en la frente para luego elevar su rostro con las manos. Lo miró a los ojos reparando que estaban empañados en lágrimas indefinidas. Ella no dijo nada sobre su llanto, no tenía por qué hacerlo. Le encerró la boca como si fuese la primera vez hallándola dulce y salada… no pudo precisar el sabor pero sí la intensidad de aquel beso, pudo escuchar los zumbidos atacando sus oídos, la urgencia de vestirlo con su propia piel y tuvo miedo al verse tan entregada. Nunca había sentido una pasión como aquella. Sabía que no debía involucrarse.

Por otro lado, era demasiado difícil para él contener las emociones. Recostados sobre la cama blanca, imaginó que pertenecían a la más bella de las historias de amor existentes, ésas que estremecen el alma al punto de cambiar el significado de la palabra “complicidad”. No quería salir de esa habitación, no quería encender la nefasta luz de la lámpara, no quería volver a la realidad, no quería que se fuera… simplemente, deseaba amarla otra vez, sin relojes, sin agendas, sin intromisiones de culpas inoportunas. Deseaba colmar para siempre su cuota de compañía con ella navegándolo entre las piernas.

Tras un último gemido de placer, la muchacha cerró sus ojos tratando de no olvidar el motivo de su presencia allí. El fuego entre ellos quemó sus vientres reposando uno al lado del otro como si fueran una pareja de amantes incansables. Él volvió a sollozar acomodado en la suave almohada de pluma, su llanto comenzaba a claudicar. Ella apretó los dientes al oírlo. Lo observó sumirse en el sueño notando la vulnerabilidad que invadía su semblante. No se veía como el hombre seguro al comienzo de la noche, no parecía el donjuán de sonrisas seductoras que la encantó pocas horas atrás; frente a sus ojos, parecía sólo un chico asustado con la marca blanca de un anillo ausente en su dedo anular. Un gran detalle que no necesitó confirmar ni lamentar.

La joven recogió sus ropas vistiéndose en silencio y a oscuras. Caminó hasta la puerta del cuarto dejando atrás una noche diferente, un encuentro exitoso aunque fuese bajo un nuevo punto de vista poco profesional. Abandonó el dinero ganado sobre una mesa pensando en lo insoportable que podía llegar a ser la soledad para una persona… pero más importante aún, descubrió lo verdaderamente hermoso que era sentir el amor en carne propia. Cerró despacio al salir para no despertarlo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Jueves, 11 de octubre de 1979


Caminé por un largo pasillo flanqueado por decenas de camillas con patas blancas y metálicas. Me imaginaba una extraterrestre en tierra ajena sin saber muy bien qué estaba haciendo allí. Sentí mucho frío, ese tipo de frío que es capaz de morder los huesos y erizar los vellos de la nuca en un lamido extraño, un lamido presagioso. No dije nada, no sabía cómo había dado con ese cuarto enorme en donde podía percibir el aroma dulzón que suelo sentir cuando huelo el pasto o las flores marchitas.

El silencio que me envolvía me dejaba sorda. Miraba a mi alrededor creyendo que estaba perdida en el más raro de los bosques, aunque después de ese momento siempre me sentiría así dentro de un hospital. Sí, ahí estaba yo… en un hospital que por su tamaño y rutina, no puso atención a esa adolescente que caminaba errante hasta dar con su habitación más temida. La pena manejaba mis pasos y yo sólo obedecía a mis pies. Nadie se dio cuenta.

Pies… ¿Por qué no puedo dejar de ver esos pies descalzos que vi entonces fuera de cada camilla? Esos pies que no poseían color pero sí historias, pies que no reflejaban identidad pero sí una vida terminada. De sus pulgares, colgaba una pequeña etiqueta que de seguro sería un número gélido en vez de un nombre… no quise averiguarlo. Estaba perdida en mi dolor sin recordar bien por qué sufría. A veces, la memoria es tan cobarde que trata de olvidar cuando sólo se desea evocar hasta el cansancio.

De repente, como un garrotazo en medio de la cabeza, recordé el motivo de mi llanto gracias a un par de pies familiares y pequeños que me dieron vuelta el estómago. Los reconocí tan bien como si hubiese visto el rostro de su dueña en ellos. Apreté mis dientes sintiendo que la inocencia de la juventud me abandonaba en ese mismo instante al igual que el color en mis mejillas. Era cierto, allí estaba… en el bosque de los pies desconocidos, cubierta hasta la frente por una sábana de tono verde y me enfadé estúpidamente con ella… “¿Por qué estás aquí?”, le pregunté sin hablar y volví a llorar.

Recuerdo muy bien las manos inmensas y fuertes que me tomaron por los brazos sacándome de la morgue en vilo, recuerdo el rostro sorprendido de mis hermanos como también la voz de mi padre reprochando mi tonta decisión de entrar allí sin avisar… “¿Qué clase de seguridad tiene este hospital?”, bramó con molestia al enfermero y yo no dejaba de visualizar la imagen impregnada en mi mente de aquellas noches en vela, donde espantaba mi sueño vigilando la respiración irregular de mi madre y sus taquicardias. No me comprendí la reacción en ese momento, pero al recordar que ella debía dormir sentada todo el tiempo por culpa de su corazón cansado… me alegré muchísimo de que por fin pudiera descansar en paz completamente recostada…

martes, 4 de noviembre de 2008

Palabras sin decir


El atardecer se mostraba como el estado de ánimo de Jeannette, triste y melancólico. El sol estaba huyendo, el viento era despiadado y las palabras de su madre no la alentaban a serenarse. Faltaban sólo tres horas para el acontecimiento menos esperado de su vida y la muchacha se paseaba de un lado para otro tratando de buscar en cada esquina de su cuarto una salida a su perra suerte.


Sobre una silla reposaba sin gloria ni majestad alguna el traje color caqui que había sido escogido para su boda. Ella lo miraba con desprecio reparando que no se veía tan glamoroso como decía su madre frente a la vitrina de la tienda, tapando las vergüenzas de ese maniquí gélido y sin gracia. La joven lo tomó entre sus manos, lo alzó para apreciarlo mejor y una arcada descomunal la hizo correr al baño para vomitar su impotencia. El segundo embarazo ya se estaba haciendo notar. Su primer hijo la observaba desde la cuna percibiendo su amargura, absorbiéndola del aire. En su temprano entendimiento, sabía que ese día no sería como los otros y seguía a su joven madre con la mirada en cada uno de sus movimientos.
Jeannette volvió del baño con el estómago revuelto. Miles de pensamientos la atosigaban sin descanso, recuerdos desordenados, ideas, planes, maldiciones, deseos y reproches. Su mirada viajaba por toda la habitación y se sentó en su cama para cesar ese temblor molesto en sus rodillas. Observó una antigua fotografía colgada en su pared. Sonrió al verse de uniforme escolar, abrazada a sus cinco amigas y con un brillo en sus ojos que estaba segura haber perdido por completo. Meneó la cabeza preguntándose en qué momento se había convertido en lo que menos deseaba: madre, dueña de casa y futura señora a sus cortos veintiún años de edad. El escalofrío recorrió todo su cuerpo, la sensación de claustrofobia era insoportable, deseaba gritar, llorar, abrazar a una amiga; a una de esas malditas amigas que tanto oyó prometer y nada sabían de ella. Miró hacia la cómoda a los pies de su cama reconociendo un regalo que había recibido de una de ellas hacía un tiempo atrás. Era un cuento o algo parecido. Jeannette quiso leerlo pero nuevamente no pudo. No sabía por qué sentía rabia mezclada con culpa y vergüenza en medio de la garganta. “No tengo el tiempo de leer estupideces- pensó orgullosa”.


Luego, la urgencia y la ansiedad la sacudieron al ver la hora que era. Como un muñeco manejado por el control de la inercia, calzó unas zapatillas, se colocó un grueso abrigo y besó a su hijo en la frente susurrándole que todo estaría bien. La joven alzó el marco de la ventana y salió por ella sintiendo el frío del crepúsculo en su rostro. Corrió por las calles de Santiago sin clara dirección hasta que recordó un pequeño parque, su lugar preferido. Sentía el vientre endurecido. Sabía que el esfuerzo hecho le cobraría malestares inmediatos y comenzó a respirar con ritmo mientras llevaba una mano hacia el bulto. Recordó el día que quiso interrumpir el embarazo escogiendo la opción más sencilla que criar.


El muladar que era ese cuarto de mala muerte le llenó el espíritu de angustia. El olor a muerte, acidez y a paños rancios, arañaban sus fosas nasales notando asqueada que tenía la boca llena de saliva. Antes de sentarse en esa silla violenta para llevar a cabo la tétrica tarea del aborto, la taza ofrecida por esa señora sombría fue a parar contra la pared de sólo un manotón de Jeannette, embarrando así ese sospechoso liquido por el floreado papel tapiz y salir de allí trastabillando. La chica nunca mencionó ese episodio de su vida, sólo frente a sus amigas la última vez que las vio y comenzó a llorar sentada en uno de los columpios de aquella plaza. De pronto, una mano sobre su hombro la hizo saltar.


- ¿Qué mierda crees que haces?- le preguntó su madre con una brusquedad innecesaria. Jeannette había olvidado que fue ella quien la llevó por primera vez a ese sitio.
- No quiero casarme, mamá.
- ¡Claro que te casarás! ¿Piensas que yo estoy arruinando tu vida? ¡Fuiste tú misma!
- Lo sé, pero casarme no es la solución- la mujer mayor apretó sus labios, la levantó del brazo y volteó el rostro de su hija de una bofetada.
- Te vas a casar y no se discute más ¿me oíste?- sin soltarla, la llevó casi en vilo de vuelta a casa para que se vistiera con presteza.


Su matrimonio forzado era como estar encerrada en un cubo de cristal sin puertas ni ventanas. Al igual que la criatura que engendraba en su vientre. Cuando Jeannette se embarazó por primera vez, había sido producto del amor y la inexperiencia de la juventud junto a su novio de secundaria; sin embargo, el segundo fue por el apremio de un momento incandescente, cuando el juego prohibido entre primos es un plato tan tentador que se sirve sin pensar. La joven pagó el precio de eso a un valor incalculable.


Cuando llegó a la iglesia, para consumar y afrontar ese castigo, sentía las miradas de su familia como si una letra escarlata estuviera tatuada en su pecho, hecho con el fuego de su descuido de mierda. Trató de sonreír al descender del vehículo pero sólo logró esbozar un surco entre sus labios que nadie supo cómo interpretar. Las cruces a su alrededor y las estatuas de los santos, inanimadas y de ojos vacíos, la volvían más nerviosa. Levantó la vista y en la gran puerta de entrada, vio a su futuro esposo, con una resignación ensayada- de seguro- en la privacidad del baño de hombres…


* * *


El encierro en el velorio de su abuelo estaba ahorcándola. Los llantos sólo atizaban sus oídos y sus manos sudaban a pesar del frío que hacía esa noche. Sus amigas, quienes apartaron quehaceres por acompañarla, la observaban con recelo esperando que en cualquier momento se desvaneciera como el humo o cayera de bruces como un saco de papas. No obstante, ella se sentía con energías aún sin haber dormido nada en treinta horas. Las flores que cubrían el ataúd y gran parte de las paredes de la pequeña congregación, golpeaban todas las paredes con su aroma dulzón. La joven guardó silencio por varios minutos clavando su mirada en las cuatro lámparas en cada extremo del elegante cajón sin entender su significado. Las palabras del pastor de turno no consolaban a nadie, parecía discurso político aprendido a duras penas durante sus años de oficio. Ella rió por lo bajo meneando la cabeza.


- ¿Estás bien?- le preguntó una amiga.
- Sí, no te preocupes- contestó reparando que su voz sonó rasgada y desafinada- Voy a salir, necesito un poco de aire.
- ¿Quieres que vayamos contigo?- preguntó otra. La muchacha negó en silencio y salió de la capilla bajo la mirada de todos sus familiares.


Ella no era muy cercana a su familia, más por orgullo que por cualquier otra cosa; pero cuando su abuelo murió de cáncer gastrointestinal, el suelo bajo sus pies tembló de forma alarmante. Su familia paterna siempre marcaba los favoritismos, existía una competencia sutil entre los sobrinos por el cariño y las atenciones que con el pasar de los años se había vuelto insostenible. Algunos estaban enchapados en el oro que la joven, a los ojos de algunos, no merecía. La presión era el arma mejor escogida por esos tíos que deseaban manejar la vida ajena en base a preguntas idiotas. Sin embargo, siempre que la plática familiar llegaba a ese punto, la chica se encogía de hombros y mostraba indiferencia. Por lo tanto, le importó un carajo que el hecho de salir del velorio haya molestado a los presentes.


El frescor del atardecer tranquilizó sus ansias, inhaló con voracidad el aire húmedo notando que se avecinaba una noche fría. Encendió un cigarrillo y al subir las solapas de su abrigo para cubrir su cuello desprovisto de bufanda, oyó la marcha nupcial que advertía el término de una boda cercana. La joven sonrió por lo inapropiado del momento.


La iglesia en donde se encontraba era enorme y constaba de varias capillas individuales, todas ellas a una distancia no muy lejana lo que permitía presenciar con claridad cualquier actividad en su interior. La música provenía de una que estaba casi al frente, las pesadas puertas de encina se abrieron y los invitados salían con sus puños llenos de pétalos aguardando a que los novios pasaran por el umbral hacia el coche que los esperaba. Ella fumó una vez más mirando divertida el espectáculo fuera de lugar al tiempo que sus amigas se le unieron para no dejarla tanto rato sola. Todas sonrieron ante esa boda agudizando la vista para ver mejor a los recién casados, y cuando la pareja salió del inmueble las cuatro jóvenes sintieron que el corazón se les detenía por un segundo. No lograban controlar su sorpresa, no lograban pensar… y cuando lo hicieron, la mirada de la novia se estrelló por fin con la de ellas…


* * *



Mientras Jeannette escuchaba al sacerdote hablar de amor y de Dios Todopoderoso, sólo podía preguntarse dónde mierda se encontraban esos conceptos para creer en ellos con igual devoción. Bajaba la mirada constantemente observando su vestido de cortes medievales que resaltaban más su rostro que otra parte del cuerpo; a su costado el novio estaba lívido, miraba al religioso con ojos inciertos, pendiente en cuándo terminaría la ceremonia para dejar de adoptar esa actitud de joven complaciente.


Jeannette escuchó las palabras lejanas, jugueteaba disimuladamente con el ramo entre sus manos suplicando que ese tormento tuviera un pronto final. El beso de marido y mujer no se hizo esperar más, Jeannette sintió esos labios, una vez deseados, como una muralla de concreto. Las lágrimas otra vez inundaron su alma y caminaron entre los satisfechos parientes todo el pasillo hasta salir de la capilla. La pareja recibió el frío viento de invierno junto con la lluvia de pétalos que ardía al aterrizar en sus cabezas, el automóvil encintado los esperaba con las puertas abiertas mientras que la madre de la novia ordenaba la cola del vestido con rapidez.


La muchacha sintió en su pecho una sensación extraña, una ligera presión que levantó sus emociones hasta la garganta y alzó la vista hacia al frente para ver en línea recta, a pocos metros de distancia, a sus mejores amigas de secundaria. Una de ellas vestía un abrigo oscuro, con el cabello desordenado por el viento y un cigarrillo a medio terminar en su mano izquierda. Sus ojos se encontraron por segundos que duró una eternidad. Jeannette imaginó que la sorpresa que las muchachas dibujaban en sus semblantes sería el mismo que ella dibujaba en el suyo. Todos los recuerdos se les vinieron encima. Las circunstancias, la ironía, la burla del destino dolía como ceniza caliente bajo los pies. Entre las cuatro muchachas intercambiaron miradas estupefactas creyendo que se trataba de una broma… ¿Por qué no estaban ellas ahí?, ¿Por qué no sabían de esa boda?


Jeannette miró hacia el interior de la capilla vecina dándose cuenta que estaban a mitad de un velorio. Quiso estar ahí, retroceder el tiempo y no haber perdido ese lugar que le correspondía. Su primer impulso fue correr hasta allá luego de tanto tiempo sin sentirse parte de algo importante; pero su reciente marido le tomó la mano y la llevó hasta el vehículo sin mucha demora. El motor se puso en marcha, Jeannette se volteó hacia ellas mirándolas por sobre el techo del coche entre las luces de las cámaras fotográficas, las jóvenes avanzaron impulsivamente buscando la forma de hablarle, de decir alguna maldita cosa. Con amargura, Jeannette tuvo que subir al vehículo bajo los aplausos de quienes ya respiraban tranquilos, entre ellos su madre, y sin poder hacer nada las perdió de vista en la primera esquina.


- ¿Qué te pareció la ceremonia?- le preguntó su flamante esposo. La joven no mostró ningún interés en responder- ¿Jeannette? ¿Me oíste?
- Sí, te oí...
- ¿Qué pasa?- ella se quitó el delicado arreglo de su cabello con los labios fruncidos.
- Acabo de ver a mis amigas- dijo mientras miraba por la ventanilla- estaban en una de las capillas de enfrente.
- ¿Y por qué no las invitaste a la boda?- al escuchar la pregunta Jeannette bajó la mirada sin contestar, su marido comprendió al instante- No querías que supieran ¿verdad?... ¿Te avergüenzas?- ella nuevamente evitó responder, recordó la fotografía y dejando a un lado el silencio, rompió a llorar…